sábado, 18 de junio de 2011

Tapa dura de cuero, en papel couché, a todo color


Se encerró en su cuarto, prendió el televisor y, luego de ubicar el canal de música, subió el volumen mucho más de lo normal. Sebastián tenía la esperanza que en algún momento su mente sólo pensara en la música y no en el triunfo de su primo. Imposible. Cuando estaba a punto de lograrlo, su vista se topaba con algunos de sus libros desperdigados alrededor de su cuarto, lo que le hacía recordar que nunca había visto a su primo con obra literaria alguna en las manos (a menos que fuera por alguna obligación escolar), y que aun así pudo escribir un cuento y ganar un concurso con ese relato. En cambio él, Sebastián (dieciséis años, dos más que su primo), quien tenía el secreto anhelo de convertirse en escritor algún día, jamás había podido escribir algo más que párrafos sueltos y textos inconclusos de media página a lo mucho. Trató de fijar su mirada en la pantalla del televisor pero tampoco le sirvió: pronto la rigidez de su mirada poco a poco fue trasmitiéndose desde sus ojos a su cabeza, cuello y el resto del cuerpo, y ese estado inmóvil no hacía más que aumentar la expectativa que en cualquier momento algo podría interrumpirlo; y ese algo, tomaba conciencia de ello entonces, sería el toque del timbre de la casa por la persona que venía a entregarle el premio a su primo.
¿Por qué si ese concurso había sido organizado por el colegio de su primo, la premiación no se hacía ahí? Sebastián no quiso averiguar ni ese ni otros detalles. Apenas su primo les daba la buena nueva a él y a su madre, esa tarde en el almuerzo, Sebastián empezó a comer más rápido para poder desentenderse pronto de ese asunto. Terminó en cinco minutos, aunque no le fue fácil ingerir sus alimentos por el nudo que tenía en la garganta.
Pero la semilla de lo que estaba sintiendo en esos momentos se había plantado semanas atrás, cuando su primo le anunciaba haber terminado de escribir un cuento y que le gustaría su opinión: “ya que tu lees bastante, Sebas”. Sebastian se excusó diciendo que no tenía tiempo, y de inmediato buscó algo qué hacer para no tener que asumir, para sí mismo, que había mentido, y así no tener que ponerse a pensar en por qué lo había hecho. Inconcientemente sabía las dos razones. La primera: porque le había caído como un valdazo de agua fría enterarse de que su primo haya podido encontrar una historia y la forma de cómo contarla; algo que él mismo sentía estaba a años luz de poder lograr. Y la segunda: por temor a descubrir que, en su primer intento, su primo haya escrito algo digno de elogios, como en efecto sucedió.
A pesar de estar advertido, cuando Sebastián escuchó el sonido del timbre tuvo un sobresalto. Se acercó y apoyó su oreja en la puerta. Sabía que si bajaba el volumen del televisor iba a poder escuchar con mayor claridad, pero no lo hizo, como quien no termina de aceptar que, a pesar de todo, sentía también curiosidad. Mientras trataba de diferenciar qué murmullo le pertenecía a quien, a su madre o a su primo, una voz, poderosa y bien articulada, perfectamente entendible, apareció. Se presentó como representante de uno de los auspiciadores del concurso, y mencionó que quizás habían escuchado su voz antes en algún comercial, porque trabajaba también como locutor: “entre otros trabajos más, señora; usted sabe cómo está la situación”. Luego, tanto murmullos y voz se alejaron un poco. Sebastián dedujo que los tres habían entrado a la sala.
Como era de esperar, la primeras palabras del locutor fueron para felicitar al ganador, por haber escrito un cuento de tan alta calidad que el jurado le dio el primer lugar de forma unánime. Siguió una conversación intrascendente en la que el locutor hacía preguntas y comentarios, y éstos eran respondidos por murmullos femeninos. Seguramente, pensó Sebastián, su madre le estaba explicando que aquel muchacho no era su hijo sino su sobrino, que por motivos familiares estaba viviendo en esa casa. Sebastián empezaba a preguntarse cuál sería el premio. Deseó que fuera dinero porque, de ser así, sabía que su primo se lo gastaría en algún videojuego que luego ambos podrían jugar. Entonces se emocionó cuando escuchó al locutor decir finalmente la palabra “premio”, pero se desilusionó con lo que dijo a continuación: “aquí tienes tu diploma”. Esperó que en las palabras siguientes mencionara, de repente, libros de regalo, lo que tenía sentido por tratarse de un concurso literario, pero no lo hizo. Lo único que agregó fueron, más o menos, las mismas palabras con las que había felicitado al primo al inicio.
Vinieron entonces unos minutos de murmullos, seguramente de parte de la mamá de Sebastián y de su primo dándole las gracias al locutor. Desilusionado, Sebastián dio el primer paso para alejarse de la puerta de su habitación, hasta que escuchó la palabra “enciclopedia”. “Al menos es mejor que un mísero diploma”, pensó cuando volvía a prestar atención. La voz del locutor adquirió entonces más fuerza y se volvió algo mecánica, como si recitara palabras de memoria, describiendo lo que parecía ser la más maravillosa de las enciclopedias, y que, por supuesto, por haber ganado el concurso, estaba a disposición del primo… con un cuarenta por ciento de descuento.
Esta vez no se escucharon murmullos como respuesta sino sólo silencio. Sebastián no podía creer lo que estaba pasando, y estaba seguro que su mamá y primo se sentían igual que él. El locutor no perdió el tiempo y siguió hablando de la tapa dura de cuero, de la calidad de las hojas en papel couché, de las fotografías e ilustraciones a todo color; y puso especial énfasis que en librerías jamás se iba a poder encontrar al precio que él la estaba ofreciendo. Sebastián, conociendo a su madre, sabía que aquel hombre tenía todas las de perder, y empezó a disfrutar los cambios en la voz del locutor, que fueron desde un tono desesperado (“cincuenta por ciento de descuento, señora; mejor oferta imposible”), pasando por un tono suplicante (“¿me prestaría un papel y lapicero, señora? Para apuntarle mi teléfono por si es que cambia de opinión”), y finalizando con el tono de resignación absoluta con el que se despidió.
Sebastián volteó y miró su habitación. Uno a uno fue recogiendo sus libros y poniéndolos en sus respectivos estantes, hasta que encontró un fajo de hojas blancas. Los tomos restantes aún sin recoger los dejó donde estaban. Se sentó en su escritorio con el fajo de hojas y sacó un lapicero de uno de los cajones. Pensó por unos segundos en un nombre, pero, debido a las ansias que tenía, decidió que por ahora utilizaría el suyo. Y entonces empezó a escribir:
“Se encerró en su cuarto, prendió la televisión y, luego de ubicar el canal de música, Sebastián subió el volumen mucho más de lo normal…”.

8 comentarios:

  1. Estupendo, cada vez mejor.

    Excelente narración, se lee de un sólo tirón y ese giro en la historia, pfff, es genial. :D

    Un gran saludo.

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  2. hola rafael. que bueno que lo hayas leido de un tiron porque ese es uno de mis objetivos con mis relatos. gracias y saludos.

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  3. Visité en retribución de tu visita, me gusta tu blog y suscribo las palabras de Rafael, es verdad, se lee de un tirón. Abrazo fuerte, colega

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  4. muchas gracias por la visita y comentar, josé. un abrazo para ti tambien

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  5. Interesante tu relato, me gustó la vuelta de tuerca que diste en el texto al final, un abrazo

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  6. gracias por tu comentario, mixha. saludos y abrazos

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  7. Genial el post. Realmente me atrapó de principio a fin. Un fuerte abrazo.

    Jhonnattan Arriola

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  8. me alegra que te haya gustado, jhonnattan. gracias por por pasar por aqui. saludos

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