sábado, 29 de diciembre de 2012

Abotonar una camisa

Algunos crecieron llamando a sus profesoras “miss”. Yo soy de quienes las llamaban “señorita”. En el nido y en la primaria, y creo que también en la secundaria, cada una de mis profesoras fue “señorita” y no “miss”. Sé que significa lo mismo pero ¿por qué usar una palabra en inglés?
Bueno,  a lo que iba: tenía yo cuatro años y estaba en el nido...
La señorita Susana estaba haciendo preguntas, algunos alumnos levantaban alegremente las manos, la señorita Susana los anotaba en su cuaderno, y yo, distraído, no entendía qué estaba pasando. Pero sí sentía que me estaba perdiendo de una oportunidad, así que en la siguiente pregunta levanté mi mano automáticamente apenas la señorita Susana terminó de hablar, sin ni siquiera prestar atención a sus palabras. Esto no me preocupó en ese momento porque la señorita Susana nos avisó, a nosotros los anotados en su cuaderno, que hablaría con nuestras madres cuando vinieran a recogernos a la hora de la salida. En casa mi mamá me preguntó con un tono burlón si sabía qué era un concurso de glotones, y le respondí que sí: le había entendido concurso de botones así que supuse que lo que tenía que hacer era contar una cantidad de botones o abotonar una camisa lo más rápido posible. Llegó el día del concurso en el que competiría contra otros cuatro alumnos del nido, y entonces alguien tocó un silbato. En frente de mí, sobre mi mesa, no había una vasija con botones ni una camisa sino un plátano, un pan francés, un paquete de galletas y un vaso de chicha. Era obvio que tenía que comer todo eso y empecé a hacerlo con la calma de quien tiene que comer un plátano, un pan francés, un paquete de galletas y beber un vaso de chicha en circunstancias normales. Cuando iba a la mitad del plátano (y el resto de alimentos permanecían intactos) sonó el silbato otra vez porque el concurso tenía ya su ganador. En la premiación me sentí doblemente frustrado porque había perdido y porque no sabía por qué había perdido.
Fue probablemente la primera gran frustración de mi vida, pero sí que me sirvió de entrenamiento para lo que vendría poco después.
Ya desde esa época sabía de por sí, con el poco entendimiento del mundo propio de mi edad, que las cosas no andaban muy bien en mi casa, o al menos no tan bien como en la de Héctor, mi amigo y vecino. Me bastaba con comparar mis juguetes con los suyos para darme cuenta. ¡Cómo envidiaba sus Legos! ¡Y su auto fantástico que hablaba! Le apretabas un botón y soltaba una frase en inglés con todo y encendido de su luz delantera, al igual que en la serie. Pero lo que más envidiaba era sus juguetes de los Transformers, dibujo animado sensación para la chibolada de aquellos días.
No menciono mis juguetes porque no quiero dar pena.
En el nido lo mismo: mis compañeros jugando con sus Transformers en el recreo, y yo sufriendo viéndolos. Por suerte apareció Lili para hacerme olvidar un poco de ese asunto, y no por lo que uno pueda imaginarse sino porque, aunque suene contradictorio, ella también tenía su Transformer. Esto era algo que no nos cabía en la cabeza ni a mí ni a mis compañeros: qué hacía una niña jugando con un robot, nos preguntábamos. Las otras niñas del nido parecían validar nuestros prejuicios con sus juegos de muñecas y cocinitas; y de paso con su odio a los robots. Cómo sea, el asunto es  que, aburrida de ellas, y hasta cierto punto discriminadas por ellas también, Lili se pasó a nuestro bando y desde entonces pasaría el recreo con nosotros jugando a los Transformers o hablando emocionada del episodio más reciente de la serie, y disfrutando además de algunos de nuestros juegos más físicos y toscos.
Y también contribuiría a nuestras burlas hacia el grupo de las niñas. Nuestras burlas que en sí eran producto de nuestra piconería al querer pasar más tiempo con ellas y no saber cómo hacerlo. Un día Alejandro se les acercó y simplemente fue al grano: ¿puedo jugar con ustedes?, les preguntó. Las niñas se apartaron un poco para deliberar, y luego de unos minutos le dieron la respuesta: sí, pero con la condición de que él se convirtiera en su esclavo. Alejandro no lo pensó dos veces y aceptó. Pronto lo vimos haciendo de mozo para ellas llevándoles sus tacitas de té, haciendo de niñera de sus muñecas, o también de mascota andando en cuatro patas y ladrando;  o a veces no era un perro sino un caballo llevando a una niña en su espalda. Como sea él era feliz, insanamente feliz.
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El Auto Fantástico, intro
Transformers, intro

domingo, 16 de diciembre de 2012

Miedo a las arañas

Nunca he sido un tipo listo. He sido bueno en matemáticas, pero eso no tiene nada que ver. Además que tampoco era tan bueno; sólo más o menos, y eso. El colegio me hizo creer que la “rompía” en números, pero en la CEPRE-UNI me di cuenta que había estado viviendo una mentira. De los 20 de nota en mi etapa escolar pasé de pronto a los 04 en la preuniversitaria. Recuerdo cómo competíamos yo y un grupito de mi aula de la CEPRE-UNI, que se sentaba a mi alrededor, a ver quién se había sacado la mayor nota en el examen más reciente; y empezábamos: yo saque 04.07, yo saque 04.61, yo 04.35… y así comparábamos nuestras centésimas. Patético. Tan patético como el no ingresante a la universidad que dice que sólo le faltó un punto, que, por dar un ejemplo, sacó un 11 cuando necesitaba un 12; suena a que no le faltó nada pero en realidad hablamos de 100 centésimas de diferencia, los que pueden hacer que quien sacó 11.00 esté decenas de postulantes por detrás de quien sacó 12.00. Ya ni hablemos de los que dicen que les faltaron “sólo” dos puntos.
Digo que no soy un tipo listo porque me cuesta entender lo que pasa a mi alrededor. Para muchos entender qué está pasando, llegar a una conclusión e incluso tomar una decisión, es cuestión de una fracción de segundo. Para mí cerebro es una tarea titánica que en el mejor de los casos le toma un par de minutos, pero en los peores: meses, hasta años. Y no exagero. Hace un par de días comprendí que aquella chica en el gimnasio quería conversar conmigo y no simplemente, como yo supuse entonces, ocupar la máquina que yo estaba utilizando. Y eso pasó hace dos años.
Ella, de nombre Gabriela, era una chica en sus primeros 20, mediana estatura y con unas nalgas y un busto bien puestos. Pero llenita, aunque no se trataba de grasa acumulada sino que así era su contextura física; digamos que su falta de cintura era algo de nacimiento. En resumen, tenía lo suficiente como para que uno se distraiga viéndola, más aun si tenemos en cuenta lo coqueta que era.
Yo tenía 28 años y justamente había sido mi edad el motivo por el que estaba en ese gimnasio. Aún no asimilaba el hecho de que me faltaba poco para cumplir 30 (ya los cumplí y sigo sin creerlo), y esa sensación empeoró cuando en un encuentro casual con algunos compañeros de promoción de colegio noté lo acabado que se veían la mayoría: cansados, con sobrepeso, aburridos. Ese estado en algunos de ellos, me enteré a oídas, era por un tema de demasiadas borracheras, cigarros y juergas en su vida; y en los otros, porque me lo dijeron ellos mismos, por el matrimonio:
-¿Aún no te casas, Souza? ¿Aún no tienes hijos, Souza? ¿No? Bien por ti, hermano. Cómo te envidio. No vayas a cometer ninguno de esos errores. Te vas a cagar la vida.
A mi que por lo general no me gusta recibir consejos (ni mucho menos darlos) tomé muy en serio esas palabras, y aún lo hago.
Ese mismo día, más tarde y ya en mi casa, calato frente al espejo comprendí que mi cuerpo se estaba deshaciendo y perdiendo forma por eso de que los años no pasan en vano. Era testigo de una gordura extraña, donde mis brazos, piernas y pecho seguían siendo puro hueso y toda la grasa se empezaba a acumular sólo en mi abdomen. Un feo espectáculo definitivamente y decidí entonces que si es que llegaba a los 30 tenía que ser en la mejor condición posible. Así que días después aprovechaba una buena oferta por 4 meses en el gimnasio más cercano a mi casa, el Energym de la avenida de El Ejército.  
De los 4 meses fui sólo 2. Fue ahí donde conocí a Gabriela de quien me di cuenta en mi primer día nomás que era amiga de todos los chicos y de los instructores. Cómo olvidar las veces en que yo pedía ayuda a algún instructor sobre tal o cual rutina y éste me decía señalando a otro socio ejercitándose: “”¿Ves lo que está haciendo ese chico? Ok. Haz lo mismo que él”. Pero si era Gabriela o cualquiera de las otras socias las que necesitaban ayuda, hacían ahora sí su trabajo: instruir, y con tal esmero que ya sólo les faltaba agarrarles con ambas manos el culo a las chicas y bajarlo para enseñarles a hacer sentadillas.
Decía que ella se hablaba con todos. Cierto, con todos pero obviamente menos conmigo. Yo tendría que haber vuelto a nacer para ser el que diera el primer paso, así que ella lo hizo. Yo me ejercitaba sentado en una máquina para fortalecer las piernas cuando se me acercó:
-¿Compartimos la máquina?- me dijo ella coqueta, lo que yo tomé como una coqueta forma de apurarme para cederle el sitio. Intimidado le mentí:
-Me falta una y acabo- dije cuando en realidad me faltaban como 10 levantamientos (de pesas con las piernas).
“Acabé”, le cedí mi lugar y me alejé. Y esa fue la única vez que hablamos.
Hace poco cerraron ese gimnasio porque ese espacio lo van a convertir en un edificio de departamentos. Pasando por ahí fue inevitable no recordar, y entre esos recuerdos tenía que estar ella echada levantando pesas y mostrando el escote, o en cuclillas endureciendo sus glúteos; y también lo social, alegre y extrovertida que era con todos los chicos. Fue entonces que comprendí que también ella había intentado ser todo eso conmigo. Merecidamente me metí un lapo a mí mismo por imbécil.
Algo de resultado tuvieron en mi cuerpo esos dos meses, además que desde entonces trato de alimentarme lo mejor posible. Poco después de abandonar el gimnasio compré dos pesas  para más o menos seguir ejercitándome en casa. Al comienzo las levantaba en las mañanas y en las noches. Luego sólo en las noches. Luego dejé de hacerlo. Aquí están debajo de mi escritorio habitadas ya hace varias semanas por una araña. Les tengo miedo a las arañas así que medio distraído escribo esto porque estoy atento a sus movimientos y a los de mis pies.
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martes, 27 de noviembre de 2012

Camiseta

La costumbre era que los de cuarto de media organizaran la inauguración de la “Semana de la Alegría” (que era el título oficial que mi colegio le daba a la semana en que se celebraba su aniversario), y ese año nosotros, la promoción 99, estábamos en cuarto de media. Como el tema era, pues, la alegría (porque “la santidad consiste en estar siempre alegres” había dicho el santo salesiano Domingo Savio y era una frase que todos los alumnos del Rosenthal nos la sabíamos de memoria porque estaba pintada con letras gigantes en una de las paredes del patio) la ceremonia consistía en hacer reír al resto del alumnado, profesores, sacerdotes y cualquier otro espectador casual, de cualquier forma posible, ya sea con un sketch, una canción, rimas… lo que sea. Sólo recuerdo el acto de inicio y el final. Alguien escondido habló por un micrófono y le pidió silencio al público porque estaba por empezar el show. Se produjo un silencio que duró lo suficiente como para que las personas empezaran a mirarse las unas a las otras confundidas, y entonces se escuchó por los parlantes los primeros acordes de “Iron Man” de Black Sabbath, banda padre del heavy metal. Sonaba la canción, pero nada, el escenario seguía vacío, hasta que alguien gritó ¡ahí vienen, ahí vienen!. Todos voltearon y vieron venir, saliendo de los baños, a los Teletubbies: cuatro compañeros disfrazados como Tinky Winky, Dipsy, Lala y Po, pero con la cara descubierta, usando lentes negros y andando con una muy mala actitud acorde (supuestamente) con aquella canción. Cuando los Teletubbies llegaron y subieron al escenario, se detuvo la música y los cuatro se quitaron los lentes. Miraron muy serios al público por unos segundos y luego el más alto (el de color morado) tomó él único micrófono que había. Los demás se le acercaron y al unísono, dejando toda seriedad de lado, empezaron con eso de hoa, becho y abacho. De esa forma se pusieron a hablar sobre, qué más, la alegría. Después de unos minutos, abruptamente (fue la sensación de los espectadores quienes no entendían casi nada de lo que oían) callaron y volvieron a ponerse serios. Empezó de nuevo a sonar “Iron Man”, y cuando terminaron de recuperar su mala actitud, con los lentes ya puestos, abandonaron el escenario. Supongo que el que apenas se les entendiera era el chiste. La verdad es que, salvo por unos cuantos, nadie se rio. Más se escucharon los típicos oh, que monce, y no necesariamente porque lo fuera, sino por un tema de mala leche entre salones; algo también típico. Ni risas ni abucheos se escucharon con el acto final: seis alumnos, entre los más flacos y más gordos de la promoción, representando la escena cumbre de la película “The Full Monty”, o sea, cinco alumnos de secundaria de un colegio católico haciendo un strip tease. Obvio que no se calatearon completamente: sólo se quitaron las chompas, las corbatas y las camisas, quedando con el torso desnudo y algunos, hablo de los gordos, mostrando las tetas, porque esos chicos sí que tenían tetas. Aun así todo el público se quedó perplejo. Apenas hubo unos aplausos luego de que terminara la música y los bailarines regresaran al backstage. La misma voz oculta del inicio dio por finalizada la ceremonia con un gracias y buenos deseos a todos para el resto de la semana; semana que, por cierto, lo único que tenía de especial era que los recreos duraban el doble para que se pudieran llevar a cabo el campeonato de fulbito.
Que yo sepa ese baile no tuvo consecuencias y nadie terminó sancionado; aunque sospecho que a nuestro tutor, el profesor Morales, alias La Mole, le habrá caído alguna llamada de atención de parte del cura director, o al menos eso nos dio a entender la profesora Elvira, cuando en su clase nos contó lo muy molesto que estaba el padre Miyashiro, y lo muy ofendida que ella se sintió al ver ese espectáculo. En sí no se le podía echar la culpa a La Mole. Las reglas establecían que la inauguración de la “Semana de la Alegría” fuera algo organizado sólo por alumnos y en secreto, sin la intervención de ninguna autoridad. Evidentemente quien creó esas reglas jamás pensó que algo como aquel acto de cierre pudiera pasar. Incluso yo siendo parte de la promoción no me lo esperaba. Y es que poco o nada me interesaban los planes del comité organizador, ni mucho menos participar: y hasta ahora poco o nada me interesa participar de alguna actividad grupal. Quiero decir que no soy de los que se ponen la camiseta cuando se trata de grupos grandes. ¿Cuántos éramos nosotros? ¿80? ¿90? Cuarenta y tantos por aula (sección A y B). Una de las pocas veces que me la puse fue cuando ya estudiaba en la San Martin, el día que los alumnos de la Universidad Agraria salieron de paseo con las calles de la Molina, en su tradicional corso anual. Pasaron por los exteriores de mi facultad y cuando nos vieron a muchos curioseando desde las rejas empezaron con un cantito en la que se burlaban de nosotros tratándonos de burros (y sólo porque para ingresar a la San Martin basta con poner tu nombre y apellido en el examen de admisión). Iban caminando despacio, tomándose su tiempo. Una chica se acercó más de lo debido a la zona en la que estábamos mis amigos y yo, y prácticamente nos escupió esa canción en nuestras caras. Fue ahí que me puse la camiseta y pensé que alguien debía hacer algo para contrarrestar tanta ofensa contra nuestra universidad. Por suerte Roberto lo hizo: mientras se agarraba enérgicamente la entrepierna,  le dijo a la chica que se acercara para demostrarle por qué nos decían burros. Ella no dijo nada, incluso dejó de cantar. Sus amigas la apartaron de la reja y nos gritaron groseros. ¡Punto para la San Martín! Nos tocaba celebrar esa pequeña victoria y lo hicimos cagándonos de la risa. Por supuesto felicitamos a Roberto, quien siempre ha sido así cuando algo, pues, le llega al pincho. Por eso no me sorprendió (en una reunión de reencuentro con mi grupito de la facultad,  luego de tiempo de haber concluido la universidad y de no vernos), enterarme lo que le había dicho a Jessica en una conversación por Facebook. Resulta que esta chica, Jessica, compañera de facultad también, había terminado con su novio, y en un momento de tristeza en la que estaba desesperada por hablar con alguien, con cualquiera capaz de prestarle atención, encontró que en su Facebook no había nadie más conectado (era muy de noche, casi de madrugada) que tres chicos con los que nunca había establecido amistad pero que siempre le parecieron buenas personas. Al comienzo todo bien con Abel, Anthony y Roberto, quienes hacían su mejor esfuerzo en reanimar a esa chica que sólo sabía quejarse de su vida sentimental. Pero como dos semanas después ella seguía con el mismo rollo, ya los chicos no sabían cómo deshacerse de alguien que no dejaba de sentir lástima de sí misma. Cada uno más o menos lo hizo según su personalidad. Abel, conciliador como siempre, le decía que tal vez sus amigas, o cualquier otra mujer, podría darle mejores consejos. Anthony usaba su técnica de la confusión, o sea que ella le decía algo, como ¡hoy he visto a mi novio chapando con su nueva chica!, y él le respondía cambiando a un tema que absolutamente nada tenía que ver, como por ejemplo contarle el episodio más reciente de Naruto. Roberto simplemente la mandó a la mierda. Primero dejó de responderle. Ella lo saludaba, le hablaba, pero él nada, o apenas algunos monosílabos. Jessica perdió la paciencia: ¿oye me estás escuchando? (irónico, teniendo en cuenta que era una conversación por chat) le recriminó, creyendo que ya tenía el derecho de hacerlo para una amistad de dos semanas. ¡Me aburres, mierda!, le respondió Roberto. De inmediato, sin darle la chance a ella de responder, la borró de su Facebook, Messenger, celular, etc.
Envidiamos la sinceridad de Roberto y celebramos ese y otros recuerdos un domingo a las dos de la mañana, los cuatro sentados en una mesa de ese Bembos de algún lugar de la Molina o Surco; territorio que no es mi territorio. Pero no tenía de qué preocuparme gracias a que Anthony vive en San Miguel (yo en Magdalena) y a que él tenía auto. Así que tranquilo, a las cinco de la mañana, descendía de su auto en el Metro de Pershing y emprendía mi camino a casa, ahora a pie. Mi casa está a unas diez cuadras de ese punto, pero no hay problema, es un sitio por donde se puede andar tranquilo, además era enero y ya estaba amaneciendo. Pensé que de seguro al llegar a casa me encontraría con mi mamá preparándose para ir a misa, y como ella muchas otras personas lo estarían haciendo. ¿Y yo hace cuánto que no iba a misa? me pregunté. ¿Y cuándo había sido la última vez que había comulgado, o confesado? Lo que daría por poner un micrófono oculto en un confesionario y escuchar lo que la gente le cuenta al cura. Recordé la vez (siglo atrás) que vi salir de un confesionario a una mujer de lo más tetona y potona llorando rumbo a algún altar de la iglesia de seguro a rezar su penitencia (ene Padre Nuestros, ene Ave Marías). Y cómo me costó en ese momento no imaginarme los posibles pecados de esa mujer porque estaba en plena cola para confesarme y hubiera sido bien conchudo de mi parte pecar de malos pensamientos minutos antes de mi confesión. Pero lo que no pude evitar fue recordar un chiste: una mujer se confiesa y le dice al cura “padre, dejé que mi novio me tocara los pechos”, y el cura le dice “hija arrepientete de tu pecado, ve y échate un poco de agua bendita en los pechos”. Una segunda mujer se confiesa y le dice al cura “padre, le toqué el pene a mi enamorado”, y el cura le dice “hija arrepientete de tu pecado, ve y échate un poco de agua bendita en la mano”. Entonces, mientras estas dos mujeres estaban echándose agua bendita, apareció una tercera mujer que acaba de confesarse. Las dos primera le preguntan que le había dicho el cura, y esta tercera mujer responde “que haga gárgaras con el agua bendita”.
Y es que las claves para que una confesión sea exitosa es el arrepentimiento y el firme propósito personal de no volver a cometer los mismos pecados. Por eso dejé de confesarme, a los 15 o 16 años, porque simplemente, por más remordimientos que me causara entonces, no podía dejar de correrme la paja. Y qué rico es correrse la paja.

***

Teletubbies, intro

Iron Man, Black Sabbath

The Full Monty, baile final

Naruto, opening

domingo, 21 de octubre de 2012

En ropa interior

Las cosas no le están saliendo bien a Mitch en su cita con Blanche y no todo es necesariamente por su culpa. En lo que va de la noche, Blanche ha parecido estar distraída la mayor parte del tiempo y sólo se ha alegrado las veces que ha querido esquivar algún tema o pregunta, como cuando Mitch le pidió permiso para darle un beso. Ella le respondió sin decirle que sí o que no, y él, respetuoso y paciente como siempre, no insistió. Pero luego, mientras a modo de juego la alzaba en brazos para adivinar su peso, ya no pudo contenerse más y entonces trató besarla a la fuerza. Blanche se resistió y empezaron a forcejear. Sólo haciéndole recordar lo caballero que le había parecido desde que se conocieron (hacía un par de semanas atrás), Blanche logró que Mitch la soltara. Por eso ahora los dos están incómodos y algo alejados el uno del otro en ese muelle donde transcurre su cita. Poco a poco vuelven conversar. Dudando, Mitch se le acerca y le pregunta cuántos años tiene (ella parece de treinta y tantos, y él de cuarenta por lo menos). Blanche no entiende, cree que esa pregunta está fuera de lugar. Mitch le explica que más que suya esa duda es de su madre: una mujer enferma que lo único que desea antes de morir es ver a su hijo bien establecido. Blanche siente y comprende la tristeza con la que Mitch habla. Le dice que sabe lo que es perder a un ser querido: su esposo con quien se había casado a los 16 años, y le confiesa “yo lo maté”. Mitch no sabe qué decir; no dice nada y simplemente deja que ella siga contando su historia. Blanche trata de explicar algo que ni siquiera ella entiende: ¿por qué le gustaba tanto aquel hombre?, ¿cómo había sido posible que llegara a amarlo? Si en realidad no se trataba más que de una persona débil, cobarde y mediocre, alguien que lloraba en las noches al no saber qué hacer con su vida. Lo amaba, sí, pero, contradictoriamente, y en secreto, lo detestaba también. Hasta que llegó el día que ya no pudo ocultar más ese secreto, y en un baile se lo dijo: “te desprecio”, y lo hizo de tal forma que no dejara dudas. Él salió corriendo. Minutos después todos en ese baile, incluido ella, escucharon un disparo. Su esposo se había suicidado. Blanche deja de recordar y queda en silencio, sollozando. De inmediato Mitch la abraza y le dice que ambos se necesitan el uno al otro y finalmente se besan.
Termina la escena y empieza la siguiente con Mitch y Stanley peleando en una fábrica, pero yo me distraigo: “¿en serio se mató sólo por eso?” pienso no creyéndole completamente a Blanche porque, uno: se me hace difícil imaginarme a alguien matándose por una razón así; dos: viéndola a ella es obvio que no está del todo bien de la cabeza. Supongo que tal vez más adelante en la película se revelaran más cosas y me concentró otra vez en “Un tranvía llamado deseo”.  
Cuarenta y cinco minutos después, Stanley llama desesperado a su esposa con el grito de “¡Stella! ¡Stella!”, y sale el mensaje “The End”. Sobre aquel suicidio no se dijo más pero yo quedo con la sospecha de que hay algo oculto al respecto. Busco en Wikipedia sabiendo sólo lo básico, que la película está basada en una obra de teatro escrita por Tennessee Williams, y encuentro la información que aclara mis dudas: en la obra original el esposo era homosexual, ese era su secreto, y Blanche, luego de descubrirlo, lo despreció por ello. La censura de la época (la película es de 1951) se había encargado de disfrazar ese tema y otros para la adaptación al cine.
Entonces, conociendo los antecedentes de esa versión fílmica, cuando en la película “La gata sobre el tejado de zinc” (1958), también adaptación de otra obra de Tennessee Williams, Maggie, en ropa interior, prácticamente le suplica a su esposo Brick que le haga el amor y él no sólo no quiere hacérselo sino que también actúa como si le tuviera asco (además de preferir seguir bebiendo whisky), y ella responsabiliza de esa crisis matrimonial a Skipper, un amigo fallecido de él, ya uno sospecha las verdaderas razones, pero se pregunta también cuál o cuáles son las que los guionistas tuvieron que escribir forzados por la censura. El misterio se revela en la escena en la que el padre de Brick los confronta. Parece que él mismo tiene sus dudas e insinúa, basándose en algunos rumores, que la relación entre Brick y Skipper era extraña. Brick se defiende exclamando que Skipper y él eran grandes amigos y nada más. Maggie interviene y la conversación se va poniendo cada vez más tensa así como poco a poco se van descubriendo las circunstancias en las que ocurrió aquella muerte: además de que Skipper era su mejor amigo, Brick siempre lo había admirado y visto como a un héroe, por ello no soportó escucharlo un día por teléfono llorando y acobardado ante un problema pidiéndole algún consejo; Brick, quien también sospechaba que Maggie y su amigo habían tenido una aventura, le negó su ayuda y colgó el teléfono. Skipper se suicidó y Brick le echó la culpa a su esposa tanto como así mismo, y ese era el sentimiento que lo perturbaba.
Esa fue la explicación de Hollywood. Lo que escribió su verdadero autor fue que Skipper se había suicidado luego de ser rechazado sentimentalmente por Brick, a pesar de que éste no estaba del todo seguro de sus propios sentimientos y sexualidad.

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"Un tranvía llamado deseo" - trailer


Escena de "La gata sobre el tejado de zinc"


El grito "¡Stella!" original


"Un tranvía... " en Los Simpsons


Los Simpsons parodiando ambas películas a la vez

"¡Stellaaa!" en Seinfeld

martes, 18 de septiembre de 2012

Con otros ojos

Habían cumplido 13, 14, 15 años, así que era lógico que aquel verano los chiquillos y chiquillas del barrio empezaran a verse con otros ojos. Ellas eran cuatro amigas vecinas de una misma cuadra; ellos, incontables, no eran un grupo así de compacto: estaban los de la calle Larco Herrera, los de Valdizán, los de Unanue y, a partir de esa estación, otros provenientes de calles un poco más alejadas.
Jenny, la más bajita de las chicas, era la más bonita y por ello la preferida de los muchachos. Pero ella nunca se lo tomó en serio; en cambio, aprovechaba esa preferencia para hacer sufrir de vez en cuando a algún pretendiente y de paso hacer reír a sus amigas. Las entretuvo igual cuando empezó a ceder a las pretensiones de Piero contándoles todos los pormenores de lo que finalmente sería su primer enamoramiento, el que duraría hasta el final de esas vacaciones.
Como si nada hubiera pasado entre ellos dos, se olvidarían el uno del otro en el transcurso del año escolar; Piero, quien no era del barrio, ni siquiera volvería a asomarse por ahí. Ella tampoco lo haría, al igual que el resto de chicas y chicas ocupados todos con deberes escolares.
Hasta que de nuevo llegó el verano y las vacaciones, y las calles del barrio volvieron a la vida. Piero también regresó y el día que lo hizo fue directamente donde Jenny. Al comienzo ella no supo cómo actuar pero la familiaridad con que él la trató la hizo recuperar rápidamente la misma confianza de hacía un año. Se sintió halagada porque era evidente que Piero no quería separarse de ella y que poco a poco la iba apartando del resto. Con cierta vanidad, segura de las intenciones de Piero, Jenny se preguntaba si debía o no ponérsela fácil. Decidió que sí: lo encontraba más simpático que el verano pasado y creyendo que ahora eran los dos más “maduros” para una “relación” más seria (consideraba que la del año anterior había sido sólo un juego) pensó que sería una buena idea asegurarse de una vez un enamorado para todo el verano, o al menos hasta el 14 de febrero.
-¿Te puedo preguntar algo, Jenny?- dijo él cuando al fin estuvieron solos.
-Claro, Piero, dime- dijo ella mirando a su alrededor, juzgando si ese era un buen sitio para besarse.
-Melisa… ¿tiene enamorado?
-¿Melisa?- dijo Jenny sorprendida, y pensó “¿pero qué tiene que ver Melisa con nosotros?”. Entonces notó que la mirada de Piero se desviaba hacia algún sitio. Ese sitio era la esquina donde Melisa y las otras chicas conversaban.
-Vaya… Sí que ha cambiado Melisa en todo este tiempo- dijo él.
Jenny vio a su amiga, pero más que verla, esta vez la observó con real atención y de pies a cabeza. Viéndola sin el uniforme escolar y con ropas de verano se dio cuenta de su desarrollo: Melisa, la (relativamente) menos agraciada del cuarteto de chicas no sólo se había convertido en la más alta sino también en la más voluptuosa.
Jenny sintió una mezcla de vergüenza y enojo.
-Me tengo que ir- le dijo a Piero y empezó a andar rápido hacia su casa, aguantando lo más que podía sus ganas de correr. Sus amigas al verla la siguieron pero Jenny las apartó diciéndoles que se sentía un poco mal pero que no era algo serio y que no se preocuparan por ella, y ellas le hicieron caso. Cuando llegó a su casa fue directamente a su cuarto a verse en el espejo. Frente a él comprobó que su cuerpo seguía siendo el de una niña.
*

No había crecido, su pecho seguía plano y sus caderas aún no cobraban forma, y todo esto se notaba más al compararla con las otras chicas. Su rostro, su principal atractivo físico, ya no les importaba más a los chicos, ahora sólo tenían ojos para las curvas de sus amigas, en especial para los senos de Melisa.
Melisa… Los chicos la habían convertido en su nueva reina: no dejaban de mencionarla o preguntar por ella. La destronada no lo soportó. En secreto con las otras chicas, Jenny las convenció de que Melisa se había vuelto una creída, que los humos, o mejor dicho las tetas, se le habían subido a la cabeza.
Eso no era cierto. Melisa se tomó con calma, hasta con cierto recelo, el interés repentino que tenían los chicos en ella. O al menos así fue al comienzo: si con el paso del tiempo empezó a juntarse más con ellos fue por la frialdad creciente que sentía de parte de sus amigas. Al confrontarlas supo que Jenny era la culpable, y eso, viniendo de con quien se suponía eran mejores amigas, le dolió y mucho. Tanto que ese dolor rápidamente se convirtió en deseo de revancha, y sabía dónde “golpear” a Jenny. Así fue como empezó a tratar a Piero con especial cariño cuando Jenny estaba cerca, y por la cara de la más pequeña de las chicas era obvio que Melisa estaba teniendo éxito con su plan de provocarle celos. De  provocarle celos  y nada más, porque ni Piero ni ningún otro chico le gustaba.
Una tarde estaban todos en el parque, en la zona de los columpios. Los tres que había estaban ocupados sólo por chicas, con Melisa y Jenny a los extremos. Los chicos como de costumbre estaban alrededor atentos, con las esperanza de poder ver debajo de sus faldas. Ellas parecían estar columpiándose normalmente pero pronto fue evidente que, sin habérselo propuesto, Melisa y Jenny competían por quien ascendía más. Jenny, especialmente frustrada, estaba decidida a que al menos en eso Melisa no le iba a ganar, y rápidamente la fue superando. Melisa desistió. Las alturas que alcanzaba Jenny empezaban a ser cada vez más peligrosas.
-Jenny, ya está bien, ya es suficiente- exclamó Melisa, palabras que a Jenny, junto con el aliento de los chicos, la alentaban a ir llegar alto.
Entonces Jenny perdió el balance: su cuerpo se desplazó del asiento y, apenas sujetada de unas de las cadenas del columpió, el movimiento de vuelta la llevó directamente hacia el suelo en un viaje sin retorno. Su cuerpo barrió la tierra.
Jenny escuchó risas. Tenía los ojos bien cerrados y no los abrió hasta estar segura de no estar sintiendo algún dolor extremo síntoma de una lesión grave. Lo primero que vio fue el rostro preocupado de Melisa.
- Jenny… Jenny…
-Estoy bien…- respondió aturdida y Melisa la ayudó a ponerse de pie, y haciendo que se apoye en ella, la acompañó a su casa,  con las otras chicas yendo detrás. Los chicos no sabiendo qué hacer se quedaron en sus sitios riendo nerviosamente.
*

Melisa estaba en su sala sentada en un sillón cerca al teléfono, inquieta. Más temprano esa mañana había ido a visitar a Jenny. La mamá de su amiga le dijo que aún estaba dormida pero que le llamaría apenas estuviera despierta, y le informó que sólo había sufrido raspones. Entonces sonó el teléfono, Melisa respondió y unos minutos después estaba frente a la puerta de la habitación de su amiga. Antes de tocar dudó unos segundos sobre qué iba a decir primero.
-Sé que estás ahí. Entra. La puerta está abierta- escuchó de pronto desde el otro lado.
Melisa abrió la puerta y se quedó ahí. Se conmovió al ver a su amiga con un par de curitas en el rostro y en los brazos, y con una sonrisa amistosa que hacía tiempo no le veía.
-Creo que tenemos que hablar- dijo Jenny.
Melisa, más tranquila, asintió y entró dejando detrás de ella la puerta cerrada.


***

miércoles, 5 de septiembre de 2012

El por qué ese personaje de “Watchmen” se llama “Rorschach”


Un ejercicio de mal gusto
Lo que están viendo, para quienes no hayan visto ese episodio de South Park, es un HumancentiPad: tres personas unidas quirúrgicamente por el tracto digestivo, con un teclado (dispositivo de entrada) al inicio de la “cadena” y una pantalla (dispositivo de salida) al final. Se trata de la próxima evolución del iPad que según Steve Jobs (obviamente es un episodio de cuando aún vivía) no sólo les permitirá a los usuarios compartir sus mensajes, imágenes, videos… sino también su propia mierda, literalmente. 
Al finalizar el episodio, y todavía riéndome, me pregunté cómo demonios se les había podido ocurrir a los guionistas de la serie una idea así. Pensé que el origen de todo debió ser el término “human centipede”, o sea, “ciempiés humano”. Ahora ¿cómo es que relacionaron esas dos palabras aparentemente no relacionables en primer lugar? Imposible que se tratara de una asociación gratuita. Es cierto, South Park es una serie absurda pero en el fondo todo lo que sucede en ella tiene una justificación o es referencia a algo. Con esa sospecha puse “human centipe” en Google, y voilà, primer resultado: un link de Wikipedia sobre la película “The Human Centipede (First Sequence)”.
La trama: un científico loco quiere tener como mascota un ciempiés humano, y para ello captura a dos chicas y un chico a quienes convierte en más o menos lo mismo que se ve en South Park. Es una película de terror de culto que tiene segunda parte (mucho más chocante que la primera) y una tercera actualmente en producción que, según su director y creador, va a dejar a las anteriores como cuentos de hadas en comparación.
No las he visto ni pienso hacerlo, al igual que el resto de películas así de perturbadoras que he encontrado en internet y que busqué de curioso luego de enterarme de la existencia de la saga del ciempiés. “Disturbing movies” fueron las palabras que usé como criterio de búsqueda que me dio como resultado varios “top ten”. Leyendo las descripciones de muchas de las películas listadas (o incluso sólo viendo sus posters) a uno se le pone los pelos de punta. Predomina lo grotesco, crudo y explícitamente violento, como “Men behind the sun” (segunda guerra mundial, científicos japoneses hacen experimentos con prisioneros chinos) o “Saló o los 120 días de Sodoma” (una cúpula de poderosos humilla y tortura a un grupo de esclavos); pero también está lo experimental al extremo y sin una sola gota de sangre, como “Eraserhead”.   
De las pocas películas que he visto en mi vida que me hayan hecho exclamar  “¿qué carajos estoy viendo?” definitivamente la más memorable es la comedia de inicio de los 70 “Pink Flamingos”, que su mismo creador calificó (y promocionó) como “un ejercicio de mal gusto”; descripción precisa especialmente por su escena final, la histórica ya escena final, que puede dejar traumado a muchos.
Y esa fue la más memorable pero no la más rara, en este post sobre películas raras supuestamente pero que no sé cómo va a terminar.

Manchas de tinta
SilentHill” es una saga de videojuegos de terror con un soundtrack excelente, y una muestra de ello es la canción instrumental “A Stray Child”. Un día quise ver que pudieron haber hecho con esa canción usuarios de YouTube, y lo primero que encontré, fue pues…
Es un video en blanco en negro. Play. Empieza la música. De arranque un hombre sentado, enmascarado, vendado, convulsionando y vomitando sangre (o al menos eso creo que es). Luego un pradera, un cielo, un hombre desnudo sobre la tierra convulsionando también… hay que ver el video. Las imágenes (que son reales en el sentido que no han sido generadas por una computadora) no son del juego: proceden, de acuerdo a la descripción, de una película llamada “Begotten”. Vi ese video un par de veces más antes de meterme de lleno a hacer averiguaciones. En todo momento trataba de entender qué era lo que estaba viendo: ¿era un manicomio?, ¿un campo de concentración?, ¿por qué sufrían esas personas?, ¿estaban siendo torturadas? Me aterraban esas suposiciones porque, aunque se tratara de una película, me hacían recordar de lo que se sabe es capaz la naturaleza humana. Eso, que es algo real, sí que puede ser perturbador, no lo sobrenatural, ni muchos menos lo metafórico. O sea que no hay que temerle a “Begotten” porque finalmente no es más que una larga metáfora sobre el origen del mundo y de la vida. ¿Esas personas sufriendo? No son “personas”, son “dioses” muriendo, naciendo, transformándose... Otra vez: lo metafórico no da miedo. La película (que se puede ver completa en YouTube) dura poco más de una hora; no tiene diálogos ni música, sólo unos cuantos efectos de sonido. Su autor la define como un test de Rorschach (ese test en el que se le muestra a una persona unas manchas de tinta y se le pregunte qué ve) y en muchas partes sí que lo es, como en esa escena en la que después de varios minutos comprendí que lo que estaba viendo era una vagina. Es un poco difícil reconocer una cuando está en primer plano, en blanco y negro, y con mucho vello púbico (no había visto tanto desde la última porno de los 70 que pasó por mis ojos) lo que tiene sentido porque el personaje de esa mujer es el de la “Madre Tierra”, o sea que bien al natural.
Tal vez alguien con mucha más sensibilidad artística que yo disfrute “Beggoten” (la película más rara y aburrida que he visto en mi vida) y no se quede dormido a la mitad como me pasó a mí.
Y en una nota aparte que poco o nada tiene que ver con este post, ya que mencioné lo del test de manchas de tinta, ahora entiendo que es por su máscara el por qué ese personaje de “Watchmen” se llama “Rorschach”.

***


Pink Flamingos, trailer


A Stray Child, música de Silent Hill 3 
con imágenes de Begotten

martes, 28 de agosto de 2012

Claxon

Con la prima hasta que gima dice el dicho, es cierto, pero eso ya era ridículo, pensaba César viendo a Mariana y al primo de ella abrazándose así, tan cariñosos delante de él y en plena vía pública, en la entrada de la facultad. Se suponía que tenía que ser algo privado, en secreto, porque es así como realmente se disfruta lo prohibido de una relación más o menos incestuosa, si no cuál era la gracia. Sólo les faltaba darse un beso que confirmara lo que para César era más que evidente. ¿Pero era necesaria esa prueba después de que el primo le acabara de regalar a la prima nada menos que un oso de peluche de más de un metro de alto? ¿Qué clase de primo hace eso por una prima? A menos que el parentesco no existiera y eso de “primos” fuera puro cuento. ¿Puro cuento? Viéndolos uno diría que eran hermanos incluso: tenían la misma piel blanca lechosa, el mismo cabello castaño y los mismos ojos claros, además del mismo acento de la costa norte que delataba la misma procedencia de ambos. Pero finalmente qué importaba: con o sin lazo consanguíneo el primo había cagado a César bien, pero bien cagado con ese oso de peluche del tamaño de una persona, tan grande que Mariana tuvo que desocupar sus dos manos para poder abrazar y darle las gracias a su pariente. “Amigo, sostenme esto un ratito” le dijo ella a César pasándole no sólo el peluchón ese sino también el peluchito que él le acababa de regalar por su cumpleaños. Qué mal le estaban saliendo las cosas a César, empezando por el claxon que lo interrumpió tan violentamente a mitad de “para ti, amiga (dándole el peluche)… sólo quería decirte feliz cumple…”, para luego oír:
-¡Prima!- gritó el conductor de un auto recién estacionado. Mariana giró.
-¡Primo!- gritó ella emocionada y sorprendida.
Entonces bajó el primo de su auto y del asiento de atrás sacó lo que César, aturdido por el claxon y la interrupción, pensó en un primer momento que era un pasajero pero resultó ser el maldito obsequio, diez veces más grandes que el suyo. Ya que le importó aprenderse el nombre del primo o a dónde éste llevaría a Mariana en su auto minutos después.
*

Sus informantes le habían dicho a César que Mariana no tenía enamorado ni nadie que le moviera el piso, además de detallarle sus horarios de clases, de entradas y de salidas. Por eso César había calculado que el mejor momento para abordarla en ese día, el día de su cumpleaños, era en la tarde en el frontis de la facultad. Lo del primo, pues, nadie, ni ella misma se lo esperaba. Ya era de noche y ya en su habitación César se conectó al Messenger listo a responder las preguntas de nosotros sus amigos quienes le lanzamos la misma primera pregunta: “¿has visto el hi5 de Mariana?”. Sospechó César que la humillación aún no había acabado, y sospechó bien. Mariana había agregado fotos relacionadas con su cumpleaños, y en una de ellas aparecían todos sus regalos: al centro, opacando al resto, el peluche gigante del primo; y entre las piernas de éste, el peluche enano de César. No se podía mentir sobre quién había regalado qué porque en la descripción de la foto Mariana agradecía a quien le había dado tal o cual obsequio. Por Messenger empezaron las burlas.
-Si pues, me cagaron- respondía César resignado y pensando “con amigos así…”.
Luego encendió su celular y por fin algo bueno: “Gracias por el regalo, César. Te quiero mucho”. Era un mensaje de Mariana. Feliz, César escribió de inmediato:
“De nada, Mari. Te gusto?”
Y sin revisar se lo envió.
“…Te gusto?”, tal cual escribió César su pregunta refiriéndose al peluche regalado como quien dice “¿te gustó mi regalo?”. Pero César hizo una omisión tan involuntaria como fatal: la tilde en la “o”, signo de puntuación que en este caso le cambiaba completamente el sentido a la pregunta, y es que Mariana (quien tampoco era muy lista) lo que leyó lo interpretó como “¿yo te gusto?”, y por eso minutos después César recibía como respuesta la más cariñosa de las choteadas donde sobresalía la frase: “me gustas, César, pero como amigo”. Parecía una respuesta fuera de lugar pero rápidamente César entendió lo que había pasado y el asunto de la tilde. Para él fue un baldazo de agua fría porque de arranque su plan para enamorar (o gustarle) a Mariana, cuyo primer paso justamente era el regalo de cumpleaños, se iba a la mierda. Y por esa noche, al menos, los mensajes e ilusiones quedaron ahí.
***

[Aviso: estoy empezando a experimentar con twitter, asi que el que tenga twitter y desee un seguidor más, normal, páseme la voz para seguirlo]
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