jueves, 8 de enero de 2015

La corbata en el bolsillo

Sebastián se detiene cabizbajo frente al micrófono. Está vestido con un pantalón de vestir, una camisa y una corbata cualesquiera que no son el uniforme del colegio. (Y sus lentes, por supuesto, no nos olvidemos de sus lentes.) A la vez que carraspea lo suficientemente fuerte y rápido sólo para comprobar que el micrófono y los parlantes están funcionando bien (lo están), abre el folder que carga consigo donde lleva su discurso y empieza leyendo el típico saludo que se le da a las autoridades y al resto del público. Entonces levanta la mirada y da un vistazo...
Hasta aquí la escena es casi la misma de hace dos años: Sebastián de pie en el centro del escenario de su colegio (el salesiano Rosenthal de la Puente) a poco de haber empezado un discurso, haciendo una pausa de unos segundos para dar un vistazo. Las principales diferencias son, primero, el momento del día: hoy es una mañana soleada de diciembre mientras que aquella vez fue en una noche fría de junio. Segundo, el evento: aquel día la ceremonia y discurso eran por el día del padre; hoy la ceremonia es la clausura del año escolar y el discurso es el de "despedida" de la promoción 99, a la que pertenece Sebastián. Tercero, la ropa: hace dos años Sebastián vestía el uniforme del colegio (pantalón y corbata azul marino, camisa blanca, chompa celeste con botones); hoy no, por estar justamente en quinto de secundaria: es costumbre que los del último año, en su último día en el colegio, vistan terno o ropa de vestir. Y cuarto, la principal diferencia de todas: Sebastián, en sí mismo, es otra persona. Un ejemplo de esto es su reacción al enterarse de cada discurso: para el de despedida de la promoción de hoy se emocionó; en cambio para el del día del padre pensó en suicidarse.
Y es que por aquellos días, ante cualquier molestia, Sebastián lo primero que hacía era pensar en el suicidio. Lo pensó el día que en coro le gritaron "¡nerd!" desde un bus escolar repleto y en marcha cuando él pasaba por un colegio de mujeres (el Nuestra Señora de la Paz) justo a la hora de la salida; muchas de las chicas que salían en ese momento escucharon el grito, vieron a ese chico de lentes bien uniformado, con todo y corbata, en la acera de enfrente, y se rieron a carcajadas. Pensó en matarse el día que apareció en una foto de El Comercio, al centro con una medalla de oro, junto a los otros dos finalistas de un torneo de ajedrez donde la edad promedio era 14; el “problema” era que en la descripción de la foto el único nombre que aparecía no era el suyo, el campeón, sino de la medalla de bronce, un niño de 6 años. Hablando de deportes… pensaba en matarse también cada vez que, antes de las pichangas de fulbito, cuando los capitanes (luego de regir con un “yan ken po” para determinar quién de los dos empezaba a elegir a sus jugadores) volvían a regírsela por el último que faltaba escoger, siempre Sebastián, quien iba para el equipo del perdedor de esta (humillante y sólo necesaria si él iba a jugar) segunda regida; así de malo era jugando al futbol. Y como estos, muchos ejemplos más.
Seguro piensas que era un suicida, pero no; tampoco se podría decir que era uno en potencia, porque nunca intentó matarse realmente, nunca pasó de pensamientos y falsas promesas así mismo del tipo "esta noche me mato". Y jamás nadie le vio ningún tipo de comportamiento extraño que delatara sus “depresiones” (de las que él tampoco hablaba), ni siquiera bebía (un sorbo de cerveza le daban ganas de vomitar) ni fumaba (una pitada de un cigarrillo light sin nicotina y mentolado le daban ganas de vomitar). Es más, siguió siendo de los mejores de su promoción, en conducta y en notas (bueno, salvo en educación física). O sea que en su caso la procesión iba por dentro, aunque su “procesión” no fueran más que puros melodramas de un adolescente que se ahoga en un vaso de agua.
¿Pero no estaré siendo muy duro con Sebastián, en especial cuando le dijeron que daría el discurso del día del padre? ¿No estaba en algo justificada su reacción en ese momento ya que odiaba a su padre por haberlos abandonado a él y a su familia muchos años atrás? Tal vez, pero lo cierto es que, irónicamente, ese discurso sería su salvación. Y todo gracias a La Roca. 
Ese es su apodo. Piensa en una roca, en una bien tosca; ponle ojos, nariz, boca, un poco de pelo, y ahí tienes al profesor (a quien los alumnos también le dicen La Mole, de los Cuatro Fantásticos), que escogió a Sebastián para dar el discurso por el día del padre.
Lo que significaba, le explicó a Sebastián, que además de salir a leerlo debía también escribirlo él mismo. De inmediato Sebastián le respondió que él no era el indicado y tuvo que contarle sobre (la ausencia de) su padre. Y de inmediato también La Roca le replicó de una forma que sólo puede calificarse como una clase maestra de pragmatismo; le dijo:
-Pero nadie sabe lo de tu papá.
Sebastián se quedó huevón (o cojudo, dependiendo de qué palabra es más en niveles de asombro) ante tal afirmación tan insensible como cierta; porque, generalizando, La Roca tenía razón. Y Sebastián en el fondo lo sabía. No se le ocurrió qué más decir, además que discutir, debatir, negociar o incluso regatear nunca ha sido lo suyo (nunca dejes que pida un taxi por ti a menos que quieras pagar la tarifa más alta). La Roca dio por cerrado el tema pero al notar lo afectado que estaba su alumno tuvo algo de compasión y le dijo que no se preocupara por escribir nada: él, o sea La Roca, lo haría y luego le pasaría el texto. 
Entonces Sebastián tenía dos "buenas" razones para suicidarse: uno, el tener que hablar en público; y dos, el tener que hablar en público sobre los papás, alabándolos; que además de un conflicto personal le causaba uno moral: ¿cómo podría luego acusar a la sociedad de hipócrita? si lo era él mismo pronunciando palabras que no eran suyas y en las que no creía y bla bla bla... Como sea, esa conversación con La Roca pasó un lunes, pero para el viernes de esa semana, día del ensayo general de la ceremonia, Sebastián no sólo seguía con vida sino que además se le había ocurrido un plan: sabotearse a sí mismo frente al principal supervisor del ensayo: el cura director del colegio, el padre Rogelio, un sacerdote cincuentón muy estricto y de mal carácter. Leyó mal el discurso a propósito, leyendo por momentos muy rápido, y otros muy lento, siempre trabándose. Cuando terminó esperó que el director enojado le ordenara repetir el discurso, y Sebastián estaba dispuesto a hacerlo mal cuantas veces fuera necesario hasta que el cura, harto, dispusiera su reemplazo por otro alumno. Pero el cura, muy serio eso sí, sólo dijo:
-Ok… ¡Siguiente!- y empezaron a subir al escenario, antes incluso de que Sebastián terminara de bajar de él, los del siguiente acto, un baile folclórico.
Sorprendentemente Sebastián no se desmoralizó. Algo había ocurrido, algo de lo que no estaba seguro qué era… ¿no será que...? No, no, se dijo, no había que sacar conclusiones antes de tiempo, mejor era esperar hasta el día siguiente en la ceremonia. Lo importante era que ese algo de alguna forma le daba un mínimo de esperanza. ¿De qué? Tampoco lo sabía con certeza.
Entonces, el sábado en la noche, a media ceremonia, llegó El momento, Su momento. Sebastián subió y fue al centro del escenario cabizbajo como lo había estado toda la noche, y aunque esto no era raro en él, en esta ocasión estaba plenamente consciente de ello; su intuición le decía que no mirase más allá de sus pies, todavía no. Empezó a leer el discurso esforzándose en hacerlo lo mejor posible, hasta que llegó al final del primer párrafo y fue ahí que sintió que había llegado la hora. Y alzó la mirada. Vio a más de 500 personas en el patio: alumnos, familiares de alumnos, sacerdotes, profesores, etc., la gran mayoría con ropa informal (no era una ceremonia estrictamente formal, después de todo), los adultos o los de mayor edad, así como algunas autoridades, que en su conjunto eran como la mitad del público, estaban sentados en sillas blancas ordenadas frente al escenario, la otra mitad estaba esparcida en el resto del patio. Por la entrada seguían llegando personas, que a pesar de lo avanzada la ceremonia, no tenían prisa. Había algunos quioscos de comida donde varios compraban. Por aquí y por allá se habían formado grupos cuyas conversaciones llegaban a Sebastián como murmullos. Sólo unos pocos entre todo el público lo miraban, pero era como si sus mentes estuvieran en otro sitio; la misma actitud tenía el cura director, además de la misma posición (sentado al centro de la primera fila), tanto ahora como el día anterior durante el ensayo. ¿No será que… ? y ahora Sebastián sí completó la pregunta… ¿no será que al padre Rogelio no le importaba ese discurso? y por extensión: ¿ni a nadie en general?... ¿Y por qué debería importarles? ¿Acaso era realmente importante? 
No, no lo era, tampoco la mitad, o tal vez más, de sus "problemas". Sebastián finalmente entendió, con alivio, felicidad y enojo (hacia sí mismo) que todo ese tiempo (y no sólo por lo del día del padre sino más allá de eso) se había estado complicando por las puras huevas. Y todo, desde entonces, se le hizo relativamente más simple; no volvió a tener pensamientos suicidas.
En la clausura, ahora que Sebastián alzó la mirada, lo que ve es básicamente al mismo público de hace dos años pero más ordenado, especialmente por los alumnos quienes están bien formados alrededor de las sillas y bien uniformados también, salvo por sus compañeros de promoción que están vestidos como él. El cielo está despejado y el sol cae en su totalidad sobre el público; en la cara de la mayoría se nota que lo que quieren es que la ceremonia acabe lo más pronto posible, así que si para lo del día del padre no les interesó el discurso, ahora mucho menos les interesa éste.
Sebastián baja la mirada y retoma el discurso, o mejor dicho, trata de hacerlo. Balbucea por varios segundos y esto hace que ahora sí el público le preste atención: ven a un Sebastián confundido como si hubiera perdido la línea del texto en la que iba, pero cómo podía ser posible esto si apenas había pasado la introducción. Finalmente Sebastián suspiró, y volvió a hablar:
-¿Saben qué? Hoy es mi último día en este colegio, al igual que mis compañeros de promoción, y no quiero aburrir a nadie… 
(Coge el papel de su discurso y lo convierte en una bola, la que introduce en el bolsillo derecho de su pantalón, cierra el fólder y se lo pone debajo del hombro del mismo lado.) 
-… Han sido años con sus cosas buenas y malas, como todo en esta vida… 
(Se quita y guarda la corbata en el bolsillo izquierdo del pantalón, y se desabrocha el botón del cuello.) 
-… Pero igual, estoy seguro que no olvidaremos el tiempo que hemos vivido aquí… 
(Saca el micrófono de su soporte y con él da unos pasos adelante.) 
-… Por eso, sin más, sólo quiero agradecerles a todos los profesores y sacerdotes por enseñarnos tanto. Y a mis compañeros decirles que les deseo lo mejor; se lo merecen muchachos. Muchas gracias.
De inmediato Sebastián es ovacionado por sus compañeros de promoción, quienes lo reciben con saludos y palmadas en el hombro y espalda cuando se reúne con ellos en la formación. El resto de público aplaude sin convicción porque no terminan de entender exactamente qué acaba de pasar.
Más tarde, al regresar a su habitación, y antes de cambiarse de ropa, Sebastián sacará del bolsillo de su pantalón su discurso convertido en bola de papel, lo desplegará y lo verá satisfecho. Porque todo salió como lo había planeado. En la noche del día del padre, eufórico luego de su epifanía, mientras continuaba el discurso con una lectura mecánica sólo por cumplir, se preguntó qué pasaría si se deshiciera del discurso y lo empezara a improvisar ahí mismo, ¿le importaría al público? ¿y si fuera así, alguien haría algo como obligarlo a leerlo de nuevo? No se arriesgó a intentarlo en ese momento pero cuando le dijeron que (por ser el primer puesto de la promoción) daría el discurso de despedida de la promoción, no sólo recordó esas ideas sino que de inmediato las aceptó; qué mejor que su último día en el colegio para intentarlo. De ahí su emoción por la noticia, además, como no hay ensayo general para la clausura, por ser una ceremonia mucho más protocolar que artística, sabía que no tenía necesidad de escribir nada. Pero sí lo hizo, para asegurarse que todo salga bien, pero no un discurso propiamente dicho, salvo por la introducción, sino todas y cada una de sus palabras supuestamente improvisadas, las que memorizó y sí ensayó en su habitación, y que terminaron plasmadas en el papel del discurso. Pero ¿no era contradictorio ese plan cuando se suponía que tenía que ser algo espontáneo? ¿No fue complicarse inútilmente? ¿Y es realmente útil responder estas preguntas? No lo será para Sebastián. Así que en vez de perder el tiempo tratando de justificar sus propios actos a sí mismo, arrugará otra vez al papel, lo botará a su tacho de basura, y se olvidará de todo ese asunto.

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