Su
piel era blanca como una hoja de papel. Su cabello era negro, lacio y largo. Y
sus ojos, verdes. Pero qué importaba todo eso, se decía Antonia así misma,
cuando alguien al verla, por primera vez, lo primero que notaría sería su
estatura y su peso: aproximadamente, “al ojo”, un metro sesenta y noventa kilos
respectivamente. En especial los chicos; quienes, pensaba, en el mejor de los
casos simplemente se apartarían de ella, porque a qué chico le gustaría andar
con una chica así; y en el peor se burlarían, lo que pasaba seguido, creía,
porque siempre que se percataba que había cerca un chico riéndose, Antonia estaba
segura de que aquel se estaba riendo de ella.
Pero
hubo uno que no se apartó y que no se burló; todo lo contrario: quiso
conocerla, empezar a salir con ella y conocerla más. Y lo hizo, con excelentes
resultados para los dos. Antonia, quien a sus 23 años había perdido toda
esperanza de tener enamorado alguna vez, ahora tenía uno: un hombre de 30 años,
coincidentemente de ascendencia polaca como ella, de metro ochenta, rubio y
delgado. Fueron completamente felices los seis primeros meses, incluso ella
perdió su virginidad con él en ese tiempo. Pero luego, un día, Antonia recibió
y leyó un mail anónimo que le advertía que su enamorado la estaba engañando con
otra. Antonia no supo qué hacer en ese momento, así que se puso a pensarlo bien.
Con los minutos, el impacto inicial se le fue pasando a la vez que se fue
convenciendo de algo, de que, sin importar cómo, quería seguir siendo feliz. Finalmente
decidió ignorar, ahora y a futuro (y en efecto, le llegarían más mails
parecidos en el futuro), todo lo que tenga que ver con ese asunto. Hasta que él
mismo se lo confesó, por voluntad propia y al mes de haber cumplido un año
juntos: estaba saliendo en paralelo con otra chica. Con ese anuncio él rompió
con ella, pero, como si Antonia no hubiera escuchado suficiente, él le aclaró que aún
la deseaba mucho y le propuso seguir “viéndose” de vez en cuando. Empezaron a
discutir: ella, indignada, a increparle su descaro, y él a repetirle que
debería pensarlo al menos; pero al poco rato ella no soportaría más esa
discusión y se marcharía abruptamente, sin despedirse. En los días siguientes
Antonia lo odió tanto que no tuvo tiempo de sentirse triste ni de llorar… Pero
se odió mucho más así misma cuando, a la semana del rompimiento, le escribió a
su teléfono “Está bien. Tú ganas. ¿Ahora qué?”. Así empezaron a verse en
secreto sólo para tener sexo y nada más que eso, y seguirían haciéndolo por ocho
meses más; entonces él, sin previo aviso o razón aparente alguna, simplemente
dejó de comunicarse con ella y desapareció de su vida.
Poco
después, Antonia, sintiendo un gran rencor por los hombres, empezó a entrar a
chats con el único afán de molestar a los hombres de la sala: los insultaba,
les expresaba su desprecio, les buscaba “pelea” y sí que las conseguía. Fue así
como la conocí. Apenas entré un día a una sala de chat, una chica me dice
“hola”, le digo “hola” también, y de inmediato me empieza a insultar. No
respondí a sus ataques no por buena gente sino por falta de rapidez mental.
Sólo atiné a tratar de averiguar cuál era su problema (que en ese momento creía
era sólo conmigo), y no sé si fue por mis palabras o por mi actitud, pero ella se
fue calmando y nuestra conversación tornándose más normal. Aquella vez
conversamos como dos horas y al terminar yo ya sabía sobre ella cosas como que
tenía 25 años, que era graduada universitaria con honores, y que tenía un
trabajo de oficina que me dijo era como el de una secretaria pero más
importante. Luego me contaría que trabajaba rodeada de puros hombres, unos
quince más o menos, mientras que, aparte de ella, sólo había tres chicas. Curiosamente
era una de ellas, aunque en general no se llevaba ni bien ni mal con sus
compañeros de trabajo, la que peor le caía de todos, por ser una coqueta y
vanidosa con “pinta de vedette”.
Y
la primera vez que Antonia me escribiera sobre suicidarse sería justamente por
esa chica.
Desde
que empezamos a chatear, Antonia, siempre que me escribía sobre los hombres, lo
hacía expresándose furiosamente mal de ellos; hasta que un día apareció la
excepción a toda esa furia: el chico nuevo del banco al que ella iba seguido
por cuestiones de trabajo: un chico alto, atlético, de piel rosada, ojos y
cabello negros, con corte militar. De él me diría cosas como que era muy lindo,
que estaba muy bueno, que se lo comería con todo y zapatos (aclarándome esto
último, entre jajajas, que no lo decía literalmente), pero también me diría varias
veces que era imposible que un chico así de guapo se fijara en alguien como
ella. El chico trabajaba en ventanilla. Era amable atendiendo a las personas
pero no hablaba más de lo necesario, por eso Antonia creyó que se trataba de un
chico tímido. Lo que no era cierto: un día, de regreso del banco, la chica
coqueta con pinta de vedette le contó emocionada a todo el mundo en la oficina que
había sido atendida en ventanilla por un chico que no sólo era guapísimo sino
también hablador y coqueto, y que habían quedado en salir el fin de semana. Lo
describió físicamente y de inmediato Antonia confirmó su temor: era el chico
nuevo. En la noche, cuando me lo contó, estaba terriblemente mal, me dijo que
ya no aguantaba más este mundo, y que se iba a matar. ¿Hablaba en serio o lo
decía por decir? Como sea, muy nervioso, traté de tranquilizarla lo más posible
y afortunadamente lo conseguí. Pero vendrían más amenazas de suicidios (por
varias razones) en los días y semanas siguientes, tantas que ella amenazando y
yo haciendo que desista terminó convirtiéndose en rutina. Ya no me asustaba
cuando ella empezaba con lo suyo porque sabía que en menos de cinco minutos,
repitiéndole más o menos lo mismo de siempre, ella cambiaría de opinión. Pero
un sábado parecía que absolutamente nada de lo que yo le dijera la haría
desistir. Estaba muy deprimida porque los sábados paraba en casa aburrida:
nadie la invitaba a salir; tenía pocos amigos, ninguno hombre, y todas sus
amigas mujeres tenían enamorado. Finalmente sólo pude calmarla invitándola a
tomar un café. Dos horas después nos encontramos en el parque Kennedy, en
Miraflores.
Sólo
había visto una foto de ella donde salía muy seria y con una mirada que realmente
daba miedo. En el parque, en efecto, era la misma chica de la foto; ninguna
sorpresa hasta ahí, salvo por una: llegó con una sonrisa angelical de oreja a
oreja. ¿Era la misma chica depresiva y furiosa con la que había venido hablando
en los últimos dos meses? Y dudé más cuando empezamos a conversar, por lo
alegre de su forma de ser. Pero conforme la conversación avanzaba, la Antonia
que conocía del chat poco a poco fue apareciendo, aunque con cambios de ánimo
repentinos. En un momento, muy frustrada, me habló sobre que los chicos le
huían.
-Pero
llegaste a tener un enamorado.- le dije -Alguien que estuvo detrás de ti.
-Bah-
me dijo Antonia –eso fue por puro fetichismo, nada más.
¿Qué
quieres decir?- pregunté.
-Esto:
mis tetas- Y sacó pecho como quien dice “mira”. Era invierno, estaba con una chompa
encima pero aun así se podía notar que tenía unos senos muy grandes.
-¿O
sea sólo le gustabas por tus senos?- dije –Imposible: ¿un hombre al que le
gusten las tetas grandes? No puede ser- dije irónico.
-Ya,
ya, no te burles.- dijo ella –Lo que quiero decir es que a él le gustaban más
de lo normal. Cuando teníamos sexo me penetraba un rato nomás; el resto del
tiempo lo único que quería era hacer rusas.
Yo
sabía lo que era una “rusa” pero, por puro morbo, me hice el desentendido y le
pedí que me lo explicara. Ella se negó al inicio pero luego de mucho insistirle
finalmente perdió la paciencia:
-O
sea que él ponía su pene entre mis tetas y se masturbaba entre ellas,
¿entiendes?- dijo y me vio con la mirada asesina de la foto. Asustado, dije sin pensar:
-Cubana.
-¿Qué?-
dijo Antonia.
-También
se le dice “cubana” a esa pose.
Se
quedó callada. Hizo un gesto como quien dice “¿y qué importa ahora cómo se
llame esa pose?”, le dio un sorbo a su café y dijo:
-Para
colmo el desgraciado la tenía chiquita- y empezó a carcajearse feliz. Me reí
con ella sólo porque ella lo hacía.
Al
rato Antonia sacó su celular.
-Ay-
se quejó –un mensaje de ese chico otra vez.
-¿Cuál
chico?- pregunté.
-Uno
del trabajo. Uno que está loquito por mí desde hace tiempo- dijo.
-¡Espera!-
le dije extraordinariamente sorprendido –¿No dejas de quejarte de que no le
gustas a ningún hombre y de pronto me dices que desde hace tiempo hay un chico
que se muere por ti? ¿Y de quien nunca me habías contado nada antes?
-Ah,
bueno, disculpa, es que este chico no cuenta, pues- me dijo.
-¿Por
qué?- le pregunté.
-Porque
sólo es un serrano de mierda- dijo Antonia.
***
La
última noche de ese año 2009, Antonia entró a salas de chats de España y de
Inglaterra no con ánimo belicoso, sino para probar una teoría que se le había
ocurrido mientras pensaba en sus propósitos para el año siguiente. Luego de
congeniar con algunos españoles e ingleses, comprobó que su teoría era cierta:
su problema no eran los hombres en general, sino el hombre peruano en
particular. Tal vez los latinoamericanos lo serían también, por eso no se
arriesgó y decidió que de ahora en adelante sólo se concentraría en europeos. Y
le iría tan bien que, aparte de hacer nuevos amigos, conocería a un español caucásico
y canoso de casi 50 años de quien se enamoraría, y por suerte para Antonia, él
también de ella. No tardaron en conversar sobre planes a futuro y decidieron
que para mediados del 2010 Antonia viajaría a España a vivir con él. Faltaban
cuatro meses para ello y Antonia se propuso bajar de peso. Se metió al
gimnasio, empezó una dieta, fue muy disciplinada en ambas cosas y una semana
antes del viaje ya pesaba 15 kilos menos. Fui testigo de ese cambio paulatino sólo
por las fotos que ella me mostraba por el chat de vez en cuando, porque en
persona ya no nos volvimos a ver desde esa vez en Miraflores. Y luego de que Antonia
viajara a España, feliz, a iniciar una nueva vida a lado de su “Viejito”,…
bueno, sí: esta historia es de esas que terminan con una frase del tipo “… nunca
más volví a saber de ella”.
***
NOTA:
Para más información, un link de wikipedia.