Por el
día del padre hablaré sobre una de las razones por la que odio al mío.
Mi padre
fue un ferviente simpatizante comunista. Prueba de ello eran los libros “rojos”
que dejó en la biblioteca de la casa luego de que voluntariamente se mandara a
mudar. No llegaban ni a diez: había un par de libros de ensayos, otros
biográficos (como uno del Che Guevara) y también novelas; entre estas últimas,
“La madre” del escritor ruso Máximo Gorki. En la actualidad mi padre es un
desilusionado de la doctrina de Marx. Cuándo y por qué se desilusionó no lo sé
con certeza; tuvo que haber ocurrido después de mi nacimiento porque de haber
sido antes, estoy seguro, no me hubiera arruinado la vida bautizándome con el
nombre de “Gorki”.
Así que
ese es mi primer nombre, lo digo y acepto con dolor. Empecé a sufrirlo desde
niño por culpa de Porky, el chancho ese de Looney Tunes, porque es obvio que
ambas palabras riman y porque “El show de Porky” estaba de moda entre los
chibolos, y los de mi barrio constantemente me cantaban el estribillo de su
canción: “Porky, Porky, nuestro rey, favorito y sin igual”. Eventualmente el
chiste perdió gracia pero cuando creí que mi nombre no provocaría más burlas
entonces se estrenó en la televisión peruana la serie “La vida continúa”[“Life goes on”], donde uno de sus protagonistas era un adolescente con síndrome de
Down llamado “Corky”. Los jodidos que nunca faltan empezaron a hablarme
imitando a un retrasado mental y me apodaron “Obladí” porque la canción que
sonaba al inicio de ese programa era “O-bla-dí, o-bla-dá” de The Beatles. Y
como si con todo eso no bastara, estaban también las clases de literatura en
las que nos tocaba estudiar a escritores rusos, entre ellos al autor de “La
madre”, cuya mención de su nombre hacía que de inmediato mis compañeros
voltearan a verme entre risas. Un recordatorio del origen de mi pesar. Por cierto, aún hasta el día de hoy no he leído esa novela.
Los que
no me jodían y más bien trataban de consolarme, lo hacían diciéndome que debía
sentirme orgulloso por la originalidad de mi nombre, que para nada era común o
corriente. Esa forma de pensar me era útil pero todo se desmoronaba otra vez
cuando al decir mi nombre la otra persona no lo entendía y se lo tenía que
repetir o, peor aún, deletrear. Creo que lo más vergonzoso que me pasó al
respecto fue la vez que un compañero de colegio me presentó a una amiga suya:
-Él es
Gorki- le dijo, y ella dándole un pequeño golpe lo reprendió:
-Oye, no
seas malo, no le digas así.
-Pero ese
es su verdadero nombre- le dijo él mirándome a la espera que yo lo confirmara.
-Así es, así
me llamo- dije sintiendo toda la sangre de mi cuerpo acumulándose en mi cara.
Fue un
momento incomodo para esa chica y para mí; en cambio, por la sonrisa de ese conchesumadre, era obvio que disfrutaba lo que estaba pasando.
Entonces a
la mitad de la secundaria casi me doy de golpes en la pared al darme cuenta de
lo más obvio: ¿por qué carajos no utilizaba mi segundo nombre? O sea “Josué”,
el que escogió mi madre. Supongo que la razón era porque no lo sentía parte de
mí. Absolutamente nadie me llamaba de esa forma, tanto que me costó
acostumbrarme a él. Al comienzo, luego que decidí usarlo, al momento de
presentarme siempre decía algo como “me llamo Gor… Josué”, o cuando me pasaban
la voz con mi “nuevo” nombre yo no respondía porque creía que llamaban a otra
persona.
Ahora para
muchos "Josué" es mi único nombre, y hasta que no tenga una buena razón para
desmentirlo (como el quedarse sin ideas para un nuevo post) no pienso hacerlo.
Sólo una
vez agradecí llamarme “Gorki”. Saliendo de un hotel, al momento que el
recepcionista me devolvía mi DNI, la chica que me acompañaba me lo pidió según ella
para ver cómo había salido en la foto de ese documento. Dudé pero no por mi
foto sino porque a ella le había mentido sobre mis nombres y apellidos.
Finalmente se lo di, ella lo vio y obviamente se sorprendió, pero antes de que
me dijera cualquier cosa yo ya estaba diciéndole la excusa que se me acababa de
ocurrir, que no le había dicho mis verdaderos datos porque me avergonzaba mi
nombre, y le conté los traumas que me había causado. Exageré, claro, pero
afortunadamente ella se lo creyó y me perdonó la mentira.
Tony era como cualquier otro alumno
universitario pero con sólo verlo y escucharlo decir unas palabras uno se daba
cuenta que la inocencia que transmitía no era normal. Se presentaba siempre con
un robótico “ho-la-soy-To-ny” para luego mirarte perplejo, a través de sus
lentes de lunas gruesas, a la espera que le dijeras tu nombre, el que olvidaba
rápidamente si no llegabas a ser uno de sus amigos. Los que por supuesto tenía,
y muchos, en su mayoría mujeres, incluso a veces daba la sensación de que se
conocía a todas las chicas de la facultad porque a todas saludaba por su nombre
a lo que ellas respondían con un especial cariño. Aunque no siempre, y es que Tony
al parecer era tan inocente que ni se daba cuenta de cuando tenía una erección
y feliz seguía su camino por los pasillos sin molestarse en ocultar el bulto de
su entrepierna, y abrazando a sus amigas incómodas. Nosotros, los envidiosos de
que tuviera tantas amigas, entre ellas la alta, esbelta, tetona y sobrada de Marta,
estábamos seguros que Robotito (así le decíamos por su forma de hablar) no era
más que un pendejo que se hacía el cojudo para caerle bien a las chicas. Seguro
es tan pajero como nosotros, nos decíamos y hubo quienes lo quisieron
demostrar, o al menos saber cuál sería su reacción al ver una porno. Y el
experimento sucedió un día en el laboratorio de cómputo cuando con engaños lograron sentar a Tony frente a una pc y
hacer que le diera doble click a un archivo de video. Todos los que estábamos
ahí en otras computadoras dejamos de hacer lo que estábamos haciendo y
prestamos atención a lo que sucedía. Pobre Tony, qué habrá pensado al ver esas
imágenes porque en menos de un minuto salió corriendo del laboratorio diciendo
“no no no…”.
Cynthia, una compañera de la facultad,
resultó ser su amiga también, lo que no sabía hasta que una vez conversando a
solas con ella se apareció Tony de la nada y la saludó con familiaridad. A mí
en cambio me desconoció completamente y me soltó su típico “ho-la-soy-To-ny” y
a punto estuve de decirle otra vez, como otras tantas, “hola, soy Josué”, pero
le quise demostrar a Cynthia lo “ingenioso” que yo podía ser y entonces, acordándome
que esa noche con mis amigos íbamos a ver el episodio 3 de Star Wars en el cine,
dije “hola, soy Anakin Skywalker”. “Mu-cho-gus-to-A-na-kin”, me dijo Tony
mientras nos estrechábamos las manos y yo sonreía. Al ver a Cynthia supe por su
mirada que mi broma no le había gustado nadita; tomó a Tony del brazo y se lo
llevó a otra parte sin despedirse mi, en cambio él sí lo hizo: “chau-A-na-kin”.
Fui un imbécil, lo sé.
Tony acabaría la carrera sin mayores
inconvenientes, como cualquier otro alumno universitario.
Días
complicados. Mientras hallo tiempo y energías para volver a escribir, les dejo
esta historia de cronopios y de famas de Julio Cortázar:
La foto
salió movida
Un
cronopio va a abrir la puerta de calle, y al meter la mano en el bolsillo para
sacar la llave lo que saca es una caja de fósforos, entonces este cronopio se
aflige mucho y empieza a pensar que si en vez de la llave encuentra los
fósforos, sería horrible que el mundo se hubiera desplazado de golpe, y a lo
mejor si los fósforos están donde la llave, puede suceder que encuentre la
billetera llena de fósforos, y la azucarera llena de dinero, y el piano lleno
de azúcar, y la guía del teléfono llena de música, y el ropero lleno de
abonados, y la cama llena de trajes, y los floreros llenos de sábanas, y los
tranvías llenos de rosas, y los campos llenos de tranvías. Así es que este
cronopio se aflige horriblemente y corre a mirarse al espejo, pero como el espejo
esta algo ladeado lo que ve es el paragüero del zaguán, y sus presunciones se
confirman y estalla en sollozos, cae de rodillas y junta sus manecitas no sabe
para que. Los famas vecinos acuden a consolarlo, y también las esperanzas, pero
pasan horas antes de que el cronopio salga de su desesperación y acepte una
taza de té, que mira y examina mucho antes de beber, no vaya a pasar que en vez
de una taza de té sea un hormiguero o un libro de Samuel Smiles.