domingo, 1 de noviembre de 2015

Una joven e impaciente farmacéutica


Sara y Sebastián tenían un examen el lunes en la universidad y para ello decidieron estudiar juntos el domingo. Pero había un problema: no tenían donde. Ninguno de los dos podía en su casa así que Sara, a quien le encantaba Starbucks, propuso ir a estudiar a, justamente, uno de sus locales. Sebastián nunca había ido a un Starbucks pero sí había visto algunos desde fuera y siempre le llamaron la atención: por sus luces tenues, por sus sillones y sofás, por servir el café en vasos descartables y no en tazas; simplemente no había visto nunca un sitio igual. Sus clientes, por ejemplo, no parecían ser lo típicos que llegan, piden, consumen y se van; Sebastián los veía con sus laptops, libros o videojuegos y le parecía que iban a más que sólo tomar un café. ¿Como estudiar, por ejemplo? Claro, por qué no, pensó y aceptó la propuesta de Sara.
Fueron al Starbucks del Óvalo Gutiérrez, en Miraflores. Cuando entraron al local, Sebastián se sintió especial: o sea, loco, yo estudio para mis exámenes en Starbucks, ¿manyas?, pensó en broma y mientras caminaba detrás de Sara empezó a observar el ambiente. Llegaron al mostrador donde había una cola de cuatro personas para la caja registradora, y se pusieron al final. Sara le hablaba pero Sebastián seguía en lo suyo y apenas le hacía caso. Entonces notó que algunos clientes, desde sus asientos, lo estaban mirando. Y se puso nervioso: ¿lo habrán visto observando todo con asombro?, ¿habrán descubierto que era su primera vez en un Starbucks?, ¿no estaba bien vestido? (porque de alguna forma sintió que todos estaban mejor vestidos que él). Esas personas volvieron rápidamente a sus asuntos y Sebastián, sin saber a dónde ver ahora, bajó la mirada.
-¿Todo bien?- preguntó Sara.
-Sí, sí, todo bien- respondió Sebastián. Y ella:
-¿Qué vas a pedir?
Qué pregunta más rara. Un café, ¿no es obvio? pensó Sebastián. Pero en ese momento escuchó el pedido de alguien más y al no entenderlo se dio cuenta de que no, no era tan obvio. ¿Un frappu… qué había pedido esa persona? Se preguntó. Y después venía Sara. ¡Y luego le tocaba a él!
-Pues, pues…- balbuceó Sebastián mientras, desesperado pero lo más disimuladamente posible, buscaba con la mirada algún menú o algo parecido cerca. Lo encontró en la pared posterior al mostrador, donde en un cartel a modo de mural estaba la lista de todos los tipos de café que se ofrecían. Salvo por el cappuccino, del que había escuchado pero nunca probado, lo demás de esa lista no le sonaba ni remotamente familiar. La cola se movió. Era el turno de Sara y Sebastián aún no sabía qué iba a pedir. Sara hizo su pedido y le cedió el paso. Sebastián avanzó hacia la caja y en el último segundo se le ocurrió una idea:
-Un café americano, por favor- dijo.
Era lo que había pedido Sara; Sebastián había decidido imitarla. En eso y en todo lo demás. Ella fue a un extremo del mostrador y él la siguió. Ella continuó hablándole y él asentía: “mmm”, “sí”, “sí claro”; más atento a sus movimientos y a lo que ella pudiera hacer que a lo que ella decía. Entonces, prácticamente a la vez, les entregaron sus pedidos. Finalmente Sebastián tenía en sus manos un café de Starbucks servido en uno de esos vasos blancos descartables de los que bebían la mayoría de sus clientes. Era el vaso descartable más elegante que había visto en su vida. Se olvidó de Sara. Se puso a contemplar su vaso desde todos los ángulos, vio que la tapa que lo cubría tenía dos agujeros en el borde, respiró el aroma por uno de ellos y dio un sorbo: el dichoso café americano olía muy bien pero sin azúcar sabía y se sentía como cualquier otro café sin azúcar.
-Yo lo prefiero dulce- le dijo Sara al verlo dar ese sorbo.
Sebastián volvió a fijarse en ella y la vio dirigirse hacia una mesa donde entre otras cosas había unos frascos de vidrios cuyos contenidos sólo podían ser azúcar. Memorizó cada una de las acciones de Sara: ella destapó su vaso, cogió uno de los frascos de azúcar y vertió un poco en su café, tomó una especie de palito de helado de un recipiente de palitos y con él batió el contenido de su vaso.  
-¿Listo?- le preguntó Sara luego.
-Creo que endulzaré el mío también- respondió Sebastián.
-Voy a buscar dónde sentarnos- dijo ella.
Sebastián fue a ponerle azúcar a su café y lo hizo repitiendo todas y cada una de las acciones de Sara. Ya bien endulzado a su gusto, el café, finalmente, aunque rico, no le pareció nada especial, nada por el que sentirse orgulloso por beberlo, o sentirse menos por no haberlo hecho nunca. Este descubrimiento le hizo sentirse mejor consigo mismo. En ese momento notó otro envase en esa mesa con muchas cañitas dentro y de inmediato las relacionó con los agujeros de la tapa del vaso. ¿Quién aquí toma su café con cañita? preguntó mentalmente, retador, dándoles un vistazo a los clientes, a quienes hacía unos segundos ni se atrevía a verles la cara. No vio a nadie haciéndolo. ¿Nadie? Pues yo lo haré, pensó. Tomó una y la metió por uno de los agujeros. O, mejor dicho, trató de hacerlo, y varias veces, porque la cañita no entraba. Examinó con más cuidado los agujeros y vio que eran rectangulares y más pequeños que el diámetro de la cañita. Comprendió que definitivamente esos agujeros no eran para eso, y se sintió como un reverendo idiota. Botó la cañita a la basura y buscó a Sara con la mirada. Ella ya estaba sentada revisando, muy concentrada, unos papeles. Sebastián supuso que ella no lo había visto en su intento de demostrarle al mundo quién sabe qué, pero él estaba seguro, sin necesidad de ver a su alrededor, que el resto de personas en el local, sí. ¡Odio Starbucks!, pensó cabizbajo. Entonces fue a donde Sara y se pusieron a estudiar juntos.
Al rato Sara acabó su café y fue a comprar otro. Sebastián en cambio no se movería de la mesa, ni para ir al baño, hasta que terminaran de estudiar y se marcharan del local.

*  

-¡¿Señor, en qué le puedo ayudar?!- le dijo una joven e impaciente farmacéutica detrás de un mostrador, alzando un poco la voz porque era la tercera vez que se lo preguntaba.
Entonces Sebastián despertó del recuerdo que estaba teniendo. Recuerdo que se le vino a la mente al momento de descubrir, en la pared posterior al mostrador, la gran variedad de condones que existía. Algo que no esperaba.
Era la primera vez que Sebastián compraba condones en una farmacia. Antes sólo lo había hecho en la recepción de hoteles porque hasta entonces sólo había tenido sexo en hoteles, y en esos casos nunca tuvo que escoger; simplemente aceptaba el paquete que le daba el o la recepcionista. Ahora como no iba a un hotel sino al departamento de Alicia, una amiga, tenía que comprarlos con anticipación.
Pero ¿de qué tipo comprar? Había: extremo, fresa exótica, clásico, retardante, ultra seguro, con aros, con espuelas extremas, súper delgado, 3 en 1, extra seguro, anatómico, sensitivo, ultra sensitivo, placer prolongado, xl, larga duración, de menta, de plátano… Le hubiera gustado poder leer con más cuidado la descripción de cada empaque pero no estaban a su alcance. Por el nombre parecía que todos tenían algo bueno que ofrecer y guiarse por el precio no servía porque todos costaban lo mismo. Y no recordaba ni la marca ni el tipo de ninguno de los que había comprado antes (lamentó no haberles prestado más atención a esos detalles en su momento). La farmacéutica lo miraba cada vez más impaciente. Por suerte para Sebastián no había nadie detrás de él esperando ser atendido; aunque habría sido más afortunado si delante de él hubiera estado alguien comprando condones para imitar su pedido. Ya no le quedó otra más que hacer con la mirada un de tin marín de do pingüé… Medio minuto después le decía a la farmacéutica: “me llevo ese” señalándole un paquete de condones ultra sensitivos.
Salió de la farmacia aún sin terminar de creer lo complicado que le había resultado comprar condones, y fue entonces que se le ocurrió una idea. Una idea que le pareció tan graciosa y brillante que empezó a carcajearse mientras andaba por la calle y, a la vez, a sentirse orgulloso de sí mismo por habérsele ocurrido. Ya quería contársela a Alicia. Cuando llegó a su departamento y ella le abrió la puerta, antes de cualquier saludo, Sebastián sacó el paquete de condones y mostrándoselo le soltó su idea, que resultó ser una frase:
-Vaya, comprar condones es tan complicado como comprar un café en Starbucks- dijo y volvió a carcajearse esperando a que Alicia se riera también. Pero ella no se rió:
-Nunca he ido a un Starbucks- le dijo ella, seca.
A Sebastián se le borró inmediatamente la risa de la cara. Pensó en contarle a Alicia su experiencia de hacía unos días para que ella entendiera el chiste, pero, dudaba: ¿acaso explicar un chiste no le quitaba la gracia? Mientras, pasaban los segundos y los dos seguían ahí en la puerta, en silencio, mirándose confundidos. Hasta que Alicia habló:
-¿Vamos a tirar o no?
-Sí…- respondió Sebastián, y entró al departamento.


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