domingo, 22 de abril de 2012

A los más feos los mandaban al fondo

Era mi primera vez con la computadora de mi hermano sin él de por medio porque más temprano ese día había salido de viaje. Era de noche, estaba en su habitación y estaba jugando StarCraft a la espera que dieran las 12. A esa hora empezaría a usar la internet, algo que sólo era posible en ese tiempo (inicios de los dos miles) desconectando tu teléfono y conectando la línea directamente a la pc; o sea que se te cobraba como cualquier llamada telefónica normal, cuya tarifa se reducía a la mitad a partir de la medianoche hasta las 6 de la mañana. Aún así, con ese 50% de descuento, mi hermano me había dicho que sólo me conectara por media hora; y además porque se suponía que yo debía dormir alrededor de las 12:30 debido a que por las mañanas me preparaba para la universidad en una academia. También, aprovechándose de mi casi total ignorancia sobre computadoras y redes, me metió miedo advirtiéndome que todas las páginas web porno estaban plagadas de virus y que con sólo entrar a alguna de ellas se malograría, incluso hasta podría explotar, su computadora, la que con tanto esfuerzo había comprado hacía un par de meses nomás. Y yo le creí.
Pero a medias, es decir que supuse que se refería a la pornografía tradicional, no a la que se hace en Japón con dibujos animados: hentai, que era mi real objetivo; aunque la verdad con ese raciocinio mi intención era justificarme a mí mismo mis propios actos. Entonces dieron las 12, hice las conexiones necesarias y, previo rezos y barras al antivirus (“¡Vamos, Panda, tú puedes, no me falles!”) abrí Internet Explorer, me metí a Altavista y me puse a buscar “hentai”, con una excitación anticipada ante la idea de lo que podría encontrar.
Ahora piensen en un globo inflado, uno largo como los que usan los payasos para crear formas, que se desinfla lentamente… eso era más o menos lo que le pasaba a mi pene conforme pasaban los minutos y sólo encontraba páginas que para mostrar sus contenidos requerían una tarjeta de crédito. A lo mucho ofrecían gratuitamente como previews algunas imágenes y videos de 10 segundos, videos que no podía ver porque necesitaba antes instalar algún plug-in (de Real o Windows Media), y qué iba a saber yo lo que era un plug-in aquel entonces. Luego de media hora de búsqueda me sentí estafado por las personas que me había asegurado que en Internet se podía encontrar de todo.
A continuación empecé a divagar en mis criterios de búsqueda y así fue como sucedió una de las cosas más emocionante en lo que va de mi existencia, aunque hoy es claro que fue algo en sí insignificante: bajé el primer archivo de mi vida, y fue una canción. Creo que hasta sudé al momento de hacerlo por mi paranoia a los virus, pero la página decía ser la oficial de la banda Boa y lucía como tal, además ese single, Twilight, estaba disponible FREE; al fin había encontrado algo gratis. Así que la bajé sin consecuencias salvo el placer de escuchar una buena canción y la nostalgia que me produce cada vez que la oigo de nuevo. Cuando terminó la descarga y empezó a sonar en Winamp sentí recién que la Internet, las computadoras y yo podríamos llevarnos muy bien.
A las 2 de la mañana pensé que ya era suficiente y luego de apagar todo fui a mi cuarto a dormir. Pero no tenía nada de sueño, algo raro en mí porque en aquel entonces normalmente no podía permanecer despierto más allá de las 12:30. Cuando me acosté prendí la tv y si ya de por sí seguía con la emoción a flor de piel, está creció aun más cuando vi que estaba empezando la repetición del programa juvenil y de concursos “R con R” donde modelaba mi amor platónico Cati Caballero. El horario normal de ese programa era de 6:30 a 8pm donde el primer cuarto de hora el conductor, el cara-de-haba Raúl Romero, conversaba con cada una de las 4 modelos; luego, el resto del programa ellas cumplían con su casi desapercibido rol de complementos sonrientes de las escenografías. Eran esos primeros minutos los que dolorosamente me perdía a diario porque llegaba de la academia alrededor de las siete, así que no podía ver la parte donde Cati hablaba y contaba un poco sobre su vida de acuerdo a lo que le preguntara Raúl. De ahí mi alegría al descubrir que repetían el show.
Lo vi hasta pasada la intervención de mi amor y luego apagué la tv. A oscuras tomé dos decisiones. La primera fue que lo vivido esa noche sería más o menos mi rutina nocturna durante el viaje de un mes de mi hermano; no tenía idea en ese momento que esa decisión marcaría mi reloj biológico de ahí en adelante porque no volvería a dormir, hasta ahora, antes de las dos de la mañana. La segunda fue ir uno de esos días al programa “R con R” para poder ver a mi amor en vivo, pero entonces desistí porque recordé lo que mi vecina me había contado (ella había ido una vez), que al momento de ordenar al público a los más simpáticos físicamente los ponían en las primeras filas para que salieran en pantalla, y a los más feos los mandaban al fondo; yo que desde que te tengo uso de razón me acomplejo fácilmente no hubiera podido soportar un juzgamiento así.
***

lunes, 16 de abril de 2012

Un grupo de personas reunidas en medio de la vereda alrededor de algo

Caminando por el mercado de Jesús María, de pronto llamó mi atención un grupo de personas reunidas en medio de la vereda alrededor de algo. Algo que resultó ser alguien cuando me acerqué a ver. Era un niño, de no más de 10 años, sentado en el piso, bien abrazado a sus piernas y con el rostro prácticamente enterrado entre sus rodillas, llorando; a sus pies, una bandeja de metal y varios vasos de gelatina desparramados por el suelo. No es que fuera un niño glotón, sino que era un vendedor ambulante de gelatinas. Entre los murmullos, una señora, tan apenada como indignada, le explicaba a otra cómo el niño había estado caminando con su mercancía cuando de la nada otro muchacho, aparentemente mayor, pasó corriendo y con premeditación lo empujó y siguió su camino, veloz e inalcanzable, soltando carcajadas que llamaron la atención de varios.
La oí y quise reírme.
*

Entre las cosas que más recuerdo del año y medio que duré como estudiante de la UNI, está lo común que era que personas entraran a los salones a pedir dinero. Cada cierto tiempo llegaba al aula alguien quien, luego de hablar un ratito con el profesor (parecían siempre reconocerse mutuamente), entraba y nos contaba su historia, que por lo general era siempre la misma: era un ex-alumno de la universidad caído en desgracia que necesitaba urgente plata para algo relacionado con problemas de salud, personal o familiar. O sea, era prácticamente lo mismo que pasa en los buses, y al igual que en el transporte público, yo no daba plata porque no creía lo que acababa de oír.
En los buses sólo doy dinero cuando, uno: no me cuentan historias de vida, dos: recibo algo a cambio, ya sea un producto o alguna forma de entretenimiento. Productos como olé olés, por ejemplo, de los que soy adicto, o entretenimiento como música. Sobre esto último recuerdo la vez que subió un señor con pinta de Carlos Santana con todo y guitarra eléctrica, hasta con parlante (uno portátil). No sé como carajos hizo con la electricidad pero pudo hacer que todo funcionara, y al escucharlo comprendí que su look del extraordinario guitarrista mexicano no era casualidad porque tocó “Black Magic Woman”, lo suficientemente bien (teniendo en cuenta que tocaba en un vehículo en marcha y la precariedad de su equipamiento) como para emocionarme; me hubiera gustado aplaudirle y darle más de un sol pero soy muy tímido y no tenía más plata disponible en ese momento. Hubo un caso que no sé aún cómo clasificar: la de un vendedor de caramelos que al ver que nadie le compraba nos empezó a lanzar (a nosotros los pasajeros) puñados de caramelos increpándonos nuestra insensibilidad. Tal gesto de desprendimiento y protesta me causó admiración, la que desapareció de inmediato apenas esa persona empezó a recoger meticulosamente cada uno de sus caramelos, algo que me pareció incongruente con su actitud previa, incluso sospechoso. Días después, al oír a algunos de mis amigos contar la misma experiencia con ese señor, confirmé mis sospechas, que todo era una rutina ensayada;  rutina ensayada, palabras clave en todo este asunto… 
Hablando de vendedores de caramelos, y regresando a la UNI, mi facultad también tenía el suyo propio: un niño que recorría las aulas y pasillos con su bolsa de dulces. Nunca supe cómo había llegado a la facultad ni mucho menos como había obtenido ese empleo; cuando ingresé él ya estaba ahí. Resulta que un día este niño (no recuerdo su nombre) entró a un aula en la que no había clases pero donde sí estábamos algunos alumnos estudiando. El niño se puso a dormir en una carpeta. Entonces un par de alumnos cogieron su bolsa y la escondieron. Cuando el niño despertó y comprobó que su mercancía no estaba por ningún lado alrededor puso una cara de desconcierto tal que haría cagarse de risa a cualquiera que le guste las bromas. Pero ahí en el aula, el resto de nosotros, espectadores casuales, le seguimos la corriente a los bromistas y actuamos como si nada hubiera pasado. Luego de varios minutos de angustia para el niño tuvo su final feliz, cuando los autores de la broma no sólo le devolvieron la bolsa de caramelos sino que también se la compraron en su totalidad.    
Así que parecía que a las autoridades de la facultad no les importaba estas situaciones de ex-alumnos pidiendo dinero o niños vendedores ambulantes. Creo que el único en poner mala cara al respecto fue un profesor de economía, de quien tampoco recuerdo su nombre. Durante sus clases nunca vi ni siquiera merodeando a los previamente aludidos; salvo por una vez en la que no fue un niño ni un ex-alumno quien tocó la puerta (abierta) del aula, sino una señora con un cartón que le colgaba del cuello a modo de cartel en donde decía “soy sordomuda”. Ya la habíamos visto ese mismo día más temprano pidiendo dinero, y fue lo que le explicamos al profesor creyendo que no entendía bien el asunto al no permitir o negar el ingreso de esa mujer. Pensamos que no se había dado cuenta pero resulta que sí, que lo que estaba haciendo era ignorarla a toda costa. Bueno, la mujer no se movía, hasta que el profesor, enojado, fue hacia ella y le cerró la puerta en la cara.
-¡Qué va a ser sordomuda!- nos dijo -no es más que una vieja tramposa cualquiera, como todos esos que suben a los buses a pedirles dinero- y sentenció: -No se dejen engañar.
*

La escena del niño de las gelatinas ya la había visto un par de semanas antes en el mercado de Magdalena, en donde también escuchando murmuraciones fue que me enteré que había sido el empujón de un muchacho salido de la nada lo que provocó todo. Esa vez sí me conmovió ver al niño llorando y le deseé lo peor al culpable. Ahora en Jesús María, luego de escuchar la descripción de los hechos comprendí que todo era un teatro, y eso me causó mucha gracia; tal vez no hubiera sido así si es que en Magdalena le hubiera dado dinero al niño (no tenía ni un mango entonces) como sí lo hizo la gente reunida a su alrededor.
Las personas agrupadas ahí en ese pedazo de vereda de Jesús María, seguían murmurando sin saber qué hacer, hasta que una señora se acercó al niño y le preguntó cuánto costaba cada vaso; el niño sin decir una palabra le indicó el precio con un gesto de sus dedos. Entonces la señora le dijo que le compraba (como gesto simbólico) una cierta cantidad, pero al momento de querer pagarle el niño no extendió su mano y siguió llorando acurrucado. No le quedó otra a la mujer que dejarle el dinero ahí nomás, cerquita a sus pies, pero tuvo el cuidado de avisarle, mientras le acariciaba la cabeza: “hijito, aquí te dejo la plata, ya no llores”. La mujer alzó la mirada hacia el resto de nosotros y con un gesto elocuente nos pidió que hiciéramos lo mismo. Todos lo hicieron menos yo. La señora me miró como preguntándome “¿y qué esperas?”, a lo que respondí con una sonrisa de oreja a oreja para luego marcharme rumbo a la plaza del distrito.

***

lunes, 9 de abril de 2012

Corriendo, cayéndome, levantándome y corriendo otra vez

La mujer llegó por su hijo, y la enfermera, luego de explicarle que el niño sólo tenía raspones, le dijo:
-Ya curé todas sus heridas, señora. Es un niño muy valiente: no se quejó ni dijo ni pío mientras lo curaba.
Minutos después, madre e hijo abandonaron la enfermería del colegio.
Era mi turno. Había llegado a la enfermería con una mano sangrando sin saber exactamente cómo me la había lastimado. Sólo recordaba haber estado corriendo, cayéndome, levantándome y corriendo otra vez en el recreo, y si no fuera porque un amigo me lo advirtió yo ni me hubiera dado cuenta de mi estado. Aún con toda la adrenalina de tanto correteo encima apenas sentía el dolor, pero éste estaba en aumento. Sabía que lo sentiría más cuando empezaran a curarme pero luego de haber visto como felicitaron a ese niño, que tendría unos 8 años mientras que yo tenía 10, me prometí a mí mismo que no haría ningún gesto ni emitiría ningún quejido. Y así lo hice, pero, ay, como me costó soportar el ardor del alcohol, yodo, agua oxigenada o lo que fuese me echara la enfermera en el corte que tenía en la base de mi pulgar. Finalmente tanto estoicismo valió la pena y obtuve mi recompensa cuando llegó mi mamá, y la enfermera, utilizando prácticamente las mismas palabras que con el niño anterior, decretó mi valentía dejando constancia que en ningún momento había tratado de imitar a algún pollito. Lo orgulloso que me sentí de mi mismo en ese momento.
Ahora, 18 años después, en plena extracción de la última muela del juicio que me quedaba, trataba de recuperar ese orgullo que había perdido la semana previa, en ese mismo consultorio y en un procedimiento similar, en el momento que mi dentista me llamó la atención: “no está siendo usted un buen paciente, señor Souza”, palabras que no me hubieran afectado si no fuera por lo joven y simpática que era mi doctora.
Había quedado mal con ella, aunque esto venía sucediendo desde nuestra primera cita cuando revisando mi boca descubrió, sin necesidad de preguntármelo directamente, que no había ido al dentista en un par de años. Previendo esa y futuras vergüenzas fue que, al momento de enterarme que me atendería una doctora, sentí el impulso de preguntarle a la recepcionista de ese centro odontológico “¿no podría atenderme un doctor hombre?”, pero, claro, no hice esa pregunta porque sabía que se podría mal interpretar como que yo estuviera poniendo en duda la capacidad de una dentista sólo por ser mujer, cuando en realidad era simple un tema de pudor. Entonces conocería a la doctora Ericka, una joven dentista no mayor de 30 años, de 1.60m como mínimo de estatura, delgada y con un cuerpo de notorio atractivo a pesar de llevar encima el típico uniforme blanco de alguien que se dedica a la salud. Luego de darme mi diagnóstico me dijo el tratamiento a seguir: una limpieza profunda de mis dientes y la extracción de mis 4 muelas del juicio, en sesiones semanales.
Después de las primeras dos sesiones (en las que ella se encargó de mi maxilar superior) tuve una idea más clara sobre su personalidad. Era una persona seria, estricta y sobre todo muy profesional. Sólo sonreía por cortesía al momento de saludar y despedirse; su voz nunca transmitía dudas cuando le daba órdenes a sus asistentes, ordenes, además, siempre precisas; y no tenía reparos en llamarme la atención: “señor Souza, usted no se está lavando bien los dientes”. Sobre el tratamiento en sí comprobé lo maravillosa que podía ser la anestesia  porque prácticamente en ningún momento sentí dolor; tampoco me molestó (algo que tal vez un claustrofóbico no hubiera soportado) el que la mayor parte de mi rostro estuviera cubierto por un pedazo de tela, el que convenientemente tenía un agujero para la boca.  Lo más incomodo para mí hasta entonces había sido el tubito con el que una de las asistentes succionaba la sangre y saliva,  tubito que al pasar por la parte más profunda de mi lengua me provocaba una ligera sensación de arcada, algo que pude controlar sin problemas en esas dos primeras sesiones.     
Pero en la tercera no pude porque sentía que el aparatito ese estaba por llegarme a la tráquea y en varias oportunidades tuve que retirar la mano de la asistenta y pedir unos segundos para poder tranquilizarme. No sé cuantas veces lo habré hecho pero de seguro fue lo suficiente como para que la doctora perdiera un poco la paciencia y me dijera más seria, estricta y profesional que nunca que la estaba decepcionando (así lo interpreté yo) como paciente. Fue todo un golpe para mi autoestima.
A la cuarta y última sesión llegué resuelto a recuperar mi honor. Fui doblemente preparado. Primero dentalmente: harto que me reclamara por mi cepillado, a pesar de que yo lo hacía con denodados esfuerzos y hasta había visto videos en YouTube en busca de la técnica perfecta, había decidido dejar de usar el cepillo prescrito por ella y lo cambié por uno eléctrico que sí que hizo bien su trabajo, porque, en el chequeo inicial, la doctora (sin saber de mi trampa) me dio al fin su visto bueno; empezaba bien la sesión. Segundo mentalmente: tomé control de mis pensamientos y me forcé a pensar en cualquier cosa menos en el tubito, lo que funcionó muy bien al comienzo pero, como si la asistente lo supiera y quisiera darme la contra, pronto empezó a mover más el aparato por las zonas de mi lengua que más me afectaban. Luego de media hora (la sesiones duraban entre 45 y 60 minutos) estaba en plena lucha mental, una lucha feroz que poco a poco sentía iba perdiendo. Mi respiración empezaba a agitarse, mi corazón latía cada vez más rápido y ya podía presentir una arcada violenta aproximándose; ya no quedaba otra, tenía que rendirme y apartar la mano de la asistenta con todo y tubo. Y cuando apunto estuve de hacerlo, sucedió un milagro, un milagro en forma de roce celestial, una ligera presión sobre mi cabeza: era el seno de la doctora Ericka posándose sobre mi frente. Ella estaba sentada a mi derecha pero su zona de trabajo era el interior izquierdo de mi maxilar inferior, así que era lógico que tuviera que inclinarse un poco sobre mí para su mayor comodidad. Y así permaneció los minutos restantes en los que ya no me preocupé más por el maldito tubito sino por disfrutar aquella caricia involuntaria y casual, como “casual” fue también el desplazamiento suave que hicieron mis manos para cubrir mi entrepierna.
Siendo un manganzón cercano a los 30 años, obvio la doctora Ericka no me iba a felicitar por mi buen comportamiento ni mucho menos llamar a mi mamá a decirle que tenía un hijo valiente que no se había quejado ni dicho ni pío en esta última sesión; igual yo regresaría a mi casa sintiéndome puerilmente orgulloso. Ella siguió con la rutina de recetarme medicamentos y darme recomendaciones, siempre poniendo énfasis en que no debía hacer esfuerzo físico por una semana ni hacer movimientos bruscos con mi boca, lo que siempre interpreté como una indirecta a que no debía tener sexo (mucho menos oral). Aunque hubiera tenido el valor de pedirle que me aclarara esa duda, no hubiera podido porque tenía una bola de gasa en la boca que debía morder fuertemente por media hora y que me impedía hablar. Sólo podía sonreír, lo que ella respondía también con una sonrisa mostrando un poco sus dientes, demás está decirlo, impecables.

lunes, 2 de abril de 2012

Dos palabras mecanografiadas

Cuando mi primo Jair viajó al Japón para reencontrarse con sus padres y quedarse a vivir con ellos, tenía 14 años y yo 15. Antes de ese viaje, que fue en 1997, él había estado viviendo en mi casa desde el 94 por un acuerdo familiar. Como allá mis tíos obviamente le comprarían todo lo que necesitara, se marchó con un equipaje mínimo dejando atrás la gran mayoría de sus cosas, entre ellas un par de comics del universo X-Men, los cuales quise hacer míos poco después de asimilar, con cierta tristeza, que mi primo ya no regresaría. Los busqué, dónde más, en las que habían sido sus gavetas personales, y las encontré casi al fondo de una de ellas; y digo casi porque había algo más debajo de esos comics: una cinta vhs. Mi instinto pajero se puso alerta. Estando tan oculta, la naturaleza de esa cinta parecía obvia pero al leer su etiqueta dudé. En ella estaban dos palabras mecanografiadas. La segunda me dejó claro que lo grabado sucedía en Brasil, la primera me obligó a consultar en un diccionario: comportamiento de las personas consistente en tener contactos sexuales con animales. El título era “Zoofilia Brasileña”.
Qué desilusión. Había creído que sería la primera película pornográfica que vería en mi vida, y aunque calificaba como porno, lo que yo quería ver en movimiento (hasta entonces sólo había visto fotos) era sexo explicito exclusivamente entre seres humanos. Igual, y ya que en ese momento estaba solo en mi casa, la vi. Para mi alegría, no faltaron escenas de hombres y mujeres tirando, aunque fueron pocas en una producción de más de una hora de duración, hablada en portugués y sin subtítulos, desarrollada en una especie de mini-zoológico en medio de la Amazonía. Los actores eran un grupo de hombres, un grupo de mujeres y un grupo de animales machos (un caballo, un tapir; no recuerdo más), siendo estos dos últimos grupos los que  justificarían la primera palabra del título. Antes de que alguien se preocupe por la seguridad de las protagonistas, aclaro de una vez que ninguna de ellas terminó partida en dos o con la mandíbula dislocada; sus interacciones con los animales fueron básicamente a través de frotamientos, de todo tipo, menos de la típica acariciada de lomo diciendo oh, que lindo animalito. Y para los que estén preocupados por el bienestar de los animales puedo asegurar que estos terminaron (en todo sentido) felices.
Los días siguientes hice lo primero que se me vino a la mente luego de haber visto esa película: contársela a mis amigos. Por supuesto eso no les fue suficiente y tuve que prestarle a cada uno de ellos el video. Aunque en mi colegio pronto recibiría pedidos de préstamos de personas fuera de mis amistades, y así el video empezaría a rotar prácticamente entre todos mis compañeros de grado. No tardó mucho en expandirse la fama de la cinta y la de su dueño (o sea yo). Un día en el recreo oí como dos alumnos de un año superior al mío conversaban sobre el rumor de la existencia de una porno en donde una mujer lo hacía con un caballo, y que para verla tenían que pedírsela a “un tal Souza” de tercero de media, lo que hizo que inflara mi pecho de orgullo. En efecto, había ganado cierta popularidad, la que creció aún más gracias a la exageración, porque luego los rumores diría que “ese tal Souza” era el mayor distribuidor de videos XXX en todo el Rosenthal (colegio de curas salesianos de unos 1000 alumnos). Mi nombre se hizo sinónimo de pornografía, literalmente, porque mi nuevo apodo fue “Porno”, así de simple y poco creativo. Todo ese asunto, lejos de molestarme o incomodarme, me alegraba. El que un nerd como yo estuviese vinculado a una actividad ilícita me hacía sentir bien conmigo mismo, algo que ni mis buenas notas ni medallas en ajedrez ni ningún otro logro de chico bueno habían conseguido.  
Todo aquello no continuaría luego de la secundaria, pero ya antes de terminar el colegio le había perdido el rastro a esa cinta entre tanto préstamo e intercambio de videos porno, además entonces estaba mucho más interesando en el hentai como material masturbatorio, tanto que la primera palabra que escribí en un buscador en mi primer contacto con la internet (lo que sucedió poco después de finalizar mi vida escolar) fue precisamente esa palabra japonesa, pero mis inicios en la red ya es tema para otra crónica.


Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...