sábado, 29 de diciembre de 2012

Abotonar una camisa

Algunos crecieron llamando a sus profesoras “miss”. Yo soy de quienes las llamaban “señorita”. En el nido y en la primaria, y creo que también en la secundaria, cada una de mis profesoras fue “señorita” y no “miss”. Sé que significa lo mismo pero ¿por qué usar una palabra en inglés?
Bueno,  a lo que iba: tenía yo cuatro años y estaba en el nido...
La señorita Susana estaba haciendo preguntas, algunos alumnos levantaban alegremente las manos, la señorita Susana los anotaba en su cuaderno, y yo, distraído, no entendía qué estaba pasando. Pero sí sentía que me estaba perdiendo de una oportunidad, así que en la siguiente pregunta levanté mi mano automáticamente apenas la señorita Susana terminó de hablar, sin ni siquiera prestar atención a sus palabras. Esto no me preocupó en ese momento porque la señorita Susana nos avisó, a nosotros los anotados en su cuaderno, que hablaría con nuestras madres cuando vinieran a recogernos a la hora de la salida. En casa mi mamá me preguntó con un tono burlón si sabía qué era un concurso de glotones, y le respondí que sí: le había entendido concurso de botones así que supuse que lo que tenía que hacer era contar una cantidad de botones o abotonar una camisa lo más rápido posible. Llegó el día del concurso en el que competiría contra otros cuatro alumnos del nido, y entonces alguien tocó un silbato. En frente de mí, sobre mi mesa, no había una vasija con botones ni una camisa sino un plátano, un pan francés, un paquete de galletas y un vaso de chicha. Era obvio que tenía que comer todo eso y empecé a hacerlo con la calma de quien tiene que comer un plátano, un pan francés, un paquete de galletas y beber un vaso de chicha en circunstancias normales. Cuando iba a la mitad del plátano (y el resto de alimentos permanecían intactos) sonó el silbato otra vez porque el concurso tenía ya su ganador. En la premiación me sentí doblemente frustrado porque había perdido y porque no sabía por qué había perdido.
Fue probablemente la primera gran frustración de mi vida, pero sí que me sirvió de entrenamiento para lo que vendría poco después.
Ya desde esa época sabía de por sí, con el poco entendimiento del mundo propio de mi edad, que las cosas no andaban muy bien en mi casa, o al menos no tan bien como en la de Héctor, mi amigo y vecino. Me bastaba con comparar mis juguetes con los suyos para darme cuenta. ¡Cómo envidiaba sus Legos! ¡Y su auto fantástico que hablaba! Le apretabas un botón y soltaba una frase en inglés con todo y encendido de su luz delantera, al igual que en la serie. Pero lo que más envidiaba era sus juguetes de los Transformers, dibujo animado sensación para la chibolada de aquellos días.
No menciono mis juguetes porque no quiero dar pena.
En el nido lo mismo: mis compañeros jugando con sus Transformers en el recreo, y yo sufriendo viéndolos. Por suerte apareció Lili para hacerme olvidar un poco de ese asunto, y no por lo que uno pueda imaginarse sino porque, aunque suene contradictorio, ella también tenía su Transformer. Esto era algo que no nos cabía en la cabeza ni a mí ni a mis compañeros: qué hacía una niña jugando con un robot, nos preguntábamos. Las otras niñas del nido parecían validar nuestros prejuicios con sus juegos de muñecas y cocinitas; y de paso con su odio a los robots. Cómo sea, el asunto es  que, aburrida de ellas, y hasta cierto punto discriminadas por ellas también, Lili se pasó a nuestro bando y desde entonces pasaría el recreo con nosotros jugando a los Transformers o hablando emocionada del episodio más reciente de la serie, y disfrutando además de algunos de nuestros juegos más físicos y toscos.
Y también contribuiría a nuestras burlas hacia el grupo de las niñas. Nuestras burlas que en sí eran producto de nuestra piconería al querer pasar más tiempo con ellas y no saber cómo hacerlo. Un día Alejandro se les acercó y simplemente fue al grano: ¿puedo jugar con ustedes?, les preguntó. Las niñas se apartaron un poco para deliberar, y luego de unos minutos le dieron la respuesta: sí, pero con la condición de que él se convirtiera en su esclavo. Alejandro no lo pensó dos veces y aceptó. Pronto lo vimos haciendo de mozo para ellas llevándoles sus tacitas de té, haciendo de niñera de sus muñecas, o también de mascota andando en cuatro patas y ladrando;  o a veces no era un perro sino un caballo llevando a una niña en su espalda. Como sea él era feliz, insanamente feliz.
***
El Auto Fantástico, intro
Transformers, intro

domingo, 16 de diciembre de 2012

Miedo a las arañas

Nunca he sido un tipo listo. He sido bueno en matemáticas, pero eso no tiene nada que ver. Además que tampoco era tan bueno; sólo más o menos, y eso. El colegio me hizo creer que la “rompía” en números, pero en la CEPRE-UNI me di cuenta que había estado viviendo una mentira. De los 20 de nota en mi etapa escolar pasé de pronto a los 04 en la preuniversitaria. Recuerdo cómo competíamos yo y un grupito de mi aula de la CEPRE-UNI, que se sentaba a mi alrededor, a ver quién se había sacado la mayor nota en el examen más reciente; y empezábamos: yo saque 04.07, yo saque 04.61, yo 04.35… y así comparábamos nuestras centésimas. Patético. Tan patético como el no ingresante a la universidad que dice que sólo le faltó un punto, que, por dar un ejemplo, sacó un 11 cuando necesitaba un 12; suena a que no le faltó nada pero en realidad hablamos de 100 centésimas de diferencia, los que pueden hacer que quien sacó 11.00 esté decenas de postulantes por detrás de quien sacó 12.00. Ya ni hablemos de los que dicen que les faltaron “sólo” dos puntos.
Digo que no soy un tipo listo porque me cuesta entender lo que pasa a mi alrededor. Para muchos entender qué está pasando, llegar a una conclusión e incluso tomar una decisión, es cuestión de una fracción de segundo. Para mí cerebro es una tarea titánica que en el mejor de los casos le toma un par de minutos, pero en los peores: meses, hasta años. Y no exagero. Hace un par de días comprendí que aquella chica en el gimnasio quería conversar conmigo y no simplemente, como yo supuse entonces, ocupar la máquina que yo estaba utilizando. Y eso pasó hace dos años.
Ella, de nombre Gabriela, era una chica en sus primeros 20, mediana estatura y con unas nalgas y un busto bien puestos. Pero llenita, aunque no se trataba de grasa acumulada sino que así era su contextura física; digamos que su falta de cintura era algo de nacimiento. En resumen, tenía lo suficiente como para que uno se distraiga viéndola, más aun si tenemos en cuenta lo coqueta que era.
Yo tenía 28 años y justamente había sido mi edad el motivo por el que estaba en ese gimnasio. Aún no asimilaba el hecho de que me faltaba poco para cumplir 30 (ya los cumplí y sigo sin creerlo), y esa sensación empeoró cuando en un encuentro casual con algunos compañeros de promoción de colegio noté lo acabado que se veían la mayoría: cansados, con sobrepeso, aburridos. Ese estado en algunos de ellos, me enteré a oídas, era por un tema de demasiadas borracheras, cigarros y juergas en su vida; y en los otros, porque me lo dijeron ellos mismos, por el matrimonio:
-¿Aún no te casas, Souza? ¿Aún no tienes hijos, Souza? ¿No? Bien por ti, hermano. Cómo te envidio. No vayas a cometer ninguno de esos errores. Te vas a cagar la vida.
A mi que por lo general no me gusta recibir consejos (ni mucho menos darlos) tomé muy en serio esas palabras, y aún lo hago.
Ese mismo día, más tarde y ya en mi casa, calato frente al espejo comprendí que mi cuerpo se estaba deshaciendo y perdiendo forma por eso de que los años no pasan en vano. Era testigo de una gordura extraña, donde mis brazos, piernas y pecho seguían siendo puro hueso y toda la grasa se empezaba a acumular sólo en mi abdomen. Un feo espectáculo definitivamente y decidí entonces que si es que llegaba a los 30 tenía que ser en la mejor condición posible. Así que días después aprovechaba una buena oferta por 4 meses en el gimnasio más cercano a mi casa, el Energym de la avenida de El Ejército.  
De los 4 meses fui sólo 2. Fue ahí donde conocí a Gabriela de quien me di cuenta en mi primer día nomás que era amiga de todos los chicos y de los instructores. Cómo olvidar las veces en que yo pedía ayuda a algún instructor sobre tal o cual rutina y éste me decía señalando a otro socio ejercitándose: “”¿Ves lo que está haciendo ese chico? Ok. Haz lo mismo que él”. Pero si era Gabriela o cualquiera de las otras socias las que necesitaban ayuda, hacían ahora sí su trabajo: instruir, y con tal esmero que ya sólo les faltaba agarrarles con ambas manos el culo a las chicas y bajarlo para enseñarles a hacer sentadillas.
Decía que ella se hablaba con todos. Cierto, con todos pero obviamente menos conmigo. Yo tendría que haber vuelto a nacer para ser el que diera el primer paso, así que ella lo hizo. Yo me ejercitaba sentado en una máquina para fortalecer las piernas cuando se me acercó:
-¿Compartimos la máquina?- me dijo ella coqueta, lo que yo tomé como una coqueta forma de apurarme para cederle el sitio. Intimidado le mentí:
-Me falta una y acabo- dije cuando en realidad me faltaban como 10 levantamientos (de pesas con las piernas).
“Acabé”, le cedí mi lugar y me alejé. Y esa fue la única vez que hablamos.
Hace poco cerraron ese gimnasio porque ese espacio lo van a convertir en un edificio de departamentos. Pasando por ahí fue inevitable no recordar, y entre esos recuerdos tenía que estar ella echada levantando pesas y mostrando el escote, o en cuclillas endureciendo sus glúteos; y también lo social, alegre y extrovertida que era con todos los chicos. Fue entonces que comprendí que también ella había intentado ser todo eso conmigo. Merecidamente me metí un lapo a mí mismo por imbécil.
Algo de resultado tuvieron en mi cuerpo esos dos meses, además que desde entonces trato de alimentarme lo mejor posible. Poco después de abandonar el gimnasio compré dos pesas  para más o menos seguir ejercitándome en casa. Al comienzo las levantaba en las mañanas y en las noches. Luego sólo en las noches. Luego dejé de hacerlo. Aquí están debajo de mi escritorio habitadas ya hace varias semanas por una araña. Les tengo miedo a las arañas así que medio distraído escribo esto porque estoy atento a sus movimientos y a los de mis pies.
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