domingo, 7 de abril de 2013

Este texto no se trata sobre los “Súper Campeones”



Roberto Sedinho era un ex jugador brasileño de fútbol, y ex estrella mundial, que había llegado al Japón para tratarse el problema a la vista (un golpe fuerte en la cabeza lo podría dejar ciego) que lo había obligado a retirarse del fútbol antes de tiempo; tenía treinta y tantos años. En Japón conoció un día de casualidad a Oliver Atom, un niño de unos doce años de edad, fanático del fútbol y con mucha habilidad con la pelota. Se hicieron amigos, pero más que eso, Roberto se convirtió en el mentor de Oliver. Roberto no sólo le enseñaría a Oliver sobre técnicas y estrategias, sino también sobre cómo ser un buen líder. Oliver era el capitán del equipo de fútbol de su colegio, el Niupi, un equipo con más ganas que talento, que necesitaba del liderazgo de Oliver para sacar todo su potencial; gracias a ello lograron clasificar al campeonato nacional escolar. Ese campeonato tenía una motivación especial para Oliver. Roberto ya tenía planeado regresar a su país luego de que culminara ese torneo, y Oliver le había hecho prometerle que de salir campeón, lo llevaría a Brasil para continuar ahí su formación como futbolista.     
El Niupi campeonó. Luego de las celebraciones y la entrega de medallas y trofeos, Oliver corrió hacia el público en busca de Roberto para agradecerle todo su apoyo. Roberto ya no estaba en su sitio. La mamá de Oliver le dijo a su hijo que Roberto se había marchado apenas terminó el partido, pero que le había dejado una carta. Oliver leyó la carta y no lo pudo creer. En ella Roberto le decía que había adelantado su viaje a Brasil y que lo disculpara por no cumplir con su promesa de llevarlo consigo, y se justificaba diciendo que era muy pronto para que él, Oliver, dejara a sus amigos y familia; que más bien debería quedarse y afianzarse como líder y guía de sus compañeros. Le prometió que más adelante volvería por él a llevárselo, ahora sí, a Brasil. Oliver, con lágrima en los ojos, cuando terminó de leer la carta, levantó la vista y vio un avión cruzar el cielo.  
Esta es básicamente la historia de la primera temporada del anime “Súper Campeones”. Pero este texto no se trata sobre los “Súper Campeones”, al menos no directamente.

***

Alberto y yo ya no sabíamos de qué más hablar. Ya nos habíamos puesto al tanto en todo lo que respecta a nuestras vidas desde la última vez que nos habíamos visto, dos años atrás, en una reunión con los amigos con quienes formamos en la facultad un grupo compacto de cuatro: Anthony, Abel, Alberto y yo. Ahora sólo éramos él y yo en esa cafetería, luego de cinco años desde que acabáramos la universidad. Mientras me decidía a pedir otro café o simplemente decirle lo mucho que había disfrutado volver a verlo, y despedirme, no sé cómo me acordé de ella:
-¿Y sabes algo de Ana?- le pregunté.
-¡¿Ana?! Verdad. No sabes…- me dijo Alberto.
-¿Qué pasó?
-Paolo se la levantó.

Paolo ingresó a la San Martín con nosotros, así que lo conocíamos desde el comienzo de la carrera. Ana, en cambio, apareció mágicamente de la nada el primer día de clases del cuarto ciclo. Bueno, no mágicamente: sólo podía tratarse de una alumna que había hecho su traslado desde otra universidad. Lo que sí fue mágico, por decirlo de alguna manera, fue el primer contacto que tuvimos con ella, cuando entró, tarde, al aula en el que teníamos nuestra primera clase de Análisis Matemático II. Algo le dijo al profesor, luego volteó, le dio un vistazo a los alumnos (nuestras aulas eran como pequeños teatros) y se nos quedó viendo por unos segundos. Entonces empezó a subir los escalones directamente hacia nosotros (estábamos al centro y el salón estaba medio vacío). A nosotros nos confundió y excitó su acercamiento, especialmente lo segundo; susurrando no dejábamos de decirnos: “pero qué rica está esta huevona”. Cuando estuvo cerca nos dijo, con una frescura alucinante:
-Ustedes parecen los más inteligentes… me sentaré con ustedes- y se sentó delante de nosotros.
Pero más que frescura, pronto descubriríamos que lo suyo era simple conchudez. Ana casi nunca prestaba atención en clases (llevábamos juntos casi todos los mismos cursos y horarios): paraba distraída haciendo dibujitos en sus cuadernos o leyendo solapadamente alguna revista. Y cuando prestaba atención no entendía nada, así que se la pasaba toda la clase haciéndonos preguntas. Terminaba la clase y se olvidaba de nosotros, salvo las veces que se aproximaba un examen y, sin invitación o consulta previa, se metía a la sala de estudio donde estuviéramos para que le enseñáramos; pero no un repaso profundo, sino un resumen rápido de una hora a lo mucho, para luego marcharse. Aunque también se acordaba de nosotros, o de cualquier conocido que encontrara por ahí, en sí,  cuando necesitaba plata, lo que era común. Nunca pedía más de un sol pero igual no pagaba sus deudas. Lo que también pedía prestado seguido era algún celular con saldo para hablar, decía ella, unos segundos, cuando en realidad lo hacía por unos cinco de minutos… Qué difícil era decirle que no a esas tetas.
Nos llamaba la atención su falta de dinero. Tenía la apariencia de ser alguien acomodada y además sabíamos que venía de una universidad cara, como lo es la USIL. Su familia no se había venido a menos como se pudiera pensar: ella vivía con ellos en la misma residencial de Alberto, una de las más exclusivas de Lima. El misterio se resolvió un día en el que estábamos en una de las salas de estudio, sin Ana presente. En un momento vimos a una mujer mayor, de unos 50 años más o menos, pasando por las salas de estudio, andando rápido y visiblemente molesta. La perdimos de vista sin darle mucha importancia. Minutos después apareció Ana muy preocupada. Entró en la sala (sin pedir permiso para variar) y nos dijo al momento de sentarse: “digan que he estado estudiando con ustedes”. Nos miramos confundidos, y justo antes de pedirle explicaciones, de pronto la mujer de antes ya estaba dentro también.
-¿Dónde estabas? ¿Te estaba buscando?- le dijo la mujer a Ana, casi gritándole.
-Mamá, he estado acá estudiando- respondió Ana.
-No seas mentirosa. Ya he pasado por acá y no estabas.
-Había ido al baño. Pero pregúntales: he estado con ellos estudiando desde hace rato- dijo Ana y nos miró como esperando que le diéramos la razón. Sorprendidos por lo que estaba pasando, no dijimos nada.
-Ya pedí tus notas a la coordinación académica, y están peores que en la USIL- dijo la mamá -Pensé que cambiándote de universidad cambiarías. Ni quitándote las propinas… Pero cuando llegue tu papá de viaje ya vas a ver.
-Mamá, no hagas escándalo.
La mamá se marchó y detrás de ella fue Ana.
Nos quedamos congelados unos segundos hasta que alguien, no recuerdo quien, preguntó qué carajos acababa de pasar. De las otras salas se escuchaban murmullos; seguramente eran los otros alumnos preguntándose lo mismo.
Como dije, Ana vivía en la misma residencial de Alberto. Incluso a veces él iba a la casa de ella a enseñarle, y no tenía problemas en quedarse hasta pasada la medianoche porque tranquilamente podía regresar caminando a su casa. Por todo eso, de los cuatro, era Alberto a quien Ana le tenía relativamente más confianza. Otro día estábamos en clase, ella había faltado, pero a la mitad apareció cerca de la puerta, desde fuera del aula. No entró. Se quedó ahí haciéndonos gestos, y pronto comprendimos que le estaba pidiendo a Alberto que saliera. Alberto lo hizo y no regresó hasta casi el final de la clase. Cuando terminó la clase nos contó qué había pasado. Ana estaba mal. Desde donde estábamos sentados no pudimos notarlo, pero Alberto se dio cuenta, apenas la vio al salir del aula, que estaba al borde del llanto. Todo el mundo estaba en clases en ese momento así que aprovecharon la soledad del pasadizo para conversar en privado. Ana le contó que tenía muchos problemas en casa y que se sentía culpable por ello. Sus padres no dejaban de discutir, muy preocupados por el futuro de ella, y ella sentía que nunca iba a cambiar. Reconocía que normalmente no le hacía caso a todo eso, pero ahora (el día anterior siendo más exactos) que el chico con el que salía había terminado con ella, estaba convencida que el karma estaba cobrándoselas todas. Se sentía más sola que nunca y se puso a llorar. Se abrazaron los dos. Alberto empezó a acariciarle la cabeza diciéndole que todo mejoraría, que podía contar su amistad, y más cosas así.
-Cuando se calmó un poco- nos dijo Alberto -alzó la mirada y me vio directamente a los ojos. Y nos quedamos viéndonos por un rato, sin decirnos nada. Hasta que me dijo “gracias”, pero me lo dijo de una forma y con una cara que la verdad daba mucha pena- Alberto se entristeció en ese momento.
-¿Y qué más?- preguntamos.
-Seguimos viéndonos fijamente hasta que… ya saben.
-¿Qué cosa?
-Nos besamos- dijo Alberto con cierta nostalgia, algo extraño en él.
El beso y su forma de contarlo nos dejaron sin palabras. Entonces sólo atiné a preguntar “¿en serio?” y la respuesta de Alberto fue inmediata:
-Claro, pues huevón. ¿Creen que iba a desaprovechar esa oportunidad de chapármela?- y empezó a carcajearse. Y nosotros con él.
-Y me la chapé bien.
-¿Y luego qué pasó?
-Vio su reloj y me dijo que tenía que ir a un sitio. Me dio las gracias otra vez y se fue volando.
-¿Y ahora qué va a pasar entre ustedes?
-No sé ni me importa. Esa mujer está loca… La pendeja me debe como 10 soles pero con esto creo que ya estamos a mano.
Ana faltó a la universidad por unos días y cuando regresó fue como si nada hubiera pasado, todo siguió igual: su forma de ser, de tratarnos, y su comportamiento en clases. Hasta antes de ese incidente no teníamos idea de su vida sentimental. Nunca supimos si es que el chico aquel que terminó con ella era de la facultad o de fuera, pero asumimos lo segundo porque jamás la habíamos visto especialmente cariñosa con nadie de la facultad (el beso con Alberto no cuenta). Pero unas dos semanas después ella empezó a pasear por los pasadizos y jardines felizmente tomada de la mano de un estudiante. Alguien con quien la habíamos visto conversar sólo unas cuantas veces. Nos sorprendió porque Ana no parecía tener amigos de verdad o personas cercanas, sólo conocidos. Entre estos estaba Paolo, quien poco después de conocerla (en esa misma primera clase de Análisis Matemático II) la invitó a salir, y Ana aceptó. Paolo tenía su pinta y era inteligente; estábamos seguros que algo conseguiría con Ana en esa salida, una fiesta. Pero no fue así. Nos contaría Paolo después, sin darnos muchos detalles, que Ana resultó ser una borracha insoportable. Tuvo que haber sido muy mala su experiencia con ella esa noche porque ahí se acabaron sus pretensiones. Pudimos comprobar el gusto de Ana por el alcohol, por la cerveza específicamente, la vez que de “contrabando” metió cuatro latas de Cristal a la sala de estudio sabiendo que la podían expulsar de la facultad por eso. Alerta ella, y nosotros también, a que alguna autoridad pasara por ahí, se tomó cada una de las latas como si fuera agua.
Terminó ese ciclo y nosotros aprobamos todos nuestros cursos. Ana no, o creo que de milagro aprobó alguno. En el siguiente ciclo nos cruzaríamos con ella poco y ya no la veríamos caminar de la mano con nadie. Ese fue su último semestre en la universidad. En esos tiempos uno expresaba su “estado” por el nick o sub-nick del Messenger; pues bien, fue así como nos enteramos, en vacaciones, a poco de empezar el próximo ciclo, que Ana viajaría a Estados Unidos a trabajar. Cuando terminamos la universidad ella seguía viviendo allá. Ninguno de nosotros cuatro tuvo la necesidad de salir del país, ya sea por estudios o trabajo. Nos iba bien acá, en Lima. Paolo, apenas se graduó, viajó a Argentina a seguir estudiando, pero luego de conseguir un buen trabajo decidió establecerse allí.

“Paolo se la levantó” me había dicho Alberto y continuó:
-Lo que pasó es que ellos estuvieron conversando mucho tiempo por Messenger. O sea él desde Argentina y ella desde Estados Unidos. No sé desde cuándo exactamente, el asunto es que de tanto hablarse empezaron a gustarse. Y después a hablar huevadas como “me gustaría estar a tu lado”, “ojalá estuviéramos juntos”, ya sabes, cosas así. (Ah, pero también después vendrían las calateadas por webcam). Ella estaba aburrida de Estados Unidos y ya quería volver a vivir aquí. Bueno, lo hizo, hace un año más o menos. Paolo le decía que no estaba seguro de su futuro, pero que regresaría en noviembre (el noviembre pasado) para pensar sobre eso y de paso pasar las fiestas de fin de año con su familia. Y de paso también, claro, para estar al fin con ella. Y así empezaron a andar juntos…
-¿Se la tiró Paolo?- pregunté.
-Sí pues, obvio, varias veces… Bueno, parecía que Paolo se iba a quedar aquí definitivamente, pero justo antes de navidad le dice a Ana que había recibido una buena propuesta de Argentina así que había decidido regresar allá en las primeras semanas de enero. Ana no se la pensó dos veces: “me voy contigo”, le dijo. Paolo no se esperaba eso pero luego de conversarlo bien con ella, aceptó. Uno de los primeros días de enero, él le dice que tenía que hacer un viaje rápido a provincias a visitar a unos familiares por no sé qué. Ella lo quiso acompañar pero él le dijo que mejor se quedara en Lima haciendo sus preparativos para el viaje (de los pasaje se iba a encargar él). Así que Ana se quedó aquí comprando ropa, maletas, etc. En la noche, hablo del día del viaje relámpago de Paolo (él había partido muy temprano), Ana recibe un correo. ¿De quién? De Paolo. ¿Qué decía el correo? Primero: que él no estaba en ninguna provincia del Perú, sino ya en Argentina. Segundo, que lo disculpara por no poder llevarla y por no decirle la verdad antes. ¿Y cuál era esa verdad? Qué él ya tenía una novia allá, una Argentina.
-No… jodas…- le dije a Alberto,  boquiabierto.
-Para que veas. La pobre se quedó acá, llorando. Fue como lo que le pasó a Oliver con Roberto Sedinho- dijo eso y de inmediato nos partimos de la risa por varios minutos.
Qué agradable es reencontrase con un buen amigo y tener una conversación amena.

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