domingo, 31 de julio de 2011

Amables recordatorios de su parte

Cuando finalmente Mario Vargas Llosa dejó de ser “usted” para ser “Mario”, después de varios pero amables recordatorios de su parte, me sentí con la confianza de hacerle la pregunta que, desde el inicio de nuestra conversación, tenía en mente:
-Mario, ¿recuerdas aquella vez que fuiste a la UNI* a que te condecoraran, o algo así, y el escándalo que hizo un alumno en tu contra?
Dudó unos instantes haciendo un gesto como quien trata de recordar algo, pero su respuesta final fue que no, agregando que varias veces le había pasado lo mismo. Me pidió que le contara más detalles así tal vez lo recordaría; quiso saber además si es que yo había estado presente.
-Pues que estaba en la UNI, sí, porque yo estudiaba sistemas ahí en ese tiempo, pero no precisamente en tu ceremonia. Lo vi en la tv, ese mismo día en la noche; salió en todos los noticieros y más o menos todos pasaron lo mismo: apareces tú acercándote al rector a recibir un diploma o una medalla o algo así, no recuerdo bien, y justo cuando te lo da se empiezan a escuchar gritos, entonces la cámara voltea rápido buscando de dónde venía esa bulla hasta que logra enfocar al alumno que te mencioné, pero ya los de seguridad lo estaban sacando a la fuerza del auditorio; igual él no dejaba de gritar: “¡neoliberal!, ¡neoliberal!”. Entonces aparece él, ya afuera del auditorio, respondiendo a la prensa; aunque eso de respondiendo es un decir porque a cualquier pregunta que le hacían él respondía lo mismo: “¡es un neoliberal!, ¡es un neoliberal!”.
Aun con los detalles que le acababa de contar, Mario no pudo recordar nada de aquel día. Entonces, con un gesto inquisidor y sonriente a la vez, me preguntó si es que yo había tenido algo mucho más importante que hacer en ese momento como para no asistir a esa ceremonia. Me tomó por sorpresa, y aunque la verdad era que no recordaba exactamente el por qué, no le dije simplemente “no me acuerdo”, por temor a que no me creyera; me pareció más prudente mentir:
-Sólo las autoridades de la universidad podían ingresar al auditorio- fue lo primero que se me ocurrió.
Sin dejar de sonreír insistió, “y a aquel muchacho ¿cómo ingresó?”. Era obvio que en tono de broma Mario trataba de ponerme en aprietos, poniendo a prueba el “soy su mayor admirador” que le dije al inicio de nuestra charla. Igual yo no quería ceder; me acordé, ahora sí, de información clave:
-Es que aquel no era un simple alumno; era un dirigente estudiantil también. Aún recuerdo su nombre y apellido: Ulises Córdoba- y para darle más pruebas de que no estaba mintiendo, sin darle tiempo a que hiciera más preguntas, le empecé a hablar sobre Ulises:
“Lo conocí en mis primeros días en la UNI. Aún yo no me hablaba con nadie así que entre clase y clase, como no tenía nada qué hacer, paraba en la salita de cómputo del consejo estudiantil, a la que podía entrar cualquier alumno. Ahí él me pasó la voz. No sé cómo supo que yo era cachimbo*; mi cabello estaba normal, no me lo había rapado como los otros. Entonces me dio la bienvenida a la universidad, se presentó, me dijo que era dirigente y me empezó a explicar qué era el consejo estudiantil: para qué servía, cuáles eran sus propósitos, sus funciones, ese tipo de cosas. Ahora, a partir de ahí, yo la verdad dejé de escucharlo. No porque estuviese aburrido o no quisiera hacerlo, sino que su forma de hablar, sus gestos, todo en él me distraía, y es que se le veía tan… inocentón, hasta algo bobo diría yo, que me costaba creer que esa persona que me hablaba fuera un dirigente y que tuviese alguna especie de autoridad en la facultad. Empecé a pensar que tal vez todo ese asunto de la dirigencia era algo de adorno, que sonaba y se veía bonito pero que en sí no importaba mucho en la universidad. Entonces yo seguía distraído pensando esas cosas mientras él me seguía hablando, hasta que me dio la mano y se despidió, y lo hizo diciéndome que no olvidara que el consejo estudiantil estaba para velar por mis derechos y de todos los alumnos.
“De ahí en adelante nos cruzaríamos varias veces, y normal, nos saludábamos. Aunque no llegamos a ser amigos. Difícil que lo fuéramos porque no llegamos a estudiar ningún curso juntos; él me llevaba varios ciclos por delante. Igual me lo encontraba seguido en las horas libres de estudio, que eran en las mismas aulas sólo que en las horas en las que no había clases. Cualquiera podía entrar y ponerse a estudiar, solo o en grupo. Cuando él estudiaba solo pasaba desapercibido, uno ni se daba cuenta que él estaba ahí; pero cuando lo hacía en grupo la historia era otra cosa: tenía una facilidad para reírse, le decían cualquier cosa y ya estaba que se moría de la risa. Y eso que la mayoría de las bromas de sus amigos estaban dirigidas a él, pero igual Ulises no perdía el sentido del humor, no sé si porque tenía mucha correa o porque no se daba cuenta que le estaban tomando el pelo.  
“Como sea, hasta ahora ni rastros del muchacho que quiso arruinar tu premiación, ¿no? Bueno, la primera vez que vi a Ulises en su faceta rebelde fue un día de clases en la  mañana. Todo transcurría con normalidad hasta que una voz, aparentemente por micrófono, se empezó a escuchar en toda la facultad, reclamando del por qué las autoridades no construían un comedor para los alumnos, y recalcaba  que la UNI era una universidad nacional, por ende del pueblo, y que por eso tenía que darle todas las facilidades a sus alumnos. Al comienzo no reconocí esa voz porque se escuchaba muy distorsionada, porque gritaba y por el aparato en sí que luego supe no era un micrófono. Yo estaba en plena clase y ya varios, incluso el profesor, casi salimos del aula a ver qué pasaba, pero nos dimos cuenta que esa voz se estaba acercando. Y entonces veo a Ulises, megáfono en mano y a todo pulmón, paseándose por los pasillos.
“Por supuesto me sorprendió ver a un Ulises irreconocible, pero mi preocupación por él fue mayor porque estaba seguro que algún profesor lo detendría, que lo llevaría donde el decano o rector, y que lo terminarían expulsando. Pero nada de eso pasó. Ulises siguió protestando un buen rato todo lo que quiso, hasta que se cansó supongo, y ya sin bulla, el profesor nos empezó a hablar del consejo estudiantil, y no en muy buenos términos. Nos contó que otro curso que él enseñaba, ahora en ese ciclo lo dictaría menos horas a la semana, y todo por la queja de algunos alumnos que les pareció que eran muchas horas. ¿A dónde fueron a quejarse esos alumnos? ¿Quién o qué le recortaría las horas a ese profesor? El consejo estudiantil. Así de poderoso resultó ser. ¿Recuerdas que creía que era algo de adorno y sin importancia? Pues estaba completamente equivocado.
“Ahora, volviendo a Ulises, pensé que era un caso aislado, no recuerdo a otros dirigentes de mi facultad haciendo la bulla que él hacía, así que pensé que sus reclamos quedarían en nada. Verás, la UNI es grande y mi facultad tenía su propia entrada por donde yo iba y venía todos los días, así que ni enterado estaba que los reclamos de Ulises se repetían en los consejos de las demás facultades, y de que algo grande se estaba armando. Hasta que otro día, un alumno (dirigente, claro), entra a mi clase y le dice al profesor que estaba ahí: “profesor, por favor, tome sus cosas y retírese. Los consejos estudiantiles estamos tomando la universidad”.   
“Entonces el profesor, sin preguntar nada ni quejarse, pero sí con cara de pocos amigos, tomó sus cosas y se fue. Y a los alumnos que nada teníamos que ver con el consejo nos dijeron lo mismo. Era una experiencia totalmente nueva para mí, y por eso no podía creer lo que estaba pasando, tanto así que estaba seguro que al día siguiente todo ya estaría solucionado. Pero no fue así. Yo igual seguí yendo los siguientes días y ahí seguían un montón de alumnos atrincherados en las entradas de la universidad, sin dejar entrar prácticamente a nadie. Luego empecé a ir interdiario, después semanalmente, hasta que dejé de hacerlo cuando vi a todo un contingente de policías en los alrededores. Parecía inminente que en cualquier momento se iba a producir un enfrentamiento. Entonces empecé a ver los noticieros a diario creyendo que de producirse un intento de desalojo de hecho aparecía en algún reportaje. Pero nada, ni una sola noticia sobre la UNI, lo que resultó un inconveniente bastante conveniente para mí, porque le dije a mi mamá: “mamá, sólo volveré a la UNI cuando en las noticias digan que se acabó la toma de la universidad”. Y así pasaban los días y mi mamá me preguntaba: “¿salió algo?”, y yo: “todavía nada”, hasta que me preguntó: “¿pero no tienes amigos a quienes llamar y preguntar?”, y yo: “no tengo el teléfono de nadie”,  lo que era cierto porque la verdad era que no tenía amigos en la UNI. Hasta que una mañana ya mi mamá sin preguntarme nada simplemente me obligó a ir a ver cómo estaban las cosas en la universidad. Fui confiado de que todo seguía igual pero cuando llegué, pues… toda había vuelto a la normalidad, desde un par de días antes, según me contaron.
“Así que, más o menos en total, fueron dos meses de toma.”
-¿Tuvieron éxito los consejos estudiantiles?- Me preguntó Mario con un interés y con unas ansias moderadas que demostraban cuál era la respuesta que quería escuchar. Para su alegría la respuesta fue que sí, habían triunfado; se iba a construir el comedor.
“Pero ahí no acaba la historia”, le dije, y pude notar cierta emoción en él (seguramente le estaba haciendo recordar sus años como universitario rebelde y revolucionario).
-Llega el día de la inauguración del comedor. Ahí estaban todos los consejos estudiantiles, todas las autoridades de la universidad, y la primera cola de alumnos que recibirían su almuerzo. Y al frente de la cola, algo así como un guía que les explicaría el procedimiento. Entonces pasa el primer alumno, coge su bandeja y cuando se disponía a ir a la zona donde servían las comidas, el guía le corta el paso y le dice que faltaba algo: tenía que pasar por caja y pagar un sol*. Y se armó la revuelta otra vez ahí mismo.
-¿En serio? ¿Estuviste ahí?
-No, no estuve, y no sé si paso así exactamente, fue lo que me contaron. Pero, efectivamente, la universidad quería cobrar un sol por la comida. Por eso otra vez Ulises con el megáfono llamaba a la unión de todos para pelear por el derecho a que la comida del comedor sea gratuita. Días después los consejos volvían a tomar la universidad. Y casi otros dos meses después las clases volvían a la normalidad, con el comedor brindando desayuno, almuerzo y cena completamente gratis.
Mario me preguntó si es que todo eso había sucedido antes o después de la vez que él fuera a que lo condecorarán. Le dije que antes, y me preguntó si es que hubieron más tomas o actos de protestas, y qué había sido de Ulises.
-No lo sé. A mi familia no le gustó para nada eso de que perdiese clases tan seguido, así que juntando unos ahorros me sacaron de la UNI y me mandaron a una universidad privada, donde las mayores preocupaciones de su consejo estudiantil eran organizar viajes, a las que sólo iban sus miembros, y organizar la fiesta de fin de año.
-Vaya…- me dijo, y luego de una breve pausa cambiamos de tema.




NOTAS:
*UNI: Universidad Nacional de Ingeniería
*Cachimbo: Alumno que recién ingresa a la universidad. Es costumbre que se rapen la cabeza.
*Un sol: Moneda del Perú. Por ese valor es posible comprar dos paquetes de galletas, o pagar el bus, o alquilar una hora de internet.

domingo, 24 de julio de 2011

Los ineptos policías

Arturo fue el primero:
-Voto por mí- dijo.

La teleserie se llamaba “Carrusel” y en esencia trataba del día a día de los alumnos del primer grado de una escuela primaria en México. Claro que las situaciones no podían ser tan cotidianas si se quería mantener enganchado a su público objetivo, el infantil, por lo que la cuota de aventura y momentos poco realistas estaba siempre presente. Así que no sorprende, pues, que los varoncitos de ese primer grado formaran una especie de pandilla (algo así como el club de Toby, de la pequeña Lulú) a la que llamarían “La Patrulla Salvadora”, y que por aquellos días, en uno de los episodios más recientes, juntos como patrulla rescatasen a una compañerita secuestrada; nada menos.
La serie era un éxito en México y en toda Latinoamérica. Muchísimos niños la seguían, entre ellos, desde Lima, Arturo, quien emocionado al ver el final de ese episodio (los niños, luego de recibir las felicitaciones de los ineptos policías, salían de la casa del secuestro escoltando a la niña liberada, ovacionados por familiares, la prensa, y multitud de curiosos transeúntes) pensó que sería una buenísima idea que él y sus amigos formaran una pandilla también. Eran vecinos de la segunda cuadra de la calle Larco Herrera, del distrito de Magdalena.

Horacio fue el siguiente:
-Voto por Sebastián- dijo.

Pero Arturo no pensó “luego les pregunto”, sino “luego les aviso”; él ya había tomado la decisión por todos. No es que fuera prepotente, simplemente era un líder nato; orden que les dada a sus amigos, orden que se ejecutaba, sin que nadie se atreviera a protestar públicamente, y no era por temor a alguna represalia física, porque todos eran más o menos de las mismas tallas y contexturas, era la personalidad de Arturo que se imponía sin la necesidad de amenazas. Claro, para el promedio de edad que tenían él y el resto del grupo, siete años, el liderazgo era un concepto aún lejano de comprender.

Turno de Juan:
-Sebastián- dijo.

Por supuesto los amigos de Arturo también veían “Carrusel”, y también habían quedado muy emocionados cuando vieron aquel episodio, así que cuando escucharon su propuesta (orden) estuvieron de acuerdo sin pensarlo dos veces, y empezaron a dar ideas: “le pondremos el nombre más chévere”, “cada uno tendrá un apodo”, “hay que inventar un saludo especial”, “crearemos un reglamento”… “elegiremos un jefe”, aportó Arturo.

Ahora Oscar, hermano mayor de Juan:
-Por Sebastián- dijo.

Arturo era tan querido y apreciado como cualquier otro miembro del grupo, pero como nada es perfecto, lo que no gustaba de él a los demás (salvo a Saúl), era esa tendencia a mandar. Por suerte para los “oprimidos”, ahora más que nunca, tenían la oportunidad de darle fin a esa hegemonía, y en una reunión secreta se pusieron de acuerdo.

Le tocaba a Saúl, hermano menor de Arturo:
-Voto por mi hermano- dijo.

Para la elección del líder no iban a ver candidatos fijos; todos lo serían, simplemente cada uno, cuando le llegase su turno pronunciaría el nombre de su favorito. A Horacio, Oscar y Juan, les parecía que el indicado para asumir tal cargo debía ser Sebastián. Se lo dijeron en la reunión secreta y le explicaron por qué: él, además de estar de acuerdo en todo, se mostraría como el más harto de la aptitud de Arturo, criticándolo de la forma más dura posible que un niño puede hablar mal de otro. Entonces, después que por orden alfabético votaran los demás, el conteo iba 3 para Sebastián, 2 para Arturo, y le llegó el turno a “Sebas”; el triunfo de los conspiradores era inminente:
-Arturo- dijo.
Horacio, Oscar y Juan no tuvieron tiempo de sorprenderse porque de inmediato Arturo les decía cómo romper la igualdad: "Sebas y yo estamos empatados, ¿no? Pero él votó por mí, así que lo justo es que yo sea el ganador", les dijo.
Hubo silencio y rostros confundidos, y mientras Arturo volvía a explicarles su lógica, Sebastián trataba de entender por qué había cambiado su voto a último momento, por qué de pronto se sentía así ante la presencia de Arturo, tan débil, tan cobarde.


domingo, 17 de julio de 2011

La corbata en el bolsillo

Sebastián no era un rebelde sin causa con tendencias autodestructivas, ni mucho menos alguien que mantuviese en vilo a los miembros de su familia. Éstos no tenían de qué preocuparse siendo él uno de los primeros puestos de su clase y con una calificación en conducta casi perfecta. Pero lo cierto es que, al igual que otros adolescentes, Sebastián tenía esa tendencia a ahogarse en un vaso de agua creyéndose el eterno incomprendido, echándole la culpa al resto del mundo por los problemas que lo aquejaban. Fácilmente se resentía, y esto, a diferencia de los que él llamaba “típicos adolescentes rebeldes” (en su afán de diferenciarse), se acentuaba mucho más en él, porque aquellos no tenían problemas en expresar su disconformidad, en cambio él enmudecía completamente dejando que sus rencores y odios se acrecentaran en su interior. De no haber cambiado de aptitud, lo más probable es que Sebastián hubiera terminado el colegio con úlceras, problemas en el hígado y el corazón.
Fue en 1997, cuando Sebastián cursaba el tercero de secundaria, que se produjo tal cambio.
Se acercaba el día del padre de aquel año y, consecuentemente, se acercaba también la ceremonia del día del padre de aquel año en su colegio, el salesiano Rosenthal. Al profesor apodado como La Piedra (por los huesos angulosos y prominentes de su rostro) le habían dado la orden de seleccionar al alumno que daría el discurso para la ocasión. ¿Quién fue el elegido? Exacto, Sebastián. Ahora resulta que Sebastián tenía una semana para escribir un discurso que resalte las virtudes de un padre. Pero ¿en qué ejemplo de virtud iba a basar su discurso si no veía a su papá desde que era un infante? ¿Cómo hablar sobre el amor y respeto que un hijo debería tener hacia su padre si él odiaba al suyo? ¿Cómo podría luego llamar hipócrita a la sociedad si él, dando ese discurso, se convertiría en un hipócrita más? Y ¿por qué carajo no le dijo a La Piedra todo eso? Porque si el profesor lo hubiera sabido no le habría pedido que dé ese discurso, ¿verdad? No, no era verdad, y Sebastián lo supo horas después cuando fue a hablar con La Piedra: con o sin padre, la decisión ya había sido tomada, además, “nadie sabe lo de tu papá”, le dijo. Cojudo*, o más bien huevón* (si es que huevón es más que cojudo en niveles de asombro) quedó Sebastián ante tal contundente y pragmática justificación; tan insensible como cierta. Al verlo así, La Piedra tuvo algo de compasión por su alumno y le dijo como consuelo que no se preocupara por escribir nada, que él lo haría y que luego le pasaría el texto.
Entonces se le ocurrió a Sebastián sabotearse así mismo el día del ensayo. Si La Roca no lo iba a reemplazar por otro, estaba seguro que el cura director sí lo haría al escucharlo leer tan mal. Al cura director le importó un bledo su mala performance, es más, a la mitad lo interrumpió, le dijo en voz alta “ok”, y pidió que los siguientes en ensayar pasaran al escenario. Sorprendentemente, Sebastián no se desmoralizó. La aptitud del cura director le había dado una esperanzadora sospecha, pero tendría que esperar el momento mismo de su lectura en la ceremonia para corroborarla.
Llegado el día D (un sábado en la noche), y luego que el presentador lo anunciara, Sebastián subió y se dirigió al centro del escenario, mirando a cualquier parte menos al público, teniendo cuidado de no tropezarse con algún cable. Frente al micrófono, un suspiro y leve carraspeo le hizo saber que todo estaba funcionando bien. Abrió el fólder que contenía el discurso y empezó a leerlo, esforzándose en hacerlo lo mejor posible. Luego del fin del primer párrafo, alzó un poco la mirada y vio a los asistentes: más o menos medio millar de personas aglomeradas en el patio de la secundaria del colegio, entre gente sentada y de pie, entre padres de familias y otros familiares, alumnos, profesores y autoridades del colegio; y prácticamente nadie prestándole atención. Recordó al cura director en el ensayo, y confirmó entonces su sospecha: a nadie le importaba ese discurso. Siguió leyendo, ahora sin tener en cuenta cómo lo hacía, mientras terminaba de entender que sólo era un alumno más frente a un micrófono, leyendo un pedazo de papel; así de simple era la situación. Sin saber exactamente cómo, creyó haber encontrado la solución a la gran mayoría de sus problemas, y conteniendo su euforia procuró terminar lo más pronto posible.
El Sebastián que bajó del escenario era alguien distinto del que subió. Consciente de ello, Sebastián sólo lamentó no haberse atrevido a realizar algunas de las ideas que pasaron por su cabeza mientras leía, ya despreocupado, el discurso.
A finales de 1999, cuando se enteró de que daría el discurso de despedida a nombre de su promoción, en la clausura del año escolar, recordó esas ideas.
Luego de unos primeros minutos de lectura, con la más completa y total solemnidad, Sebastián hizo una pausa extraña, gesticulando con el rostro como si algo le incomodara. Suspiró y volvió a hablar:
-¿Saben qué? Hoy es mi último día en este colegio, al igual que mis compañeros de promoción, y no quiero aburrir a nadie…- Cogió el papel de su discurso formando una esfera con ella, la que introdujo en el bolsillo derecho de su pantalón, cerró el fólder que contenía ese papel y se lo puso debajo del hombro del mismo lado. -… Han sido años con sus cosas buenas y malas, como todo en esta vida…- Se quitó y guardó la corbata en el bolsillo izquierdo del pantalón, y se desabrochó el botón del cuello. -… Pero igual, estoy seguro que no olvidaremos el tiempo que hemos vivido aquí…- Sacó el micrófono de su sostenedor y dio unos pasos adelante. -… Por eso, sin más, solo quiero agradecerles a todos los profesores y sacerdotes por enseñarnos tanto. Y a mis compañeros decirles que les deseo lo mejor; se lo merecen muchachos. Muchas gracias.
Finalizó el discurso y empezó un estruendo de gritos y aplausos proveniente de sus compañeros de la promoción 99, los únicos que se mostraron felices porque el resto, especialmente curas y profesores, no vieron con tan buenos ojos tanta improvisación. Y trasgrediendo aun más el protocolo, en vez de salir por el lado izquierdo, Sebastián, luego de entregarle el micrófono al presentador, bajó por la parte delantera del escenario con un pequeño salto y fue directo hacia sus compañeros, quienes lo recibieron aun con más bulla.
En su casa, horas después, cuando se despojaba de su terno, sacó todo lo que tenía en los bolsillos. Encontró, arrugadísimo, su supuesto discurso. Supuesto porque del discurso propiamente dicho sólo tenía escrito las únicas líneas que leyó ese día; lo que seguían eran pautas de los gestos que tenía que realizar, y las frases que no habían sido improvisadas sino memorizadas en los días previos, cuando ensayaba en su habitación lo que tenía planeado. Lo contempló brevemente y se preguntó si es que no era contradictoria la seriedad impuesta a ese plan, siendo él alguien que había aprendido, en aquel lejano discurso del día del padre, a no tomarse demasiado en serio así mismo. No tardó en desdeñar esa pregunta y guardó el papel en un cajón. Más tarde decidiría qué hacer con él.


NOTA:
* cojudo y huevón (en Perú, no sé si en otros países): tonto, bobo, lelo, estúpido 

domingo, 10 de julio de 2011

Una impaciente farmacéutica

Sin más alternativas a dónde ir, Sara y Sebastian acordaron que irían al Starbucks del óvalo Gutiérrez, en Miraflores, a estudiar para el examen que tenían al día siguiente en la facultad. Sara, clienta asidua de la franquicia, fue quien propuso la idea, y Sebastián la aceptó de inmediato. Él nunca antes había entrado a un Starbucks, pero sí había podido ver, a través de las ventanas de algunos de sus locales, cómo era el ambiente adentro. Le gustaba su estilo, que él consideraba cálido y elegante, y le fascinaba el hecho de que los clientes no iban simplemente a tomar una taza de café y conversar; los había visto leyendo libros, periódicos, revistas; escribiendo en cuadernos y laptops; entretenidos manipulando algún dispositivo electrónico, como un celular o una consola de videojuegos portátil; siempre con la más completa y total tranquilidad, sin que nadie los moleste o apure, teniendo a su disposición, además de los clásicos juegos de mesas y sillas, cómodos sillones y sofás.
-Me siento un pituco*. Venir a un Starbucks a estudiar…- Le dijo a Sara con un tono que no ocultaba su orgullo, en el momento que entraban al local.
-Y eso que aún no has probado el café- Le respondió ella, sonriendo.
Adentro, se ubicaron al final de una cola de más de cinco personas que se dirigían a la zona del mostrador, que era donde, dedujo Sebastián, los clientes hacían sus pedidos. Sin palabras, debido a la emoción de estar experimentando esa atmósfera in situ por primera vez, le hubiera gustado poder atesorar cada detalle de ese ambiente en su memoria, pero el miedo a que alguien descubriera su asombro casi infantil, hizo que de reojo nomás observara lo que había a su alrededor más próximo. Entonces se dio cuenta que podía escuchar claramente el pedido que hacía cada cliente al ser atendido, y fue así que entendió que no le iba a bastar con sólo decir “un café, por favor” cuando le llegase su turno.
Sabiendo que la cola avanzaba rápido y que tenía que hacer algo pronto, dejó los disimulos de lado y empezó a mirar directamente todo lo que le circundaba, hasta que vio la pared que estaba detrás del mostrador. Se trataba de un mural en el que se listaban todos los tipos de cafés disponibles. Sebastián se alegró de su descubrimiento, pero en seguida supo que era demasiado pronto como para celebrar. Simplemente no reconocía nada de esa lista. La miró una y otra vez; primero velozmente (un par de ítems decían café, pero ninguno “con leche” o “solo”), luego despacio (se repetían palabras que ni sabía muy bien cómo pronunciarlas: mocha, latte, macchiato, capuccino, frappuccino, “¿eso es italiano, no?” pensó), pero igual, nada; nada de esa gran variedad de opciones le era remotamente familiar. Sintió vergüenza de contarle a Sara su problema y poner en evidencia su ignorancia, pero por suerte, como ella iba delante de él en la cola, decidió que pediría y haría exactamente lo mismo que su amiga. Así, Sebastián aprendió que luego de pedir lo que uno deseaba (o como en este caso, simplemente repetir las palabras de otro) y pagar por ello, había que dar su nombre y esperar unos minutos hasta que lo llamen y le entreguen su orden.
Con su pedido en mano, Sebastián olvidó por un instante eso de hacer lo mismo que Sara, y bebió un sorbo; de inmediato sintió el amargo sabor de un café sin azúcar. “Yo lo prefiero dulce”, le dijo Sara, y él de nuevo le prestó atención a sus acciones, y vio como ella se acercó a una mesita donde estaba el azúcar, entre otros ingredientes y utensilios. Luego de endulzar su café, Sara fue en busca de una mesa libre. Sebastián en cambio, para tratar de diferenciarse un poco de su amiga, luego de endulzar su café también, tomó una cañita de aquella mesita. Pensó que los dos agujeros en la tapa de su vaso eran para eso: para introducir cañitas, pero luego de unos intentos fallidos (porque mientras que la forma de toda cañita es cilíndrica, esos agujeros tenían forma de rectángulos, y eran más pequeños que el diámetro de aquel tubo de plástico) comprendió que lo que estaba intentando era una idiotez, y en consecuencia se sintió un idiota. Antes de ir a la mesa en la que estaba sentada Sara, y tratando de que ella no se diera cuenta, tiró la cañita en el primer basurero que encontró cerca.
En un momento, mientras estudiaban, Sara fue por otro café. Él no se movió de su asiento hasta que terminaron de estudiar todo lo que tenían que estudiar y se pusieron de pie para abandonar el local.
-¿Señor, en qué le puedo ayudar?- Le dijo una impaciente farmacéutica alzando la voz, porque era la tercera vez que le hacía la misma pregunta.
Por fin Sebastián salió del ensimismamiento en que se encontraba; estado al que había entrado cuando divisó, en una de las paredes detrás del mostrador, la sección de condones y su abrumadora variedad. Era la primera vez que los compraba en una farmacia. Anteriormente sólo lo había hecho en la recepción de hoteles en donde no tenía que hacer ninguna elección porque sólo tenían de una marca (y sorprendentemente siempre la misma), pero como su amiga Alicia vivía sola desde hacía un par de días atrás, esta vez tenía que comprar los preservativos antes de ir a su departamento.
Estaban los que seguían una especie de escalafón: de sensible a ultra sensible, de súper delgado a súper grueso. Los de diferentes texturas: unos venían recubiertos con puntitos, otros con estrías, otros con espuelas (“¿espuelas?”, pensó). Los de la misma característica pero diferente marca y con adjetivos que generaban duda de cuál era mejor: ultra seguro vs extra seguro. Los menos pretenciosos como el clásico y el natural. Los que ofrecían un beneficio práctico, como aquellos que garantizaban comodidad para quienes sufrían por las insuficientes dimensiones de un condón común; o los otros con retardante, para quienes quisieran evitar que luego se les acuse de ser eyaculadores precoces. Y los que, indirectamente dirigidos a las parejas de los usuarios, proponían se les disfrutase también con la boca: preservativos con sabor a plátano, fresa y naranja.
Ahora, indeciso ya que cada uno de esos productos tenía algo bueno que ofrecerle, y sin nadie delante de él a quien imitar, hizo un “de tin marín de don pingüé...” con la mirada y le señaló el paquete escogido a la farmacéutica, pronunciando un escueto “me llevo ese”.
Hecha la compra y saliendo de la farmacia, un pensamiento, cual ráfaga, le vino y se posesionó de su mente. Sebastián empezó a reírse y luego a felicitarse por lo que creía era una idea muy graciosa. Y esa alegría no se le borraría de la cara en todo el trayecto en bus hacia el departamento de Alicia.
Apenas ella le abrió la puerta, y antes de cualquier saludo, Sebastián sacó la cajita de condones y se la enseñó diciéndole, en aptitud triunfante, la frase que tenía en la punta de la lengua:
-Comprar un condón es tan complicado como comprar un café en Starbucks- Volvió a reír esperando a que Alicia se riera con él y celebre su genialidad, pero ni lo primero ni lo segundo sucedió:
-Nunca he ido a un Starbucks- Le respondió ella, y él se quedó con la boca abierta como si alguien le hubiera puesto pause a su cara.
Se miraron sin decirse nada por unos segundos, confundidos. “¿Lo vamos a hacer o no?”, le preguntó entonces Alicia, rompiendo el silencio. Sebastián le respondió afirmativamente tratando de olvidar su desazón y de concentrarse en el objetivo de su presencia en ese momento y en ese lugar. Entró y cerró la puerta.

NOTA:

domingo, 3 de julio de 2011

Bruno murió

Vio su reloj otra vez y calculó que al fin debían de ser las nueve de la mañana en Lima. Sebastián había estado toda la noche pendiente de la hora, esperando el momento más prudente para hacer la primera de varias llamadas. Claro, las nueve de la mañana de un domingo aún era temprano, y seguramente que toda persona que él consideraba amiga debía de estar todavía durmiendo; pero ya no podía esperar más. Al menos a esa hora estaba seguro que, salvo por alguna excepción meteorológica, había un sol resplandeciente en el cielo de Lima, como en cualquier otra mañana de verano en la capital del Perú. Así que no era una hora imposible, además qué poco probable que estuviesen trabajando o haciendo algo realmente importante que les impidiera contestar el teléfono. Por supuesto, Sebastián sabía que el sueño también era una razón de peso suficiente como para que no le respondiesen, pero el hecho del carácter sorpresivo de su llamada, después de poco más de un año de no comunicarse con ellos, le hizo creer que le contestarían y saludarían con regocijo, o que, por lo menos, no lo mandarían a la mierda.
Para no perder más tiempo, decidió que empezaría a llamar en orden alfabético. Revisó su celular y encontró el nombre de Adrián. Con su nombre en la pantalla sólo era cuestión de pulsar la tecla con el símbolo de un teléfono verde para iniciar la llamada, pero no lo hizo; su pulgar se quedó rozando la tecla con movimientos circulares. Trató de recordar lo último que sabía de Adrián, y, cuando creyó tener algo en mente, ensayó un poco la forma en que empezaría la conversación, anotando unas cuantas preguntas en una hoja de papel. Dudó si sentarse, echarse, o permanecer de pie. Optó por lo último. Sabía que su manía de no quedarse quieto por mucho tiempo haría que, de todas formas, de escoger una de las dos primeras opciones, terminaría parándose y caminando alrededor de su habitación. Entonces se dirigió a hacia una de las ventanas, y otra vez pospuso la llamada. El silencio de las calles lo distrajo; aunque el paisaje era distinto, recordó con nostalgia lo mucho que disfrutaba contemplar a la Lima nocturna y durmiente desde el balcón de su antiguo departamento, en el distrito de Miraflores. Sintió que ese metro cuadrado sobre el que estaba parado ahora, a las dos de la mañana en ese departamento en Madrid, era el lugar perfecto para iniciar una conversación telefónica.
Miró su celular y el número de Adrián seguía seleccionado, entonces su pulgar volvió a posarse sobre el diminuto teléfono verde. Se preguntó si es que Adrián o cualquiera de sus otros amigos estarían molestos por no haber tratado de contactarse con ellos en todos esos meses. ¿Ya no se había convencido que le contestarían alegres? ¿Y si no? ¿Cual había sido el motivo de que no hubieras llamado antes? se imaginó a Adrián u otra amistad preguntándoselo e increpándoselo a la vez. Podría responder “mucho que estudiar” o “mucho trabajo” pero sonaría tan falso, y es que lo estaría siendo en realidad. Igualmente falso sería poner como excusa el haber hecho muchos nuevos amigos con quienes salía seguido. Sí, había conocido nuevas personas, unas pocas en realidad, pero nadie a quien pudiera llamarle amigo o amiga. Sólo había congeniado con una sola persona y de qué manera. ¿Por qué no decirles la verdad? Dejar de lado a los amigos por una mujer era reprochable pero perdonable: a sus amigos les podría decir que era por sexo, a sus amigas que era por amor; listo, pecado perdonado. Pero en ambos caso se trataría de una verdad a medias. ¿Y por qué llamas justo ahora, un domingo por la madrugada en España? ¿Dónde está ella? ¿Por qué no estás con ella en estos momentos? Eran preguntas obvias, estaba seguro que definitivamente se las iban a hacer. Sebastián tendría que mentir y no sólo se darían cuenta de eso, sino que también adivinarían lo que estaba sintiendo: ¿terminaron, no? ¿Ella te dejó, no? O sea que ahora que te sientes solo te acuerdas de tus amigos, ¿no es así?
Vio su reloj otra vez y tan sólo habían pasado quince minutos. Se puso el pijama, apagó las luces, se recostó en su cama y tomó el control remoto del televisor. Su pulgar no se quedó rozando el botón rojo de encendido sino que de inmediato lo presionó, y un segundo después una imagen iluminaba la habitación. Por unos minutos Sebastián se quedó observando fijamente la pantalla sin prestar real atención a lo que sucedía, sin percatarse si quiera que el televisor estaba con el sonido apagado. Y de pronto apagó la TV, saltó de la cama cogiendo su celular, y rápidamente se ubico cerca a la misma ventana de antes. “A la mierda”, suspiró, y llamó a Adrián. Cinco timbradas luego se activó el contestador automático sugiriéndole dejar un mensaje. Colgó y pensó que Adrián debía de seguir durmiendo, o es que tenía un nuevo celular, o es que todos tenían nuevos celulares, ¿cómo es posible que no haya pensado en eso? Entonces el celular de Sebastián empezó a sonar. Era Adrián y le respondió al tercer timbrado.
-Aló, ¿eres tú, Sebas?
-Hola Adrián. Saludos desde Madrid. Espero no haberte despertado.
-Ah, no te preocupes. A los siglos, qué gusto…
Hablaron alrededor de media hora. Sebastián no se guardó nada; le contó de todo y de todo se rieron.
Al momento de despedirse Sebastián le dijo que ahora llamaría a Bruno.
-¿Bruno? Pucha, Sebas, ¿no te enteraste?
-¿Qué cosa?
-Bruno murió.
-No jodas.
-…
-Pero…
-Pensé que lo sabías.
-Cuándo, qué pasó…
-…
-…
-Jajaja, es broma Sebas, es una broma nomás. ¿Ves? Eso pasa por no llamar más seguido a los amigos. Jajaja. Llámalo, se va a alegrar de hablar contigo.
-Jajaja, eres un pendejo, Adrián.
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