domingo, 1 de noviembre de 2015

Una joven e impaciente farmacéutica


Sara y Sebastián tenían un examen el lunes en la universidad y para ello decidieron estudiar juntos el domingo. Pero había un problema: no tenían donde. Ninguno de los dos podía en su casa así que Sara, a quien le encantaba Starbucks, propuso ir a estudiar a, justamente, uno de sus locales. Sebastián nunca había ido a un Starbucks pero sí había visto algunos desde fuera y siempre le llamaron la atención: por sus luces tenues, por sus sillones y sofás, por servir el café en vasos descartables y no en tazas; simplemente no había visto nunca un sitio igual. Sus clientes, por ejemplo, no parecían ser lo típicos que llegan, piden, consumen y se van; Sebastián los veía con sus laptops, libros o videojuegos y le parecía que iban a más que sólo tomar un café. ¿Como estudiar, por ejemplo? Claro, por qué no, pensó y aceptó la propuesta de Sara.
Fueron al Starbucks del Óvalo Gutiérrez, en Miraflores. Cuando entraron al local, Sebastián se sintió especial: o sea, loco, yo estudio para mis exámenes en Starbucks, ¿manyas?, pensó en broma y mientras caminaba detrás de Sara empezó a observar el ambiente. Llegaron al mostrador donde había una cola de cuatro personas para la caja registradora, y se pusieron al final. Sara le hablaba pero Sebastián seguía en lo suyo y apenas le hacía caso. Entonces notó que algunos clientes, desde sus asientos, lo estaban mirando. Y se puso nervioso: ¿lo habrán visto observando todo con asombro?, ¿habrán descubierto que era su primera vez en un Starbucks?, ¿no estaba bien vestido? (porque de alguna forma sintió que todos estaban mejor vestidos que él). Esas personas volvieron rápidamente a sus asuntos y Sebastián, sin saber a dónde ver ahora, bajó la mirada.
-¿Todo bien?- preguntó Sara.
-Sí, sí, todo bien- respondió Sebastián. Y ella:
-¿Qué vas a pedir?
Qué pregunta más rara. Un café, ¿no es obvio? pensó Sebastián. Pero en ese momento escuchó el pedido de alguien más y al no entenderlo se dio cuenta de que no, no era tan obvio. ¿Un frappu… qué había pedido esa persona? Se preguntó. Y después venía Sara. ¡Y luego le tocaba a él!
-Pues, pues…- balbuceó Sebastián mientras, desesperado pero lo más disimuladamente posible, buscaba con la mirada algún menú o algo parecido cerca. Lo encontró en la pared posterior al mostrador, donde en un cartel a modo de mural estaba la lista de todos los tipos de café que se ofrecían. Salvo por el cappuccino, del que había escuchado pero nunca probado, lo demás de esa lista no le sonaba ni remotamente familiar. La cola se movió. Era el turno de Sara y Sebastián aún no sabía qué iba a pedir. Sara hizo su pedido y le cedió el paso. Sebastián avanzó hacia la caja y en el último segundo se le ocurrió una idea:
-Un café americano, por favor- dijo.
Era lo que había pedido Sara; Sebastián había decidido imitarla. En eso y en todo lo demás. Ella fue a un extremo del mostrador y él la siguió. Ella continuó hablándole y él asentía: “mmm”, “sí”, “sí claro”; más atento a sus movimientos y a lo que ella pudiera hacer que a lo que ella decía. Entonces, prácticamente a la vez, les entregaron sus pedidos. Finalmente Sebastián tenía en sus manos un café de Starbucks servido en uno de esos vasos blancos descartables de los que bebían la mayoría de sus clientes. Era el vaso descartable más elegante que había visto en su vida. Se olvidó de Sara. Se puso a contemplar su vaso desde todos los ángulos, vio que la tapa que lo cubría tenía dos agujeros en el borde, respiró el aroma por uno de ellos y dio un sorbo: el dichoso café americano olía muy bien pero sin azúcar sabía y se sentía como cualquier otro café sin azúcar.
-Yo lo prefiero dulce- le dijo Sara al verlo dar ese sorbo.
Sebastián volvió a fijarse en ella y la vio dirigirse hacia una mesa donde entre otras cosas había unos frascos de vidrios cuyos contenidos sólo podían ser azúcar. Memorizó cada una de las acciones de Sara: ella destapó su vaso, cogió uno de los frascos de azúcar y vertió un poco en su café, tomó una especie de palito de helado de un recipiente de palitos y con él batió el contenido de su vaso.  
-¿Listo?- le preguntó Sara luego.
-Creo que endulzaré el mío también- respondió Sebastián.
-Voy a buscar dónde sentarnos- dijo ella.
Sebastián fue a ponerle azúcar a su café y lo hizo repitiendo todas y cada una de las acciones de Sara. Ya bien endulzado a su gusto, el café, finalmente, aunque rico, no le pareció nada especial, nada por el que sentirse orgulloso por beberlo, o sentirse menos por no haberlo hecho nunca. Este descubrimiento le hizo sentirse mejor consigo mismo. En ese momento notó otro envase en esa mesa con muchas cañitas dentro y de inmediato las relacionó con los agujeros de la tapa del vaso. ¿Quién aquí toma su café con cañita? preguntó mentalmente, retador, dándoles un vistazo a los clientes, a quienes hacía unos segundos ni se atrevía a verles la cara. No vio a nadie haciéndolo. ¿Nadie? Pues yo lo haré, pensó. Tomó una y la metió por uno de los agujeros. O, mejor dicho, trató de hacerlo, y varias veces, porque la cañita no entraba. Examinó con más cuidado los agujeros y vio que eran rectangulares y más pequeños que el diámetro de la cañita. Comprendió que definitivamente esos agujeros no eran para eso, y se sintió como un reverendo idiota. Botó la cañita a la basura y buscó a Sara con la mirada. Ella ya estaba sentada revisando, muy concentrada, unos papeles. Sebastián supuso que ella no lo había visto en su intento de demostrarle al mundo quién sabe qué, pero él estaba seguro, sin necesidad de ver a su alrededor, que el resto de personas en el local, sí. ¡Odio Starbucks!, pensó cabizbajo. Entonces fue a donde Sara y se pusieron a estudiar juntos.
Al rato Sara acabó su café y fue a comprar otro. Sebastián en cambio no se movería de la mesa, ni para ir al baño, hasta que terminaran de estudiar y se marcharan del local.

*  

-¡¿Señor, en qué le puedo ayudar?!- le dijo una joven e impaciente farmacéutica detrás de un mostrador, alzando un poco la voz porque era la tercera vez que se lo preguntaba.
Entonces Sebastián despertó del recuerdo que estaba teniendo. Recuerdo que se le vino a la mente al momento de descubrir, en la pared posterior al mostrador, la gran variedad de condones que existía. Algo que no esperaba.
Era la primera vez que Sebastián compraba condones en una farmacia. Antes sólo lo había hecho en la recepción de hoteles porque hasta entonces sólo había tenido sexo en hoteles, y en esos casos nunca tuvo que escoger; simplemente aceptaba el paquete que le daba el o la recepcionista. Ahora como no iba a un hotel sino al departamento de Alicia, una amiga, tenía que comprarlos con anticipación.
Pero ¿de qué tipo comprar? Había: extremo, fresa exótica, clásico, retardante, ultra seguro, con aros, con espuelas extremas, súper delgado, 3 en 1, extra seguro, anatómico, sensitivo, ultra sensitivo, placer prolongado, xl, larga duración, de menta, de plátano… Le hubiera gustado poder leer con más cuidado la descripción de cada empaque pero no estaban a su alcance. Por el nombre parecía que todos tenían algo bueno que ofrecer y guiarse por el precio no servía porque todos costaban lo mismo. Y no recordaba ni la marca ni el tipo de ninguno de los que había comprado antes (lamentó no haberles prestado más atención a esos detalles en su momento). La farmacéutica lo miraba cada vez más impaciente. Por suerte para Sebastián no había nadie detrás de él esperando ser atendido; aunque habría sido más afortunado si delante de él hubiera estado alguien comprando condones para imitar su pedido. Ya no le quedó otra más que hacer con la mirada un de tin marín de do pingüé… Medio minuto después le decía a la farmacéutica: “me llevo ese” señalándole un paquete de condones ultra sensitivos.
Salió de la farmacia aún sin terminar de creer lo complicado que le había resultado comprar condones, y fue entonces que se le ocurrió una idea. Una idea que le pareció tan graciosa y brillante que empezó a carcajearse mientras andaba por la calle y, a la vez, a sentirse orgulloso de sí mismo por habérsele ocurrido. Ya quería contársela a Alicia. Cuando llegó a su departamento y ella le abrió la puerta, antes de cualquier saludo, Sebastián sacó el paquete de condones y mostrándoselo le soltó su idea, que resultó ser una frase:
-Vaya, comprar condones es tan complicado como comprar un café en Starbucks- dijo y volvió a carcajearse esperando a que Alicia se riera también. Pero ella no se rió:
-Nunca he ido a un Starbucks- le dijo ella, seca.
A Sebastián se le borró inmediatamente la risa de la cara. Pensó en contarle a Alicia su experiencia de hacía unos días para que ella entendiera el chiste, pero, dudaba: ¿acaso explicar un chiste no le quitaba la gracia? Mientras, pasaban los segundos y los dos seguían ahí en la puerta, en silencio, mirándose confundidos. Hasta que Alicia habló:
-¿Vamos a tirar o no?
-Sí…- respondió Sebastián, y entró al departamento.


***

domingo, 16 de agosto de 2015

Los chibolos ya no ven dibujos en 2d


Yo mido poco más de 1.70. Ella, de quien te voy a contar, mucho más que eso. 1.85 calculo, aunque nunca he sido bueno midiendo al ojo. No se lo pregunté directamente: Ella me preguntó cuánto medía, le dije mi talla, le pregunté la suya y ella sólo me respondió: "Soy más alta que tú".
-¿No hay problema con eso?- escribí.
-¿Por qué lo habría? - me preguntó.
Le respondí:
-Por lo general a las mujeres no les interesan los hombres más bajos que ellas.
Ella se rió.
-No hay problema- continuó -además sólo estamos conversando.
Y seguimos conversando normalmente, lo que me hizo pensar que sólo era un poco más alta que yo, 1.80 a lo mucho.
Igualmente antes no le había insistido con el tema de la edad, aunque en ese caso tuve una idea más clara: Le dije que tenía 22 años y ella me dijo que más o menos el doble.
A partir de ese momento me llamaría "bebé" (o sea "hola, bebe", "chau, bebé", "¿qué tal, bebé?", etc.). Yo la llamaba por su nombre, del cual sinceramente ya no me acuerdo. ¿Me hace ese olvido una mala persona después de “lo nuestro”? Sólo recuerdo su nikname: “Estrella Fugaz”.
Así que Estrella me doblaba la edad y, exagerando, la talla, que pienso era lo más llamativo. Lo fue para mí el día que nos conocimos en persona: Yo era un “umpa lumpa” a su costado, y eso que ella estaba con zapatos planos. "Sólo uso tacos en el extranjero. Acá, en el Perú, hay puros chatos... Sin ofender" me dijo riéndose. (Era costumbre en ella decir algo aparentemente ofensivo y luego, "sin ofender" entre risas). Pero no sólo su talla la hacía más grande que yo sino también el hecho de que fuera una mujer robusta mientras que yo un escuálido enclenque. Aunque su "robustez", eso sí, estaba bien distribuida: Quedé impactado pero complacido a la vez con lo que vi. Claro que ya tenía una idea por las fotos que previamente habíamos intercambiado, pero sabes muy bien que la impresión que realmente vale se da en persona y no por fotografías.
No sé cuál habrá sido su primera impresión al verme, y no importa. El ASUNTO es que a los dos meses, en nuestra segunda salida, ella ya me estaba masajeando el pene en un cine...
Eso fue una revelación abrupta, y un salto también abrupto en el tiempo, lo sé, pero es que no hay mucho que contar del primer encuentro y de los dos meses que le siguieron: Fuimos a una trattoria. Sabíamos el uno del otro de que yo era un universitario misio, y ella una rankeada secretaria en un estudio de abogados, así que sin roche ni preguntas ella me invitó la cena. Luego continuamos con nuestras conversaciones por chat, yo desde mi habitación en la casa de mi familia, y ella desde su habitación en la casa de no sé quién exactamente, pero vivía con su mamá, aunque por lo que me contaba era la mamá quien vivía con la hija, y no necesariamente en buenos términos. Vivían solas. Estrella nunca se había casado ni tenido hijos y nunca le pregunté la razón, en parte porque no me quería pasar de chismoso, y en parte también porque, por su forma de ser, creía saber cuál iba a ser su respuesta: "Hubieran sido un estorbo". Así que solteros y sin compromisos ni estorbos, teníamos nuestros cuartos para nosotros solos, con computadora, internet y cámara web; no tardamos en sacarle provecho a todo eso.
Luego de muchas calateadas y pajeadas por webcam, cuando finalmente nuestros horarios nos permitieron acordar una segunda salida, esta vez al cine, sabíamos de antemano, sin proponérnoslo explícitamente, que algo iba a pasar durante la película; y más o menos lo confirmamos cuando por inercia nos sentamos al fondo, en una esquina de la sala.
Por eso los primeros besos no me sorprendieron. Su mano hurgando debajo de mi calzoncillo, sí. No me lo esperaba, tanto que me preocupé de que alguien nos viera, pero su cuerpo, yo estando hacia la pared y ella a mi izquierda, nos cubría bien.
Aunque no fue una sorpresa necesariamente buena porque con su mano, que envolvía mi pene en su totalidad, más que masajearlo, lo que hacía era estrujarlo y jalarlo como si me lo quisiera arrancar del cuerpo.
-No seas tan tosca- le dije.
-Perdón, bebé. Es que estoy acostumbrada a hombres grandes... Sin ofender- Se rió y bajó la intensidad.
Pude ofenderme con su comentario pero preferí agarrarle una teta debajo de su blusa, introduciendo mi mano izquierda por su manga derecha; una manga corta y amplia.
A la salida del cine le propuse ir a un hotel. No era la primera vez que se lo proponía. Por el chat ella siempre se había negado con la misma respuesta:
-Ya veremos, bebé.
Esta vez se negó de otra forma.
-Bebé, si tiro contigo, te traumo.
No suelo insistir pero “la leche se me salía por las orejas”, así que lo hice un par de veces más.
-Bebé, ya no insistas- me dijo.
-¿Pero seguiremos viniendo al cine a manosearnos, al menos?- le dije.
-Claro- me respondió.
-Entonces ¡trato hecho! Ya no te joderé con lo del hotel- le dije y estrechamos las manos.
Y es que el ASUNTO, nuestro ASUNTO, “lo nuestro” era eso: ir al cine a manosearnos, cada dos o tres meses en el año y medio que estuvimos en contacto, hasta que se enfriaron las cosas y “x” circunstancias me obligaron a cambiar de correo.
Para la tercera salida fuimos a un cine de San Borja, a una función de matiné se podría decir. Llegamos temprano, no había nadie en la sala, las luces estaban prendidas y nos sentamos al medio de la última fila, y seguimos conversando. Al rato comenzaron a llegar niños pequeños con sus padres y todos se sentaban en la primera o segunda fila. Para cuando se apagaron las luces e iniciaron los avances creo que había 10 o más de ellos; y entre ese grupo y nosotros había muchas filas vacías, las suficientes para que Estrella y yo nos sintiéramos aislados y desapercibidos al fondo. Igual esperamos a que pasara por lo menos media hora de película para estar completamente seguros de que nadie vendría a sentarse cerca de nosotros. Nadie lo hizo. Los chibolos estaban atentos a su película, los papás a sus hijos, así que Estrella y ello empezamos con los besos y manoseos previos; previos al objetivo de esa tercera salida.
-¿Listo?- me preguntó ella.
-Listo- le respondí.
-Me avisas si alguien se acerca- me dijo reclinándose.
Y me la empezó a chupar.
Acepto que primero me distrajo su flexibilidad: Teniendo en cuenta su talla y contextura fue sorprendente verla reclinarse así y desaparecer sin problemas de la vista de cualquier posible “sapo”. Pero eso era lo de menos, obviamente, así que dejé de pensar en ello y me concentré en la situación. ¡Qué delicia! Lo estaba disfrutando y, mejor aún, en partida doble, como se dice, porque no sólo tenía mi pene en su boca, sino que también todo estaba saliendo como lo habíamos planeado.
Horas antes, no recuerdo cómo ni porqué, estábamos chateando sanamente sobre frutas. Le pregunté:
-¿Has probado mamey?
Burdo, simplón, ordinario... júzgame lo que quieras pero ella me siguió la corriente. Pasa que me aburre hablar sanamente de cualquier cosa y ya quería “des-aburrir” la conversación, esa era mi única intención; no tenía idea de cómo evolucionarían las cosas: Ella me dijo que hacía tiempo no probaba un buen mamey, yo le dije que la podría ayudar con ello, bla bla bla, doble sentido, bla bla bla, ¿algo qué hacer en la tarde?, nos preguntamos, ninguno tenía nada que hacer, entonces de acuerdo: "mamey", pero, y ahora, ¿dónde?
Le propuse un hotel no porque me hubiera olvidado de nuestro trato sino porque me parecía lo más lógico.
-Vamos a un sitio más interesante- me dijo ella -¿alguna vez te la han chupado en un cine, bebé?
-Nunca- le dije, y era cierto.
-Pues yo sí lo hecho y no sabes lo emocionante y excitante que puede ser- me dijo.
-¿Un cine? ¿Pero qué cine? Tendría que ser uno caleta donde vaya poca gente- le dije.
-Yo conozco uno así- me dijo -Queda en San Borja. No va mucha gente. Es casi un cine de barrio. Bueno, multicine, pero ninguno de los grandes.
Me puse a revisar la cartelera de ese cine buscando, para asegurarnos más, una película monse a la que posiblemente vaya poquísima gente. Encontré una que me pareció cumplía ese requisito y se lo comenté.
-Pero es una película para niños. Estás loco- me dijo.
-Lo sé- le dije -pero no es una película ni de Disney, ni de Pixar, ni de ningún estudio conocido. Y para colmo es en 2d. Los chibolos ya no ven dibujos en 2d en estos días. Y es la función más temprana. No va a ir nadie.
Ella dudó. Yo agregué.
-Es nuestra mejor opción.
Nos la jugamos: era una apuesta arriesgada, obvio, pero estábamos ganando.
(No sé si el día de hoy se podría hacer lo mismo, o sea manosearse así en un cine. ¿Hay cámaras de seguridad en las salas? Ahora que parecen estar en todas partes, a diferencia de esa época.)
Decía que todo iba como lo habíamos planeado, pero se nos había olvidado aclarar algo. Se lo tuve que preguntar en el momento.
-Me puedo venir en tu boca.
Ella se levantó pero su mano no soltó mi pene.
-¿Ya vas a acabar, bebé?- me preguntó.
-Sí. Ya me falta poco- le respondí.
-Pues no te vas a venir- me dijo ella con malicia.
-¿Ah?- repuse.
-He dicho que no te vas a venir- repitió, seria, casi molesta.
Nos miramos fijamente. Su mano se movía cada vez más rápido. Ninguno parpadeaba hasta que sentí lo inminente y cerré los ojos. A la vez ella detuvo su mano y presionó mi pene con todas sus fuerzas. Empecé a sentir los espasmos, intensos, placenteros, dolorosos. No eyaculé, fue un orgasmo “seco”.
Cuando abrí los ojos ella me sonreía.
-Te dije que no te ibas a venir, bebé.
Ya no tenía sentido seguir en esa sala así que nos fuimos. Salí casi cojeando y con el pene entumecido. Afuera aún era de día.

***

jueves, 9 de julio de 2015

No vengo a hablar de mis padres

Cuando el papá de Javier estaba acabando la secundaria se quedó huérfano de padre, su madre no tenía trabajo, y tenía cuatro hermanos menores. Entonces no le quedó otra, al papá de Javier, que abandonar el colegio y ponerse a trabajar. Sus primeros trabajos fueron como personal de limpieza, como ayudante en puestos de mercado, o cualquier otra cosa que un menor de edad pudiera hacer. Pero con los años los trabajos fueron mejorando y esto gracias a que lo que no tenía en estudios lo tenía, y de sobra, en habilidad e iniciativa: nunca se conformó con sólo hacer lo que debía hacer, sino que también se preocupó por aprender todo lo relacionado al negocio de a donde le tocara ir trabajar. Y el buen uso de esos conocimientos fue lo que lo ayudó a conseguir mejores puestos de trabajo con el paso del tiempo. Pero llegó un punto que, por más virtudes que tuviera, el no tener siquiera secundaria completa lo frenó y no pudo ascender más. Tenía treinta años entonces, ya estaba casado y Javier ya tenía dos años de edad; así que el papá de Javier decidió empezar su propio negocio, y lo hizo. Al comienzo todo el negocio sucedía en Lima, pero poco a poco se fue expandiendo a otras regiones y el papá de Javier tuvo que empezar a viajar. Sus viajes por lo general eran cuestiones de días, a lo mucho duraban una semana, pero no más. Por eso llamó mucha la atención de su familia que en un viaje, cuando Javier tenía diez años y un hermano de siete, ya hubiera pasado más de un mes y todavía no regresara. Llamaba seguido a casa, sí. Hablaba con su esposa y con sus hijos y a todos les decía más o menos lo mismo, que tenía un buen negocio entre manos, que tenía mucho que hacer, que los extrañaba mucho. A los dos meses de ausencia fue distinto: ya no quería hablar con sus hijos sino sólo con su esposa. En estas ocasiones Javier y su hermano escuchaban a escondidas las conversaciones de sus padres y notaron como cada vez su mamá hablaba menos cariñosa y más molesta. Hasta que un día ella colgó el teléfono con furia y se puso a llorar. Javier y su hermano salieron de su escondite asustados, y confundidos se acercaron a ella. Su mamá los vio, los abrazó fuerte y les dijo: “su padre no va a volver, niños”, y los tres lloraron juntos.

*

Javier hace una breve pausa en su testimonio y luego continúa:
-Hace cinco años de eso y desde entonces no sé nada de mi papá.- nos cuenta y su voz por los parlantes suena tan resquebrajada que es obvio que a las justas puede aguantarse las ganas de llorar. -Yo lo admiraba, lo admiraba mucho…- nos dice finalmente antes de entregarle el micrófono al padre Clemente. El hermano Alejandro, asistente del padre en este retiro, le devuelve a Javier su vela (que como la de todos nosotros, está incrustada en un pedazo de papel que atrapa la cera derretida), y Javier baja del tabladillo y regresa a su sitio.
Estamos los más de ochenta alumnos de la promoción 99, ahora en cuarto de media, sentados en el piso formando un semicírculo al frente del tabladillo.
El padre Clemente pregunta quién quiere ser el siguiente en dar su testimonio, y de lo que antes de Javier, el primero en hacerlo, parecía que nadie iba a atreverse, ahora de inmediato varios alzan sus manos.
Sale a hablar el siguiente alumno y yo casi ni le presto atención; estoy más atento a Javier. Él está cabizbajo con una mano en el rostro y sus amigos le dan palmadas en los hombros. Y no sé qué pensar. Porque, verás, Javier es un patán que se cree la gran cagada por ser bueno en deportes y tener jale con las chicas. (Y principalmente por esto último) Me cae mal. Pero verlo así, en esta condición, y después de haber escuchado su historia familiar que es muy parecida a mi historia familiar, no puedo dejar de sentir pena por él, hasta simpatía… pero es sólo por un segundo: sigue llorando nomás, Javier; “snif snif”.
Quien sí me cae bien es el padre Clemente; es más, actualmente es el único cura o religioso del colegio que me cae bien (el hermano Alejandro ni me va ni me viene). Es relativamente joven (tiene cuarenta años), y un carácter que se puede decir es buena onda lo que hace que normalmente tenga “llegada” con los alumnos. Pero en este retiro la mayor parte del tiempo no ha sido así: ya es viernes, estamos en el tercer y último día, y recién esta noche las cosas le han funcionado, porque antes, nada. Estamos hospedados en la casa de retiro Alvernia, en Cieneguilla, lejos de nuestras casas y del colegio en Lima. Así que para muchos de los alumnos la idea del retiro ha sido más como de unas mini-vacaciones, o como algo preferible a tener que ir a clases (aunque a estas alturas algunos ya estamos tan hartos que preferiríamos las clases). Como sea, a la gran mayoría hasta hace unas horas no le importaba el verdadero propósito de todo esto llamado retiro espiritual.
Todo empezó a cambiar cuando a las 7pm nos reunieron otra vez en este auditorio de regular tamaño. Movimos las carpetas a un extremo dejando aislados al otro el tabladillo y, al lado de éste, la mesa sobre la que está el equipo de sonido. El hermano Alejandro nos repartió las velas, las encendimos y las luces se apagaron. Del equipo de sonido empezó a sonar una canción religiosa que sería la primera de un repertorio de canciones muy tristes. El padre Clemente, en el tabladillo con el micrófono ya encendido, hizo unas breves reflexiones y nos anunció lo que venía a continuación, al mismo tiempo que el hermano Alejandro empezaba a desplazarse repartiéndonos sobres.
-Son cartas de sus seres queridos expresándoles lo que sienten por ustedes- nos dijo el padre Clemente, lo que fue una verdadera sorpresa para todos. (Días después me enteraré que esto fue algo “secreto” planeado entre nuestros papás y el padre Clemente en las reuniones que tuvieron antes del retiro.)
Todos recibieron al menos una carta. La única que recibí era de mi mamá en la que, en resumen, me decía que estaba muy orgullosa de mí; así que yo no tenía motivos para sentirme mal. Pero como yo, muy pocos, porque a la mayoría, que hasta entonces tomaban todo a la chacota, se les cambió completamente la cara al leer sus respectivas cartas. Entonces el padre Clemente nos dijo que nos sentáramos formando un semicírculo, y ahí otra señal que el padre Clemente lo estaba “logrando”, porque toda la promoción le obedeció rápido y en silencio.  
Poco después empezaron los testimonios y aún no acaban. Ya uno (Javier) habló sobre el abandono de su padre, otro sobre el divorcio de sus padres, otro sobre no sentirse querido por sus padres, otro sobre la enfermedad de su madre… los que salen a hablar lloran, y cada vez más son los que lloran del resto. Todo esto me parece tan fuera de lo común que no me lo termino de creer, pero se vuelve realmente incómodo cuando el que sale a hablar es algún amigo mío y cuenta detalles de su vida de los que preferiría no haberme enterado.   
Luego del décimo testimonio el padre Clemente nos dice que, lamentablemente, por cuestiones de tiempo, el siguiente será el último. Entonces, de inmediato, unos veinte alumnos alzan desesperados sus manos. El padre Clemente, al azar, elige a Guillermo, quien nos dice:
-Yo no vengo a hablar de mis padres: ellos están bien, por suerte. Sé que les gustaría que les lleve mejores notas, pero en general están tranquilos conmigo. Pero sé que no sería así si les contara todo lo que me pasa en el colegio. Ustedes saben a qué me refiero. Tal vez les de risa ver cómo me meten lapos o cómo me agarran de punto. Tal vez se ríen porque ven que yo me río en esos momentos, pero es que… qué más puedo hacer… pero créanme, no tiene nada de gracioso cuando ellos… no voy a acusar a nadie pero ustedes saben de quienes hablo, y ellos lo saben muy bien también. Y a ellos les quiero decir esto: ruego con toda mi alma que este retiro los haga cambiar; yo estoy dispuesto a perdonarlos.
Guillermo regresa a su sitio y a ellos los veo cabizbajos, ¿será que no se atreven a mirarlo? Parecen arrepentidos.
Entonces el padre Clemente le pide al hermano Alejandro que apague la música y a nosotros que apaguemos nuestras velas y nos pongamos de pie. Cuando lo hacemos empieza a hablar, casi murmurando por el micrófono, muy pausadamente; en cada pausa se puede oír claramente el sollozo de varios. Pero poco a poco la voz del padre se va haciendo más intensa y cuando uno cree que no puede serlo más, nos dice “oremos...” y prácticamente deja de ser un sacerdote católico para convertirse en un orador motivacional mezclado con pastor evangélico (sólo le faltan los “¡aleluyas!”).
Hasta que dice “amén” y no sé cómo el hermano Alejandro (no lo veo pero sólo puede ser él) hace para prender las luces y, a la vez, el equipo de sonido, por el cual empieza a sonar una canción que más que alegre es como para celebrar una victoria. Un “We are the champions” en religioso, no por la tonada sino por lo que transmite: todos están abrazándose efusivamente festejando no sé qué exactamente. Yo trato de escaparme de esos abrazos y lo logro salvo las veces que se me acerca alguno de mis amigos, y pues, estoy obligado a darle un abrazo, aunque es más un amago de abrazo. Por lo menos el padre Clemente anuncia que es el fin de la velada, y prácticamente del retiro porque mañana temprano nos volvemos a Lima. Averiguo la hora: son las diez de la noche. De reojo veo a los hostigadores de Guillermo pedirle sentidas disculpas.
El lunes estamos de vuelta a nuestro “querido” colegio Salesiano Rosenthal y a las clases. Se nota que la promoción está mucho más tranquila que antes, aunque nunca ha sido como para enviarla a Maranguita, tampoco. Cada uno de nuestros profesores nos felicita en su respectiva clase, pero como ya han visto años anteriores a otras promociones pasar por lo del retiro, nos dicen todos con cacha “a ver cuánto les dura”, o algo así; y yo me pregunto lo mismo. Creo que la respuesta sería una semana, porque no me enteraré de nada malo hasta el lunes siguiente cuando vea en el recreo a Guillermo quedarse sin merienda otra vez, porque, como otras tantas en el pasado, se la han quitado sus hostigadores, liderados por, como siempre, Javier.

***


domingo, 12 de abril de 2015

Perfecta comunicación sin palabras


Pasaba que las putas cobraban no menos de 100 soles por media hora, lo que no es poca plata, pero el problema no era en sí ese sino que, por sus fotos, como que no justificaban su tarifa. Algún hombre en la sección de comentarios escribió: “¿Quién va a querer pagar tanto por unas rolludas?”, y llamó a la “huelga” a cualquier interesado en esos anuncios: “Amigos. No dejemos que estas feas se salgan con la suya hasta que bajen sus tarifas”. En la misma sección una de las putas anunciantes le respondió: “Mira, papito. Si lees bien verás que nosotras le ofrecemos nuestros servicios sólo a gerentes o personas importantes, y créeme que clientes nos sobran. Así que si tu sueldo miserable no te alcanza para contratarnos mejor sal de esta página y ponte a buscar putas que estén a tu nivel, o sea, esas putas baratas con sífilis que salen en el Trome. Aunque sospecho que aparte de misio eres también feo así que ni ellas te atracarían”. Y la discusión continuó poniéndose cada vez más graciosa.
Pero bueno, basta de distracciones; tenía que concentrarme en aquello para lo que realmente me había metido a mundoanuncio.com (que ahora es, creo, olx): Para buscar una profesora de baile, porque, aunque conocía algunas academias de los sitios por donde andaba, las había descartado por no tener pareja con quien ir, lo que en ninguna era obligatorio pero sí lo ideal. Así que decidí buscar una profesora particular y no me fue difícil encontrar una en internet; por suerte, porque me quedaba poco tiempo: era noviembre del 2010 (acababa de cumplir 28) y yo estaba resuelto a ir por primera vez en mi vida a una fiesta de fin de año.
Por correo coordinamos con la profesora que las clases serían en su casa, los martes y jueves, de 7 a 8pm, a 20 soles por clase, y que el ritmo que me enseñaría sería salsa.
Entonces un jueves, saliendo del trabajo, fui a mi primera clase, pero llegué a la dirección (la que por cierto no estaba lejos de mi casa) 15 minutos antes de la hora, por lo que me puse a esperar en la esquina (esa casa de por sí estaba en una esquina) antes de tocar la puerta. De haber sido fumador me habría puesto a fumar; estaba nervioso y no sabía exactamente qué pensar. Y en esa incertidumbre estaba cuando la puerta de la casa se abrió, salió un chico de, diría, mi edad, y escuché una voz de mujer decirle "hasta la próxima clase". Ya eran las 7, el chico se alejó, la puerta se cerró, y sin prisa fui a tocarle el timbre.
Me abrió una mujer de quien no me acuerdo su nombre ni su rostro, pero sí puedo decir que tendría no más de 45 años, 1.65 de altura (un poco más baja que yo), y era delgada sin ser curvilínea (estaba vestida con un buzo ceñido).
Nos saludamos, quedó claro que ella era la maestra y yo el alumno de las 7, pasamos a su sala y me preguntó cuál era mi experiencia y cuál mi objetivo. Le respondí que había nacido con los dos pies izquierdos y que no quería ganar ningún concurso de baile, sólo aprender lo suficiente para pasarla bien en cualquier fiesta. Me preguntó por qué había escogido salsa y le respondí que, a mi parecer, era lo que más bailaba la gente (y porque, pero esto no se lo dije pero sí lo tenía en mente, salsa, merengue, cumbia o cualquier ritmo latino bailable me sonaba igual). Le pagué los 20 soles y nos pusimos manos a la obra. Pero las cosas no fueron como yo me las había imaginado.
Porque había imaginado que la profesora bailaría conmigo en todo momento, guiándome y corrigiéndome. Pues no. Lo primero que hizo, luego de prender su equipo y poner un disco de salsa, fue enseñarme a contar: 1-2-3 (pausa) 5-6-7 (pausa) siguiendo el ritmo de la música. Me dijo que esto era vital para saber cuándo mover tal o cual pie.
Luego me enseñó a hacer un movimiento con un pie siguiendo el compás de la música, y… se fue: me dejó solo en la sala repitiendo este movimiento una y otra vez. Regresó a los 15 minutos y me enseñó otro movimiento pero ahora con el otro pie, y otra vez me quedé solo repitiendo este último. Pasaron otros quince minutos, ella regresó y ahora me enseñó a combinar esos dos movimientos previos para que finalmente pareciera todo un paso de baile completo, y me dejo solo otra vez, practicando. Los últimos minutos de la hora fueron yo repitiendo todo lo aprendido a manera de repaso y ella supervisándome y corrigiéndome, siempre amable y paciente. Y así hasta que dieron las 8. Acabó la clase y me fui caminando a mi casa, contento. Sentía que no lo había hecho mal y eso me daba esperanzas de poder mejorar pronto. Por esto desobedecí a la profesora: me había dicho que no practicara a solas, sin supervisión, porque podría acostumbrarme a hacer mal los movimientos; pero igual, con la intención de ganarle tiempo al tiempo, a partir de ese fin de semana empecé a practicar en paralelo a sus clases encerrado en mi cuarto viendo tutoriales de YouTube.
En cuestión de enseñanzas la segunda clase fue más o menos igual que la primera, y las similitudes acaban ahí. A poco de empezar tocaron el timbre, la profesora abrió la puerta y entró un chico de unos 15 años que por el saludo que se dieron resultó ser su hijo. Apenas nos miramos. Luego desapareció de la sala junto con su mamá.
Yo seguía bailando.
Al rato el timbre volvió a sonar y fue el chibolo quien abrió la puerta y entraron 2 chibolos más de su edad. Sospecho que eran todos primos porque alguien preguntó si ya había llegado una prima. Parecía que no y se empezaron a reír de no sé qué, alguna estupidez de chibolos seguramente, y, antes de que todos desaparecieran, hubo otra vez ese instantáneo cruce de miradas conmigo que me hizo recordar que por más que quisiera no era invisible.
Yo seguía bailando (ahora rezando para que no llegara más gente).
Pero llegó más gente y esta vez los tres chibolos anteriores fueron a la puerta. ¿Por qué carajos los tres si con uno basta? Me pregunté. Entraron una pareja cincuentona, una chica de máximo 20 años, y un viejito en bastón que caminaba tan lento que comprendí por qué la presencia de los tres chibolos a la vez, porque hasta que ese viejito avance… Se detuvieron ahí mismo al lado de la puerta cerrada y empezó un interminable saludo entre todos ellos, al que se le sumaría minutos después la profesora, haciéndolo más interminable aún. De tanto en tanto sentía la mirada de alguno de ellos las que como antes sólo duraban segundos, pero de pronto me topé con una que no se desvió. Era el viejito que me miraba fijamente:
-¿Tú quién eres? ¿Y qué haces bailando solo como un loco?- me dijo casi regañándome y haciendo que me tropezara.
La profesora se encargó de responder por mí (mientras yo recuperaba el paso):
-Es sólo un alumno, papá. Déjalo que está practicando.
-Ah… sí, sí- dijo el viejito medio perdido en el espacio y el tiempo -¿Y dónde está mi nieta?- preguntó.
-Sí, ¿dónde está nuestra sobrina?- preguntó la pareja cincuentona.
-Todavía no llega de la universidad, pero ya debe de estar por llegar- respondió la profesora.
Y empezaron a desplazarse, a no sé dónde, como tortugas gracias al viejito, conversando entre ellos y mirándome de reojo.
Yo seguía bailando (ahora sintiéndome una curiosidad de circo).
Cuando faltaban 10 minutos para las 8 reapareció en la sala aquella chica de máximo 20 años.
-Hola- me dijo sorpresivamente –Mi tía está muy ocupada ahora así que me pidió que te chequeara estos últimos minutos.  
-Este… ok- balbuceé sin detenerme.
Y “chequearme” fue exactamente lo que hizo: los últimos minutos se la pasó ahí parada a unos pasos de mí observándome sin decir absolutamente nada salvo uno que otro “mmm…”. Bueno, cuando acabó la clase sí me dijo: “tienes que soltarte más”.
Unos metros fuera de la casa me crucé con una chica con pinta de universitaria sacando las llaves de su bolso. Me dio curiosidad. Ralenticé mis pasos, escuché a la chica abrir la puerta de la casa y unos segundos después unas voces exclamaban “¡feliz cumpleaños!”.
La tercera clase fue como la primera. Y fue la última a la que asistí, porque empecé un proyecto que me hizo salir del trabajo a las 8 de la noche por más de dos semanas. En ese tiempo seguí practicando en mi casa viendo los tutoriales de YouTube, y sentí que con eso tenía suficiente.
Entonces pasaron los días y las semanas y llegó, finalmente, la noche de año nuevo.
Decidí ir a la discoteca “Tumbao” que está cerca al parque Kennedy, en Miraflores. La conocía de mis noches de “investigación”. Así consideraba a todas mis previas incursiones a discotecas. Iba sólo a ver. Con un trago en la mano, me paraba en algún punto donde pudiera ver bien el desenvolvimiento de las personas en ese ambiente, y a la vez no le interrumpiera el paso a nadie (quería pasar desapercibido). Pero todo eso, más mis clases de baile, eran pura teoría. Había que pasar a la práctica. Y ahora, en la discoteca, por primera vez dispuesto a participar y no ser un simple espectador, me sentía listo y ya tenía mi primer “objetivo” a la vista.
Ella estaba sola y apoyada sobre una baranda viendo hacia la pista de baile. Sonaba salsa por los parlantes. Me le acerqué por detrás (me ahorraré el tema de mi timidez: sabes que lo soy y ya te imaginarás lo que me costó), le toqué su hombro desnudo dos veces (como quien hace doble click), ella volteó y lo que siguió fue una perfecta comunicación sin palabras, sólo con señas.
Primero con un dedo la señalé.
Luego me señalé a mí.
Luego junté mis antebrazos a la altura de mi pecho y los moví un poco (los hombros también).
Luego le señalé la pista de baile.
Y todo esto con una gran cara de signo de interrogación.
Ella me entendió y me respondió:
Ladeó la cabeza de izquierda a derecha, sonriendo, y se volteó.
No me desmoralicé; era consciente de que me podían decir que no. La segunda chica a la que me acerqué, y a la que sí hablé directamente, afortunadamente me aceptó.
En la pista de inmediato las cosas empezaron mal: ¿bailaríamos separados o sujetados el uno al otro? Mi intención era lo primero pero ella, creo, pensaba lo último, porque por unos segundos estuvimos como dos personas que van por la calle en sentidos opuestos y de pronto se cruzan y no saben qué hacer con sus cuerpos. Pero lo peor vino después porque cuando ella empezó a bailar, yo, en vez de hacer lo mismo, empecé (mentalmente) a contar: 1-2-3 (pausa) 5-6-7 (pausa), y otra vez, y una vez más… ¡no podía encontrarle el puto ritmo a la canción, o sea, NO SABÍA CUÁNDO DAR EL PUTO PRIMERO PASO! Ella ya bailaba y yo seguía ahí parado, contando. Y nunca pude dar el primer paso, o mejor dicho, nunca pude darlo en el tiempo correcto, porque en un momento empecé a mover los pies pero más que bailar parecía que me estuviese constantemente tropezando, y conmigo mismo que era lo peor. Acabó la canción y la chica, sin despedirse ni nada, simplemente desapareció de mi vista. No la podía culpar.
Desistí de buscar más “objetivos”. Como en el pasado, pero esta vez sin ningún trago en la mano, busqué un punto en la discoteca donde permanecer parado sin molestar a nadie y poder ver a los asistentes; verlos sin ánimos de “estudiarlos”. Qué bien la estaban pasando todos, bailando. Se me hizo obvio lo evidente: fue un error pensar que con asistir a unas clasesitas de baile, ver varios tutoriales de YouTube y practicar a solas en mi cuarto serían suficientes para creer que a la primera podría sacar a una chica a bailar y bailaría bien con ella. Vi a una chica sola; me imaginé llevándola a la pista de baile y ahí diciéndole: “Espérate un ratito… 1-2-3 (pausa) 5-6-7 (pausa)… que ahorita encuentro el ritmo”. Me reí hasta que inesperadamente una pregunta apareció en mi cabeza: ¿Por qué haces todo esto: discotecas, tragos, salsa… si nada de esto te gusta en verdad?
Eran casi las 3 de la mañana cuando salí de la discoteca. Fui a pasear un rato por el parque Kennedy. Por ahí el jolgorio era total, en especial por las calle de las Pizzas. Para mi grata sorpresa, la sanguchería “La Lucha” estaba abierta, repleta y con un montón de gente en la cola. Esto último normalmente me hubiera molestado pero esta vez no, porque de alguna forma quería prolongar mi salida de año nuevo, que, aunque no salió como esperaba al menos había sido distinta al del año anterior en la que también había tenido ganas de salir pero finalmente no me atreví. ¿Y cómo pasaría el siguiente año nuevo? En esto y más pensaba en la cola, como en un agradecimiento para el que se le había ocurrido la excelente idea de ponerle piña a las comidas saladas como a la pizza hawaiana y al sanguche de pollo, porque un sanguche de pollo con piña era lo que iba a pedir, mi favorito.

***

Salsa para principiantes

jueves, 8 de enero de 2015

La corbata en el bolsillo

Sebastián se detiene cabizbajo frente al micrófono. Está vestido con un pantalón de vestir, una camisa y una corbata cualesquiera que no son el uniforme del colegio. (Y sus lentes, por supuesto, no nos olvidemos de sus lentes.) A la vez que carraspea lo suficientemente fuerte y rápido sólo para comprobar que el micrófono y los parlantes están funcionando bien (lo están), abre el folder que carga consigo donde lleva su discurso y empieza leyendo el típico saludo que se le da a las autoridades y al resto del público. Entonces levanta la mirada y da un vistazo...
Hasta aquí la escena es casi la misma de hace dos años: Sebastián de pie en el centro del escenario de su colegio (el salesiano Rosenthal de la Puente) a poco de haber empezado un discurso, haciendo una pausa de unos segundos para dar un vistazo. Las principales diferencias son, primero, el momento del día: hoy es una mañana soleada de diciembre mientras que aquella vez fue en una noche fría de junio. Segundo, el evento: aquel día la ceremonia y discurso eran por el día del padre; hoy la ceremonia es la clausura del año escolar y el discurso es el de "despedida" de la promoción 99, a la que pertenece Sebastián. Tercero, la ropa: hace dos años Sebastián vestía el uniforme del colegio (pantalón y corbata azul marino, camisa blanca, chompa celeste con botones); hoy no, por estar justamente en quinto de secundaria: es costumbre que los del último año, en su último día en el colegio, vistan terno o ropa de vestir. Y cuarto, la principal diferencia de todas: Sebastián, en sí mismo, es otra persona. Un ejemplo de esto es su reacción al enterarse de cada discurso: para el de despedida de la promoción de hoy se emocionó; en cambio para el del día del padre pensó en suicidarse.
Y es que por aquellos días, ante cualquier molestia, Sebastián lo primero que hacía era pensar en el suicidio. Lo pensó el día que en coro le gritaron "¡nerd!" desde un bus escolar repleto y en marcha cuando él pasaba por un colegio de mujeres (el Nuestra Señora de la Paz) justo a la hora de la salida; muchas de las chicas que salían en ese momento escucharon el grito, vieron a ese chico de lentes bien uniformado, con todo y corbata, en la acera de enfrente, y se rieron a carcajadas. Pensó en matarse el día que apareció en una foto de El Comercio, al centro con una medalla de oro, junto a los otros dos finalistas de un torneo de ajedrez donde la edad promedio era 14; el “problema” era que en la descripción de la foto el único nombre que aparecía no era el suyo, el campeón, sino de la medalla de bronce, un niño de 6 años. Hablando de deportes… pensaba en matarse también cada vez que, antes de las pichangas de fulbito, cuando los capitanes (luego de regir con un “yan ken po” para determinar quién de los dos empezaba a elegir a sus jugadores) volvían a regírsela por el último que faltaba escoger, siempre Sebastián, quien iba para el equipo del perdedor de esta (humillante y sólo necesaria si él iba a jugar) segunda regida; así de malo era jugando al futbol. Y como estos, muchos ejemplos más.
Seguro piensas que era un suicida, pero no; tampoco se podría decir que era uno en potencia, porque nunca intentó matarse realmente, nunca pasó de pensamientos y falsas promesas así mismo del tipo "esta noche me mato". Y jamás nadie le vio ningún tipo de comportamiento extraño que delatara sus “depresiones” (de las que él tampoco hablaba), ni siquiera bebía (un sorbo de cerveza le daban ganas de vomitar) ni fumaba (una pitada de un cigarrillo light sin nicotina y mentolado le daban ganas de vomitar). Es más, siguió siendo de los mejores de su promoción, en conducta y en notas (bueno, salvo en educación física). O sea que en su caso la procesión iba por dentro, aunque su “procesión” no fueran más que puros melodramas de un adolescente que se ahoga en un vaso de agua.
¿Pero no estaré siendo muy duro con Sebastián, en especial cuando le dijeron que daría el discurso del día del padre? ¿No estaba en algo justificada su reacción en ese momento ya que odiaba a su padre por haberlos abandonado a él y a su familia muchos años atrás? Tal vez, pero lo cierto es que, irónicamente, ese discurso sería su salvación. Y todo gracias a La Roca. 
Ese es su apodo. Piensa en una roca, en una bien tosca; ponle ojos, nariz, boca, un poco de pelo, y ahí tienes al profesor (a quien los alumnos también le dicen La Mole, de los Cuatro Fantásticos), que escogió a Sebastián para dar el discurso por el día del padre.
Lo que significaba, le explicó a Sebastián, que además de salir a leerlo debía también escribirlo él mismo. De inmediato Sebastián le respondió que él no era el indicado y tuvo que contarle sobre (la ausencia de) su padre. Y de inmediato también La Roca le replicó de una forma que sólo puede calificarse como una clase maestra de pragmatismo; le dijo:
-Pero nadie sabe lo de tu papá.
Sebastián se quedó huevón (o cojudo, dependiendo de qué palabra es más en niveles de asombro) ante tal afirmación tan insensible como cierta; porque, generalizando, La Roca tenía razón. Y Sebastián en el fondo lo sabía. No se le ocurrió qué más decir, además que discutir, debatir, negociar o incluso regatear nunca ha sido lo suyo (nunca dejes que pida un taxi por ti a menos que quieras pagar la tarifa más alta). La Roca dio por cerrado el tema pero al notar lo afectado que estaba su alumno tuvo algo de compasión y le dijo que no se preocupara por escribir nada: él, o sea La Roca, lo haría y luego le pasaría el texto. 
Entonces Sebastián tenía dos "buenas" razones para suicidarse: uno, el tener que hablar en público; y dos, el tener que hablar en público sobre los papás, alabándolos; que además de un conflicto personal le causaba uno moral: ¿cómo podría luego acusar a la sociedad de hipócrita? si lo era él mismo pronunciando palabras que no eran suyas y en las que no creía y bla bla bla... Como sea, esa conversación con La Roca pasó un lunes, pero para el viernes de esa semana, día del ensayo general de la ceremonia, Sebastián no sólo seguía con vida sino que además se le había ocurrido un plan: sabotearse a sí mismo frente al principal supervisor del ensayo: el cura director del colegio, el padre Rogelio, un sacerdote cincuentón muy estricto y de mal carácter. Leyó mal el discurso a propósito, leyendo por momentos muy rápido, y otros muy lento, siempre trabándose. Cuando terminó esperó que el director enojado le ordenara repetir el discurso, y Sebastián estaba dispuesto a hacerlo mal cuantas veces fuera necesario hasta que el cura, harto, dispusiera su reemplazo por otro alumno. Pero el cura, muy serio eso sí, sólo dijo:
-Ok… ¡Siguiente!- y empezaron a subir al escenario, antes incluso de que Sebastián terminara de bajar de él, los del siguiente acto, un baile folclórico.
Sorprendentemente Sebastián no se desmoralizó. Algo había ocurrido, algo de lo que no estaba seguro qué era… ¿no será que...? No, no, se dijo, no había que sacar conclusiones antes de tiempo, mejor era esperar hasta el día siguiente en la ceremonia. Lo importante era que ese algo de alguna forma le daba un mínimo de esperanza. ¿De qué? Tampoco lo sabía con certeza.
Entonces, el sábado en la noche, a media ceremonia, llegó El momento, Su momento. Sebastián subió y fue al centro del escenario cabizbajo como lo había estado toda la noche, y aunque esto no era raro en él, en esta ocasión estaba plenamente consciente de ello; su intuición le decía que no mirase más allá de sus pies, todavía no. Empezó a leer el discurso esforzándose en hacerlo lo mejor posible, hasta que llegó al final del primer párrafo y fue ahí que sintió que había llegado la hora. Y alzó la mirada. Vio a más de 500 personas en el patio: alumnos, familiares de alumnos, sacerdotes, profesores, etc., la gran mayoría con ropa informal (no era una ceremonia estrictamente formal, después de todo), los adultos o los de mayor edad, así como algunas autoridades, que en su conjunto eran como la mitad del público, estaban sentados en sillas blancas ordenadas frente al escenario, la otra mitad estaba esparcida en el resto del patio. Por la entrada seguían llegando personas, que a pesar de lo avanzada la ceremonia, no tenían prisa. Había algunos quioscos de comida donde varios compraban. Por aquí y por allá se habían formado grupos cuyas conversaciones llegaban a Sebastián como murmullos. Sólo unos pocos entre todo el público lo miraban, pero era como si sus mentes estuvieran en otro sitio; la misma actitud tenía el cura director, además de la misma posición (sentado al centro de la primera fila), tanto ahora como el día anterior durante el ensayo. ¿No será que… ? y ahora Sebastián sí completó la pregunta… ¿no será que al padre Rogelio no le importaba ese discurso? y por extensión: ¿ni a nadie en general?... ¿Y por qué debería importarles? ¿Acaso era realmente importante? 
No, no lo era, tampoco la mitad, o tal vez más, de sus "problemas". Sebastián finalmente entendió, con alivio, felicidad y enojo (hacia sí mismo) que todo ese tiempo (y no sólo por lo del día del padre sino más allá de eso) se había estado complicando por las puras huevas. Y todo, desde entonces, se le hizo relativamente más simple; no volvió a tener pensamientos suicidas.
En la clausura, ahora que Sebastián alzó la mirada, lo que ve es básicamente al mismo público de hace dos años pero más ordenado, especialmente por los alumnos quienes están bien formados alrededor de las sillas y bien uniformados también, salvo por sus compañeros de promoción que están vestidos como él. El cielo está despejado y el sol cae en su totalidad sobre el público; en la cara de la mayoría se nota que lo que quieren es que la ceremonia acabe lo más pronto posible, así que si para lo del día del padre no les interesó el discurso, ahora mucho menos les interesa éste.
Sebastián baja la mirada y retoma el discurso, o mejor dicho, trata de hacerlo. Balbucea por varios segundos y esto hace que ahora sí el público le preste atención: ven a un Sebastián confundido como si hubiera perdido la línea del texto en la que iba, pero cómo podía ser posible esto si apenas había pasado la introducción. Finalmente Sebastián suspiró, y volvió a hablar:
-¿Saben qué? Hoy es mi último día en este colegio, al igual que mis compañeros de promoción, y no quiero aburrir a nadie… 
(Coge el papel de su discurso y lo convierte en una bola, la que introduce en el bolsillo derecho de su pantalón, cierra el fólder y se lo pone debajo del hombro del mismo lado.) 
-… Han sido años con sus cosas buenas y malas, como todo en esta vida… 
(Se quita y guarda la corbata en el bolsillo izquierdo del pantalón, y se desabrocha el botón del cuello.) 
-… Pero igual, estoy seguro que no olvidaremos el tiempo que hemos vivido aquí… 
(Saca el micrófono de su soporte y con él da unos pasos adelante.) 
-… Por eso, sin más, sólo quiero agradecerles a todos los profesores y sacerdotes por enseñarnos tanto. Y a mis compañeros decirles que les deseo lo mejor; se lo merecen muchachos. Muchas gracias.
De inmediato Sebastián es ovacionado por sus compañeros de promoción, quienes lo reciben con saludos y palmadas en el hombro y espalda cuando se reúne con ellos en la formación. El resto de público aplaude sin convicción porque no terminan de entender exactamente qué acaba de pasar.
Más tarde, al regresar a su habitación, y antes de cambiarse de ropa, Sebastián sacará del bolsillo de su pantalón su discurso convertido en bola de papel, lo desplegará y lo verá satisfecho. Porque todo salió como lo había planeado. En la noche del día del padre, eufórico luego de su epifanía, mientras continuaba el discurso con una lectura mecánica sólo por cumplir, se preguntó qué pasaría si se deshiciera del discurso y lo empezara a improvisar ahí mismo, ¿le importaría al público? ¿y si fuera así, alguien haría algo como obligarlo a leerlo de nuevo? No se arriesgó a intentarlo en ese momento pero cuando le dijeron que (por ser el primer puesto de la promoción) daría el discurso de despedida de la promoción, no sólo recordó esas ideas sino que de inmediato las aceptó; qué mejor que su último día en el colegio para intentarlo. De ahí su emoción por la noticia, además, como no hay ensayo general para la clausura, por ser una ceremonia mucho más protocolar que artística, sabía que no tenía necesidad de escribir nada. Pero sí lo hizo, para asegurarse que todo salga bien, pero no un discurso propiamente dicho, salvo por la introducción, sino todas y cada una de sus palabras supuestamente improvisadas, las que memorizó y sí ensayó en su habitación, y que terminaron plasmadas en el papel del discurso. Pero ¿no era contradictorio ese plan cuando se suponía que tenía que ser algo espontáneo? ¿No fue complicarse inútilmente? ¿Y es realmente útil responder estas preguntas? No lo será para Sebastián. Así que en vez de perder el tiempo tratando de justificar sus propios actos a sí mismo, arrugará otra vez al papel, lo botará a su tacho de basura, y se olvidará de todo ese asunto.

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