domingo, 25 de marzo de 2012

Mientras esperaba (feliz) dar mi último respiro

A medio camino entre estar dormido y despierto, abrí los ojos y de inmediato me di cuenta, además de la oscuridad, de que no tenía control sobre el resto de mi cuerpo, el que yacía boca arriba. Angustiado por mi estado catatónico, empecé a mover mi vista rápidamente y lo más que pude tratando de confirmar que, al menos, estaba sobre mi cama y en mi habitación. Estaba. Conforme mis retinas se adaptaban a la poquísima luz, fui reconociendo mi escritorio, mi televisor y otros objetos míos. Pero lejos de tranquilizarme algo ese reconocimiento paulatino, mi angustia crecía por la presencia de una sombra que no revelaba su verdadera forma. Agucé mi vista; entonces la sombra, adquiriendo una silueta humana, se abalanzó sobre mí y empezó a ahorcarme. Quise gritar y no pude; moverme, mucho menos. Creyendo inexorable mi final, pensé que debía averiguar qué o quién me estaba ultimando, así que con mucho esfuerzo pregunté:
-¿Quién eres?
La sombra, con una voz de hombre nada extraordinaria, me respondió:
-Sebastián.
Y me desperté, ahora sí completamente.
Luego de comprobar de que ya podía mover todo mi cuerpo, me puse a pensar en ese mal sueño, especialmente en el nombre de la sombra. ¿Cómo había podido ese nombre llegar a mi subconsciente si no conocía a nadie que se llamara así? A los pocos minutos volví a quedarme dormido. Tenía 20 o 21 años, y esa fue la única vez que intenté hallar la respuesta de esa pregunta; luego simplemente no me importó más. Recordaría ese nombre años después cuando decidí utilizarlo en varios de los cuentos que he publicado en este blog. Y por cierto, aún no conozco a ningún “Sebastián”.
Desde aquella noche la sombra me visitaría con cierta regularidad: una o dos veces al mes, y siempre en las mismas condiciones, o sea yo inmóvil en aquel estado medio despierto, medio en sueños. Al comienzo mi corazón apenas podía con tanta angustia, pero una noche eso cambió. Sucedió en una época de mi vida en la que sólo pensaba en morir. “¡Mátame de una vez, me harás un gran favor!”, logré gritarle en esa oportunidad, y mientras esperaba (feliz) dar mi último respiro noté que la presión que la sombra ejercía sobre mi cuello era constante, no aumentaba, y aunque incomoda, no estaba cerca ni mucho menos de ser fatal; y comprendí que siempre había sido así. Minutos después, como las otras veces, o sea sin previo aviso ni nada que lo anticipe, me desperté. Desilusionado, le perdí el miedo y el respeto. Igual no sería nuestro último encuentro.
La verdad tampoco sé cuándo fue la última vez porque se marchó sin despedirse. Un día, hace 2 años, escuché por la radio a un especialista hablar sobre los trastornos del sueño y describió entre varios síntomas precisamente la sensación catatónica y las pesadillas que surgen en ese estado. Y todo por no dormir bien, como es mi caso: desde mi época pre-universitaria me acuesto por lo menos a las 3 de la mañana y duermo unas 4 horas al día (de ahí mis constantes ojeras, bostezos y cara de sueño). Entendí que había desarrollado algún trastorno de ese tipo y que la sombra era producto de ello. Desmitificada (y racionalizada) completamente desde entonces, no he vuelto a soñar con ella. 

lunes, 19 de marzo de 2012

Abanicos

Un otaku es una persona aficionada al manga y al anime, o sea, a las historietas y dibujos animados japoneses. Una fiesta otaku es como cualquier otra sólo que la música que se pone es sacada de soundtracks de series y películas anime, y en la que la mitad de sus asistentes va siempre disfrazada de personajes propios de esas producciones. En aquella nuestra primera fiesta de ese tipo, Eduardo y yo, amigos y otakus hasta el día de hoy, no estábamos disfrazados; aunque según él, yo, con mi barba y mis lentes, fácilmente hubiera podido caracterizarme como el maquiavélico Gendo Ikari de la serie Evangelion.
Sucedió una noche de sábado para domingo del 2005.
Eduardo, amante de las juergas, fue con verdaderas ganas de festejar; yo, que odiaba las fiestas, sólo por curiosidad. Y transcurridas unas horas estábamos logrando nuestros propósitos. Eduardo, ya con varios litros de cerveza en su organismo, bailaba feliz con alguna chica, mientras que yo, sentado en una mesa y completamente sobrio (porque en esa época no bebía ni una gota de alcohol), observaba fascinado todo lo que sucedía y, de paso, cuidaba la botella grande de Cristal más reciente que mi amigo había comprado. Para entonces ya nos habíamos reído bastante con el desfile de disfraces en donde predominaron las pelucas de colores chillones y las armaduras hechas con pedazos de cartulina forrados con papeles brillantes; y, de igual forma, con el concurso de karaoke cuyos participantes hicieron más incomprensible aun el idioma japonés; en tanto disfrutábamos de algunas bolas de arroz típicas del Japón. Definitivamente todo marchaba muy bien en esa casona antigua que supuse era normalmente un recinto para los seguidores del punk, porque en el momento que una persona entraba y salía de una habitación, pude ver en el interior de la misma ropas, pulseras, correas y otras prendas, todas negras, muchas de las cuales tenían incrustaciones de metal, colgadas como si se tratara de una tienda de moda especializada en esa cultura.
Entonces alguien tocó mi hombro, volteé y vi a un chico de veintitantos años como yo, de pie e inclinado hacia mí, delgado y de mediana estatura, vestido con un traje de sastre muy pegado a su cuerpo y con un polo en vez de la tradicional combinación de camisa y corbata; todo el conjunto completamente de negro.
-¿Qué es esto?- me preguntó señalando a los que bailaban.
Entre gritos, obviamente por la bulla de la fiesta, empezamos a dialogar:
-¿Qué?- le dije confundido al no entender el significado de su pregunta; además trataba de adivinar mentalmente de quién estaba disfrazado.
-¿Qué es esta fiesta?- me preguntó de nuevo.
Me di cuenta de que no era un otaku y que su ropa no era un disfraz.
-Es una fiesta de anime- le respondí.
-¿Anime?... Ah, esas cosas japonesas- me dijo.
-Sí, esas cosas- le dije.
-¿Me puedo sentar?- me preguntó señalando el desocupado asiento de Eduardo.
-Claro- le respondí, y en un extraño arranque de cordialidad (y de conchudez) de mi parte, mientras le acercaba la botella y el vaso de Eduardo, le dije: -sírvete cerveza si quieres.
Agradecido y visiblemente complacido por mi amabilidad cogió la botella y llenó el vaso.
-Pensé que eras otro…- casi le dije otaku pero supuse que no sabría el significado de esa palabra -… aficionado a estas cosas.
-No, no- dijo -la verdad no me llama la atención, pero respeto el gusto de los demás, así como yo espero que respeten los míos.
Sus palabras me parecieron enigmáticas y por eso le pregunté:
-¿A ti que te gusta?
Y me respondió:
-La oscuridad y la muerte.
Recordé entonces las prendas que había visto en esa habitación que parecía una tienda de ropa, y teniendo en cuenta eso de “oscuridad y muerte”, entendí que esa casona no era un centro de reunión para punk’s sino para otro tipo de personas que también gustan vestir de negro, que la presencia de mi interlocutor en ese lugar no era casualidad, que él ya había estado ahí antes…
-¡Ah… eres gótico!- le dije emocionado por mi brillante deducción.
Él no recibió con alegría mis palabras:
-Me gusta la oscuridad y la muerte, punto.- me dijo seriamente -Eso de gótico no es más que una etiqueta inventada por la sociedad.
Su repentina seriedad me causo gracia, la que supe ocultar.
-¿Y cómo así llegaste acá?- le pregunté queriendo confirmar mis deducciones.
-Acá nos reunimos los sábados en la noche… no sabía que hoy lo habían alquilado para otra cosa.
En ese momento nos presentamos. Le dije que era un estudiante de Ingeniería de Sistemas, soltero y sin trabajo; él me dijo que tenía una esposa y una hija pequeña, y que trabajaba. Le pregunté en qué y me respondió “un trabajo de mierda como cualquier otro impuesto por la sociedad”. Era la segunda vez que mencionaba esa última palabra despectivamente, lo que me pareció un mal presagio. En efecto, tuve razón, porque empezó con un tedioso discursillo acusando a la sociedad de corrupta y de marginar a toda persona que no cumpliera con sus estándares; una sociedad que quería eliminar a los individuos y reemplazarlos por “seres humanos producidos en masa y con el mismo molde”. Tuviera o no razón, su forma de hablar, con el tono típico de quien se cree dueño de la verdad absoluta, me desagradó, y peor aun cuando empezó a juzgar mi estilo vida que supongo él consideraba demasiado burgués. Dejé de prestarle atención y empecé a hablarle secamente. Él notó mi cambio de actitud: “disculpa, amigo, a veces me pongo pesado. Tú… se nota que eres un buen pata[amigo]” me dijo mostrándose arrepentido. Y, cambiando de tema de una forma alucinante, me contó lo siguiente:
-Sabes… a mi esposa y a mí nos gusta ir a los cementerios en las noches y hacer el amor cerca de las tumbas.
-¿En serio?- dije sorprendido, y eso que aún no había recibido la mayor sorpresa:
-Sí, sí, es una experiencia increíble, deberías probarlo alguna vez, ¿no te gustaría hacerlo un día con nosotros?
Viendo su rostro supe que hablaba en serio. Me reí sintiéndome incómodo y halagado a la vez.
-No, gracias, amigo. No le voy a esas cosas- le dije, pero fue una verdad a medias. Era (y soy) un pervertido: si me hubiera dicho para hacerlo en un hotel en vez de un cementerio probablemente hubiera aceptado.
Él sólo asintió con la cabeza. Le pregunté:
-¿No les da miedo a ti y a tu mujer?
-No, para nada.- dijo con una sonrisa presuntuosa -A los muertos no hay que tenerles miedo, sino a los vivos… ¿sabes cómo me protejo de los vivos?
Y abriendo un poco su sacó me mostró un cuchillo enfundado de regular tamaño que colgaba de su cinturón. Hizo ese gesto con total naturalidad, como quien muestra un objeto ordinario, sin ningún ánimo de parecer amenazador; por ello no me alarmé.
-Tienes razón: los vivos son el verdadero peligro- le dije tranquilamente siguiéndole la corriente porque la verdad ya no se me ocurría qué más decir.
Luego de unos minutos de silencio habló él:
-¿Por qué no tomas?
-No bebo alcohol- le respondí.
-¿No tomas alcohol?- dijo con la típica incredulidad y desaprobación de quien ve con malos ojos a los abstemios.
-No- respondí seguro de mí mismo -no bebo, no fumo… ni bailo- dije lo último riendo para tampoco sonar muy serio. Y agregué anticipando su posible siguiente pregunte: -Sólo vine por curiosidad y acompañando a un pata.
Pasaron otros minutos sin decirnos nada.
-No me gusta mucho esta música pero igual tengo ganas de bailar- me dijo entonces. Se paró y, como finalizando nuestra interacción, continuó: -Gracias por la cerveza, amigo.
Pensé que buscaría a alguna chica para que fuera su pareja de baile pero lo que hizo fue ponerse a bailar solo. Bailaba a un ritmo que no correspondía al de la música de la fiesta, como si estuviera escuchando canciones distintas a las que los demás escuchaban. Se movía como si llevara abanicos en sus manos, lo que me hizo recordar los bailes del grupo LocoMía. Vi mi reloj y eran las 3 de la mañana.
Tres horas más tarde ya estaba amaneciendo, y Eduardo y yo abandonábamos la casona rumbo a la avenida más cercana para tomar un taxi. Eduardo, quien había tomado 5 botellas grandes de cerveza, caminaba tambaleándose hasta que cayó de rodillas. Lo ayudé a levantarse y sólo apoyado en mí pudo caminar.
-¿Para eso chupas?- le dije burlándome -¿para terminar en el suelo?
No se quedó callado:
-¿Qué esperas pues, huevón? Si no has tomado nada: yo me he tenido que tomar todas las chelas.
Me cagué de la risa.
Cuando tomamos el taxi le dijo al taxista para ir a la avenida La Marina (avenida donde, yo no lo sabía entonces, abundan discotecas y restaurantes de comida rápida), a un local de pollos a la brasa porque (Eduardo) tenía mucho hambre.
-¿Hay algún pollería abierta un domingo a estas horas?- le pregunté ingenuamente.
-Puta madre, Josué, no sabes ni un carajo: tienes que salir más- fue su respuesta.
No le hice caso en ese momento. Cuatro años después lamentaría no haberlo hecho.
***
LocoMía

lunes, 12 de marzo de 2012

Invisible

Antes de tomarnos un examen, el profesor Morales reacomodaba nuestros lugares en el aula asegurándose de que los alumnos más propensos a hacer trampa se sentaran al alcance de su vista.
Antes de aquella prueba de historia, en 4to de secundaria, no fue la excepción.
Yo terminé sentado junto a la pared de al fondo, y ahí nomás, delante de mí, Rojas Aguilar. Fue lo mejor que le pudo haber pasado a Rojas en ese momento. Él medía 1.85m y era corpulento, más por grasa que por músculos, mientras que yo era un escuálido adolescente de 1.70m. Así que, desde mi posición y con toda su humanidad tapándome, yo era prácticamente invisible a los ojos del profesor. Supongo que el profesor confiaba en mí por ser uno de los primeros puestos, y que consideraba a Rojas no lo suficientemente tramposo como para ponerlo más adelante. Como sea, hizo mal. Apenas empezó la prueba Rojas me dijo: “Ya, Souza: saca tu cuaderno”, lo que hice sintiéndome seguro bajo su sombra. Y así trabajamos en equipo.
Yo había estudiado como para un 15 [las notas en Perú van de 0 a 20]; Rojas, conociéndolo supongo que ni siquiera lo había hecho. Al final nuestras notas fueron 19 y 18, siendo suya la mayor. Mi calificación pasó desapercibida pero la de Rojas todo lo contrario: al comienzo todos se sorprendieron pero pronto, cuando se enteraron de nuestros lugares en el examen, intuyeron lo que había pasado.
Y cuando digo todos, me refiero a mis compañeros y, también por supuesto, al profesor Morales, quien otro día en el recreo me pasó la voz para conversar “un ratito”. De inmediato supe de qué quería hablar conmigo. Pensé que me haría acusaciones, pero no; todas fueron indirectas: “¿no te sientes mal, Souza, porque Rojas te ganó en el examen?”, “¿no te parece raro que Rojas haya sacado 19?”, ”¿no tienes nada qué contarme, Souza?”, y más cosas así, siempre en un tono irónico, que evidenciaban que no tenía pruebas contundentes. Y aunque las hubiera tenido a mí la verdad no me hubiese importado: era un adolescente displicente que si sobresalía en el colegio era por la mediocridad del mismo. Yo me hice el loco y le respondía tranquilo y sonriente; pero secretamente me sentía satisfecho por mi obra.
En el examen, de haberlo querido, le hubiera pasado a Rojas buenas respuestas como para que sacara un 11 (o sea lo mínimo para aprobar) y nadie sospechara después, y era eso lo que iba a hacer inicialmente, pero luego pensé: “¿no sería divertido que Rojas y yo sacáramos 20?”, y siguiendo con mis pensamientos: “¿no sería aun más divertido que él sacara más nota que yo?”. Si al final Rojas no sacó 20 fue porque decidí darle un toque de credibilidad al asunto: ni cagando Rojas iba a sacar la máxima nota en algún examen.
Al final de nuestra conversación quise devolverle la cortesía al profesor Morales por su forma de hablarme: “muy fácil el examen, pues, profe”, le dije irónicamente. Y ahí quedo zanjado el tema.
***

lunes, 5 de marzo de 2012

Un apellido de origen brasileño

Rendirse es generalmente un acto deshonroso, pero en el ajedrez es la única forma de salvar el honor ante una derrota inminente: no hay nada más humillante para un ajedrecista que perder por jaque mate. Por eso yo no podía entender por qué mi oponente en aquella partida no se rendía si estaba siendo aniquilado. Era como si no se diera cuenta de su desastrosa situación, y a mí eso me intrigaba: ¿cómo alguien podía ser tan inepto y no darse cuenta de ello?, me preguntaba a mí mismo, y pensé que, tal vez, se debía a su condición de… mujer. Yo tenía 12 años, era mi primer torneo de ajedrez y era también la primera vez que enfrentaba a una chica (púber como yo); y por cómo iban las cosas no pude evitar sentirme superior en todo aspecto. Llegó un momento en que pude darle fin a toda esa masacre con un misericordioso jaque mate, pero, queriendo abusar de mi poder, no lo hice y decidí prolongarla capturando (“comiendo”) todas sus piezas. Fue una tarea que emprendí en modo automático, o sea, ella hacia un movimiento y yo simplemente capturaba alguna de sus piezas sin pensar, sin ver el tablero en toda su dimensión. Mientras, me imaginaba a mí mismo contándole luego a mis amigos cómo había destrozado a esa chica, diciéndoles que las mujeres no sirven para el ajedrez, que los hombres somos más inteligentes, que esto y que lo otro y más sinsentidos… hasta que escuché “jaque mate”.
Casi se me cae la mandíbula al suelo.
En efecto, con una de sus torres, aprovechando que mi rey estaba encerrado y olvidado en una esquina, ella me hizo jaque mate.
Y fue así como el ajedrez me enseñó a nunca subestimar a las mujeres.
 *
El príncipedel tenis es una serie animada japonesa (anime) en donde se juega el tenis más sobrehumano y absurdo posible, y que a mis amigos de facultad y a mí nos encantaba. Gracias a él se despertó mi afición por el tenis (que tenía dormida desde hacía años) y mis amigos se interesaron por ese deporte; lo que a mediano plazo tuvo como consecuencia la reserva de una cancha en el Campo de Marte. Fuimos sin ninguna experiencia tenística previa, pensando ¿qué tan difícil puede ser darle a una pelota con una raqueta? Pues, fácil; ahora, hacer que esa pelota cruzara la red, todo lo contrario. Y cuando lo conseguíamos, la pelota terminaba fuera de las instalaciones de ese complejo deportivo. El culpable tenía que ir a recogerla y como jugábamos dobles (éramos cuatro), teníamos que detener por unos minutos el partido, el que, con tantos errores era casi imposible iniciar de por sí. Pronto las personas que jugaban en las canchas aledañas dejaron de hacerlo, rodearon la nuestra y empezaron a celebrar nuestras torpezas. A nosotros nos daba igual; habíamos pagado por una hora (además del alquiler de las raquetas y la compra de un par de pelotas) y no nos íbamos a ir antes. Cuando empezamos a marcharnos de la chancha, algunos de nuestros espectadores aplaudieron entre risas.
Nos prometimos luego tomar clases juntos y volver a jugar. Hace 5 años de esa promesa, y aún nada.
 *
Me gusta el ajedrez, me gusta el tenis, pero mi deporte favorito es el fútbol, para el cual naci negado. Igual no perdía la oportunidad de jugarlo cada vez que podía, especialmente en mi niñez y adolescencia; sólo me aseguraba de hacerlo con personas que me putearan lo menos posible por mi mal juego. Mis mayores “triunfos” en ese deporte sucedieron las veces que, previo a algún partido y al momento de armar los equipos (cosa que hacían los capitanes, o sea, los dos mejores jugadores de un grupo de chicos), yo no era elegido al final, sino penúltimo, lo que significaba que había alguien que jugaba peor que yo. Armados los equipos, mi capitán me mandaba prácticamente al lado del arquero, como último defensa, y siempre con la misma y única instrucción: “de ahí no te muevas”, la que yo cumplía a rajatabla. Pero un día, cuando recibo la pelota, no sé qué bicho me picó y me fui para adelante, yo solo, ignorando los pedidos de pase de mis compañeros de equipo. Seguí y seguí, dejando rivales en el camino, sobreviviendo empujes y esquivando patadas, y así hasta que llegué a una posición ideal para rematar al arco rival. Por supuesto, sin pensarlo dos veces y con la punta de mi pie (los buenos futbolista usan la parte interna), pateé con todas mis fuerzas, y lo que parecía iba a ser un golazo clavado en uno de los ángulos del arco, no lo fue, pero casi. La pelota rebotó en el palo derecho y con tal fuerza que regresó a la media cancha (era un campo de fulbito, de cemento), directamente a los pies de jugadores rivales, quienes, aprovechando el “hueco” en la defensa de mi equipo, debido a mi ausencia en esa posición, contragolpearon y finalmente nos metieron un gol. La puteada que recibí. Y pensar que muchos creen que por tener un apellido de origen brasileño, Souza, soy un as del futbol (y que hablo portugués, cosa que tampoco es cierta).
Por todo aquello, al momento de escoger una actividad extracurricular en mi colegio, algo que era obligatorio, y porque siendo una institución parroquial ni cagando iba a tener canchas de tenis, me enlisté en el equipo de ajedrez, deporte que, aparte de darme medallas (a pesar de que fui un jugador más o menos nomás), me enseñó a respetar a las mujeres y, al menos entre amigos y familiares, me hizo “famoso”:
Foto del diario El Comercio, hace un millón de años
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