martes, 15 de julio de 2014

Un cuadrado amarillo

Tenía entendido que en la casa del costado sólo vivía una pareja de viejitos, por eso me sorprende que esta noche haya una fiesta ahí. Sólo se me ocurre que han prestado su casa para el cumpleaños de una nieta o un nieto muy querido; y quien debe de tener unos quince años porque los chicos que he visto fuera tienen una pinta de chibolos... Los vi cuando salí hace media hora a dar un vistazo y sólo he visto varones, unos veinte, parados o sentados en la acera, la mitad al frente de esa casa, la otra cruzando la pista, hablando entre ellos o conversando por celular o hueveando con él, esperando no sé qué para entrar porque la puerta estaba abierta y la música ya sonaba a todo volumen. No vi ni una sola chica: ¿estarán asistiendo esos chicos, sin saberlo, a una triste y aburrida fiesta de calzoncillos? No lo creo. Fácil las chicas estaban dentro cuando salí, y ahora habrá más. Además, como te dije, todos tienen pinta de quinceañeros así que tal vez se trate de eso, de un quinceañero. Además, también, vi a los chicos vestidos medio formales y casi iguales todos, con zapatillas Convers, jeans, camisa manga corta y corbata; si no fuera por los distintos colores cualquiera habría pensado que estaban uniformados. ¿Así se visten los chicos ahora para ir a un quino? EN MIS TIEMPOS (palabras de viejo, al igual que “quino” creo, porque esa palabra creo que ya no se usa) uno iba bien al terno.
Sólo he ido una vez a un quinceañero en toda mi vida  (bien enternado, claro), cuando tenía 16 años (ahora paso los 30). Nunca me han gustado las fiestas ni usar terno; no habría ido a esa fiesta si no fuera porque la bandita de rock de la que formaba parte entonces había sido contratada. Teníamos vara: nuestro baterista, Erick, era enamorado de la agasajada, Liz. Por si acaso no éramos famosos ni nada que se le acerque: antes y después de nuestros 60 minutos de presentación fuimos simples invitados, sin ningún trato preferencial. Aunque la mamá de Liz adoraba a Erick, y al resto de nosotros nos tenía un cariño especial. Ella misma voluntariamente ofreció pagarnos 100 soles a cada uno de nosotros cinco cuando le dijimos que nos hacía felices simplemente la oportunidad de tocar, que nos bastaba con que ella pagara el alquiler de los instrumentos y equipos (además suponíamos que de por sí iba a gastar un huevo en el catering y en el alquiler del local: el amplio auditorio de un club social). Pero mucho amor o cariño puede matarte, dicen, y eso se aplicó a mí porque inesperadamente, luego de que Erick terminara de bailar con Liz Tiempo de vals de Chayanne (no es por dármelas de culto y elegante pero hubiera preferido mil veces el Danubio Azul), la mamá quiso demostrarnos al resto de la banda cuánto nos quería dándonos el “honor” de salir a bailar también con su hija esa canción; y para mi mala suerte fue a mí al primero que señaló.
Así que salí a bailar con Liz, solos los dos en medio de la pista de baile, mientras el resto de los presentes, unas cien personas, nos observaban. Por supuesto había visto el baile previo de Erick y Liz, pero tampoco les había prestado tanta atención como para recordar sus pasos; de haber sabido que luego me tocaría a mi… Por eso me acerqué a ella sin saber qué hacer. Ella se dio cuenta creo porque me dio la pauta, o sea, me enseñó cómo debía sujetarla y, con un suave movimiento, cómo bailar, lo que no era muy difícil; era un vals, después de todo. Pero igual seguía ansioso y sentía que debía hacer algo más, así que le conversé a Liz, con quien no me llevaba ni mal ni bien, y fue la segunda conversación más incómoda que he tenido en mi vida (la primera la cuento otro día):
-¿Nerviosa?- le pregunté, sudando de los nervios, con una sonrisa más falsa que el orgasmo de una actriz porno.
-¿Ah?- me dijo ella, más atenta a Erick; Liz era terriblemente celosa.
-¿Emocionada?
-¿Ah?
-Este…
-¿Qué?
Sólo fueron unos segundos antes de ser reemplazado, pero, aunque suene a lugar común, esos segundos me parecieron eternos.
Pero lo peor o mejor para mí (ya me dirás después si fue lo uno o lo otro) estaba por llegar. Llegó cuando cambiaron la iluminación (el ambiente se puso más oscuro) y el dj puso la primera canción verdaderamente tonera: había llegado la hora para todos de salir a bailar. Y unos amigos (no los de la banda sino otros) prácticamente me empujaron a que sacara a bailar a alguna chica. ¿Ya te he dicho que odio bailar desde siempre? Bueno, no había marcha atrás así que a darle, átomos. La oscuridad y mi vista nublada por los nervios (apenas me había recuperado de lo de Liz) me hizo ir directamente hacia lo primero que pude identificar como una chica sin notar su apariencia. Ella estaba sentada en una mesa rodeada de otras personas. Me paré a su lado y le dije casi gritando por la bulla: “¿quieres bailar?”, y ella, sorprendentemente, me dijo que sí. Ya estaban sonando las salsas; en ese momento La quiero a morir de DLG, específicamente. Otra vez estaba en la pista de baile al frente de una chica y otra vez no sabía qué hacer. Traté unos pasos pero ella medio que me interrumpió para pegarse bien a mí, tomar mis manos y colocarlas en los lugares supuestamente adecuados (una mano con la suya y la otra a su cadera), y empezó a bailar. Yo a intentarlo. Nos dijimos nuestros nombres pero yo la verdad ni la escuché, ni la miré: la poca luz, la música (que no me gustaba) ensordecedora, las ganas de tocar con la banda y de largarme… mi mente estaba en otra parte. Ella al minuto se dio cuenta de que conmigo no pasaba nada: se soltó de mí y dio unos dos pasos para atrás; o sea siguió bailando conmigo pero, como quien dice, de lejitos nomás. Cuando acabó la canción (aunque inmediatamente se empalmó con otra salsa) no se me ocurrió otra cosa que, mismo japonés, hacerle una venia en gratitud, para luego ir rápidamente a esconderme a alguna esquina, la más oscura posible. No tardaron en encontrarme mis compañeros de banda. Nuestro líder, Juan Carlo (sí, sin la “s” al final) me dio el anuncio:
-¡Buena, Josué: sacaste a bailar al mejor poto de la fiesta!  
Y todos me felicitaron emocionados. Yo ni cuenta de mi hazaña.
Erick y yo éramos compañeros de aula en el mismo colegio. Patazas. Lo que no le impidió burlarse de mí la semana siguiente en los recreos:
-¡Tú que dices odiar la salsa: bien que bailaste La quiero a morir!- me lo restregaba en la cara.
Luego me diría:
-Oye, por si acaso ya salió el video.
-¿Qué video?- le pregunté.
-El del quino de Liz, pues. Y sale tu bailecito. ¿No lo quieres ver?
-Vete a la mierda...
No lo vi pero hubo un compañero (que fue invitado a la fiesta pero que no pudo ir) que sí lo vio. Le dio mucha risa mi venia japonesa, pero más, obviamente, mi baile:
-Bailas como un rinoceronte- me dijo.
Fue la primera y última vez que escuché esa expresión. No sé cómo bailan esos animales, supongo que mal; pero sí sé que es muy incómodo hacer el amor con un rinoceronte que ya no te ama…
Confirmado: sí hay chicas en la fiesta de al lado; las escucho cantando. Lo que no está confirmado es que sea un quinceañero o siquiera un cumpleaños, porque no he escuchado hasta el momento ningún vals o happy birthday. Ahora lo que escucho es salsa; ya han empezado las salsas. Es curioso, aunque no me gusta esa música me pone nostálgico, siempre que la escuche así, a la distancia; más aún ahora que estoy solo en mi habitación a la 1 de la mañana de un domingo. Me hace rememorar mi primer recuerdo, el más antiguo que tengo:
Despierto sobre una cama, solo en una habitación oscura. Lo que me ha despertado es una música que percibo a lo lejos, una música que en ese momento no lo sé pero que luego sabré se trata de salsa. Lo primero que veo es una cuadrado amarillo en la pared que está al frente de mí: es la luz de un poste entrando por la ventana abierta que está a mi costado. Por esa ventana, recostado como estoy, sólo puedo ver el cielo de la noche. Es una ventana bien alta; sigo recostado: ni trato de asomarme por ahí porque de alguna forma sé que no alcanzaré.
Tenía tres años de edad.

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