lunes, 27 de febrero de 2012

Decidí abandonar la escritura


Un grupo de jóvenes alcoholizados van por una calle muy, muy de noche haciendo bulla. No parecen perturbar a nadie porque nadie sale a reclamarles, hasta que pasan por delante de una casa de apariencia descuidada, de donde, por una de sus ventanas, una anciana les conmina a callarse. Ellos en vez de obedecer empiezan a insultarla y ella en vez de amilanarse los reta a que entren y se lo digan de frente en su cara. Ellos, restándole importancia a sus palabras, la insultan por un par de minutos más y luego se van; salvo uno que si acepta el reto. El resto trata de disuadirlo pero rápidamente se olvidan de él porque están más preocupados de seguir la juerga en otra parte. Entonces el muchacho se acerca a la puerta de la casa y empieza a darle fuertes golpes hasta que ésta de pronto se abre lentamente, aparentemente sola. El chico entra con precaución, la puerta se cierra, y de él no se vuelve a saber más. Al día siguiente el resto de muchachos reportan la desaparición de su amigo a la policía, la que de inmediato inicia una investigación. Otro día un agente les muestra a los chicos la fotografía de una anciana que ellos reconocen de inmediato como la dueña de la casa descuidada. Entonces el policía, para su perplejidad, de los chicos y de todos, les dice que aquella mujer lleva más de una década muerta. Fin.
Esto es, en resumen, el primer cuento que escribí a la edad de 15 años. La alegría de su nacimiento me duró apenas unos minutos porque al releerlo lo odié de inmediato, entre otras cosas, por su final tan obvio. Descarté tratar de arreglarlo, simplemente no quise saber más de él así que lo mandé al olvido. Tocaba, pues, pensar en otra historia de terror o misterio. 
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Tras años antes había leído el primer libro de mi vida: “Cien años de soledad”, de Gabriel García Márquez, y no sabría decir si entonces me gustó o no porque, al no ser una lectura voluntaria sino impuesta por mi mamá, lo leí de paporreta sin prestarle atención; y lo hice tal cual ella me lo ordenó: en sesiones diarias de 15 minutos y en voz alta para que me escuchara mientras hacía las labores de la casa. Era verano, yo estaba de vacaciones y mi mamá creyó que era un buen momento para que yo empezara a leer, pero no sucedió. Ocurriría dos años después, a los 14, cuando por mis manos pasaron, y esta vez voluntariamente, distintos tomos con los relatos protagonizados por Sherlock Holmes, creación de Arthur Conan Doyle, y los de Edgar Allan Poe. Fascinado con la truculencia de sus historias, devoré cada uno de esos libros con deleite y mi gusto por lo fúnebre y misterioso llegó a tal nivel que de pronto sentí la necesidad de escribir algo así.
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La historia del segundo cuento iba más o menos así:
Un hombre, digamos de unos 30 años, va por una calle desconocida y en su camino se encuentra con un rosal. La belleza de estas rosas llama su atención así que se acerca para  verlas mejor y descubre sorprendido que no tienen espinas. Piensa que tiene ante sí el regalo perfecto para su novia, entonces va hacia la casa más cercana en busca del dueño o dueña del rosal. La dueña es una anciana quien gentilmente le regala una de ese flores, pero le advierte que esas rosas requieren atención constante y que pueden ser vengativas si no se les da ese trato; el hombre la considera senil y no le cree. Luego, en el departamento donde vive la pareja, su novia acepta feliz el regalo y por unos días ambos no dejarían de admirar a la rosa que plantaron en una maceta. Pero poco a poco la novedad dejó de serlo y la rosa pasó a ser un simple ornamento más de su departamento. Entonces una mañana el hombre se despierta y descubre horrorizado el cuerpo inerte de su novia, blanco como si careciera de la más mínima gota de sangre a pesar de no haber charcos ni manchas al rededor. Los especialistas le confirman la ausencia de sangre en ese cuerpo y le señalan también el punto de salida: una pequeña herida en una de las manos, una herida hecha por la espina de una rosa. Y de inmediato viene a su mente la rosa y las palabras de la anciana. Regresa al departamento, furioso, con el único objetivo de destruir esa flor la que arranca de su maceta pero un dolor insoportable hace que la suelte; al hacerlo descubre que de pronto el tallo de la rosa está infestado de espinas, y su mano, llena de heridas, empieza a sangrar profusamente. Empieza a debilitarse, cae al suelo junto a la rosa, y en minutos ambos mueren. The end.
Nunca escribí este cuento; todo fue mental. Quería tener lista una historia que realmente me gustara antes de empezar a escribirla. Me tomó varios días y si bien al terminarla (en mi cabeza) me sentí orgulloso de ella por creerla original, pronto la encontré ridícula, para nada misteriosa, por eso no llegó al papel.
Frustrado por esos dos intentos fallidos decidí abandonar la escritura, al menos temporalmente. Creo que aún no había cumplido los 16 años.
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Después descubrí otros autores, otros estilos, otros géneros, y mi gusto se fue expandiendo, así como poco a poco la biblioteca de mi casa me fue quedando chica. Mi madre le contaba orgullosa a mis tías que me gastaba todas mis propinas comprando libros (de las colecciones populares que sacaba El Comercio), y lo “mucho” que había leído para ser un chico de apenas 17 años. Bueno, todo ese orgullo y las propinas se acabaron cuando descubrió que también leía al “inmoral” Jaime Bayly.

lunes, 20 de febrero de 2012

Ese momento de felicidad espontánea

Vivo en una zona tranquila y agradable en donde uno puede salir a pasear, incluso de noche, sintiéndose seguro. Es así la mayor parte del tiempo, o sea, no siempre: en los 6 años que llevó aquí, viviendo en un edificio, me he enterado de tres asaltos; todos a mano armada y en la noche.
La primera víctima fue un vecino a quien en la puerta del edificio, cuando sacaba sus llaves, lo abordaron y le robaron, entre otras cosas, su mochila en la que llevaba su laptop; al parecer lo habían estado siguiendo en un auto. Me lo contó mi madre pidiéndome que tuviera mucho más cuidado porque por aquellos días yo regresaba de la universidad a las 11 de la noche.
La segunda víctima fue una señora, vecina también, que llegaba de hacer compras de un centro comercial. Entraba al edificio cargando varias bolsas, y, justo antes de cerrar la puerta, irrumpió un hombre quien no sólo la amenazó a ella sino también al portero; se llevó las bolsas y la cartera de la señora. Yo, que en esos momentos estaba a unas dos cuadras, vi a un hombre salir corriendo el edificio y meterse a un auto blanco el que a continuación arrancó a toda velocidad. Fue el portero, pálido, quien me contó lo sucedido.
El tercer asalto pasó un día en la que yo estaba muy entretenido viendo tv; tan entretenido que no le presté mayor atención a un grito de mujer que provenía de la calle. Minutos después mi madre entra alarmada a mi cuarto y me cuenta cómo a una chica que salía de una de las casas de en frente le acababan de robar su auto. Mi madre lo había vio todo por la ventana de su habitación: el asaltante, luego de hacer que la chica le diera las llaves, la empujó al suelo, en medio de la pista, y se marchó con el auto; ella quedó llorando hasta que salieron personas de la casa de donde había salido y se la llevaron adentro.
Definitivamente ningún sitio, por más tranquilo y agradable que sea, es completamente seguro.
Un domingo a eso de las 3 de la mañana, mientras contemplaba la calle desde mi balcón, vi  a un chico y una chica, tomados de la mano, caminar por la vereda de la cuadra que está al frente de mi edificio; venían de alguna fiesta. Entonces se detuvieron a la altura de un árbol, bajo su sombra, y empezaron a besarse, abrazarse. Por momentos permanecían inmóviles, otros ratos hacían como si bailaran, y cuando reían se podían escuchar claramente sus risas. Pasaban los minutos y nada: no se iban, seguían con lo suyo completamente despreocupados en esa calle desierta. Observé los alrededores: nadie merodeaba, ningún auto sospechoso estaba estacionado o dando vueltas, ni si quiera había señales del patrullero de la policía municipal. Parecía que nada interrumpiría ese momento de felicidad espontánea; nada ni nadie. Entonces me pregunté “¿dónde carajo están los ladrones cuando se les necesita?”.

domingo, 12 de febrero de 2012

Un señor muy alto con unos bigotes enormes (crónica)



A mediados del 2004 Patricia y yo éramos amigos, compañeros, alumnos de la misma facultad y por alguna razón nos enviábamos mails regularmente contándonos nuestras cosas. Mientras que los de ella tenían como subject el típico “hola”, cada uno de los míos tenía nombre propio, o sea un título distinto y significativo, y es que eran correos muy distintos entre sí porque contaban pasajes de mi vida en diferentes épocas. Patricia se limitaba a escribirme sobre su actualidad.
Se supone que todo lo que nos contábamos era verdad… bueno, en mi caso no siempre era así. A veces exageraba los hechos o, cuando la memoria me fallaba, inventaba situaciones que encajaran bien en la historia contada. Todo con un solo propósito: hacer que el mail fuera lo más entretenido posible. En uno en especial mi imaginación se desbordó. Fue aquel donde le conté de cómo dos años atrás había intentado conseguir trabajo como acompañante de mujeres mayores, en otras palabras, como gigoló; hecho que sí ocurrió. En resumen, sólo había sido una conversación de 15 minutos con un señor alto, panzón, y bigotón que casi me convence que podía hacerme rico teniendo sexo con señoras de la alta sociedad limeña; yo había ido a esa entrevista de trabajo por un anuncio, pero al final no pasó nada porque, entre otras cosas, pensé que todo era demasiado bueno como para ser cierto y que podría salir perdiendo. En ese mail inventé mi preocupación por mi nombre de batalla (si es que llegaba a conseguir el trabajo) porque tenía que ser un buen nombre, uno que llamara la atención de posibles clientas, un nombre digno de un semental. Le conté que mi primera opción había sido “Máximo” (por su obvio carácter superlativo) pero que luego lo cambié por “Máximus”, porque esa terminación latina en “us” lo hacía sonar poderoso, como Spartacus (esclavo y luchador romano), Óptimus (líder de los autobots), o Brutus (el rival de Popeye), por citar algunos ejemplos. Pero luego le conté que de repente “Máximus” era tan buen nombre que al final una clienta podría sentirse estafada al ver que tal denominación no iba con mi persona, mucho menos con mis atributos: “mucho nombre para tan poco pene” reclamaría aquella señora, fue lo que escribí en el mail, tal cual y sin eufemismos, porque con Patricia no había temas ni palabras prohibidas. También mentí cuando le conté que al finalizar la conversación con en ese señor rechacé su oferta de trabajo ahí mismo; en realidad pasaron un par de cosas en los siguientes días antes de que tomara una decisión definitiva, cosas que no le conté, principalmente, porque en ese punto el mail ya estaba muy largo.
Bauticé ese correo como (haciendo referencia a mi posible empleador) “Un señor muy alto con unos bigotes enormes”, parafraseando el titulo “Un señor muy viejo con unas alas enormes”, un cuento de García Márquez.
A Patricia le causó mucha gracia: “me cagué de risa” fueron sus palabras exactas, y yo quiero creer que me lo dijo sinceramente.
Aquel correo luego se convertiría en el primer cuento publicado en este blog. Y con ese ya son 30 los cuentos publicados, todos basados en textos escritos entre el 2006 y el 2010. Pues ahora resulta que precisamente ya se me acabaron esos textos base y por eso no me queda otra que empezar a narrar hechos reales, algo así como crónicas, en paralelo, mientras voy desarrollando ideas que he ido acumulando durante el tiempo de vida de este blog. Por cierto, gracias a todos los que me siguen.
Pensando en aquel señor muy alto con bigotes enormes, puse en Google “productor porno Perú” y no solo di con su nombre (no me acordaba de ese dato): Guillermo Cannesa; encontré también este informe del programa “Enemigos Públicos” donde él es el protagonista.
La industria porno en el Perú (sólo para adultos)
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Nota: si alguien se ha preguntado por qué mi ritmo de publicación ha sido tan irregular en lo que va del año es porque he estado jugando mucho con mi regalo de navidad:

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