Pasaba que las
putas cobraban no menos de 100 soles por media hora, lo que no es poca plata, pero
el problema no era en sí ese sino que, por sus fotos, como que no justificaban
su tarifa. Algún hombre en la sección de comentarios escribió: “¿Quién va a
querer pagar tanto por unas rolludas?”, y llamó a la “huelga” a cualquier
interesado en esos anuncios: “Amigos. No dejemos que estas feas se salgan con
la suya hasta que bajen sus tarifas”. En la misma sección una de las putas
anunciantes le respondió: “Mira, papito. Si lees bien verás que nosotras le
ofrecemos nuestros servicios sólo a gerentes o personas importantes, y créeme
que clientes nos sobran. Así que si tu sueldo miserable no te alcanza para
contratarnos mejor sal de esta página y ponte a buscar putas que estén a tu nivel,
o sea, esas putas baratas con sífilis que salen en el Trome. Aunque sospecho
que aparte de misio eres también feo así que ni ellas te atracarían”. Y la
discusión continuó poniéndose cada vez más graciosa.
Pero bueno,
basta de distracciones; tenía que concentrarme en aquello para lo que realmente
me había metido a mundoanuncio.com (que ahora es, creo, olx): Para buscar una
profesora de baile, porque, aunque conocía algunas academias de los sitios por
donde andaba, las había descartado por no tener pareja con quien ir, lo que en
ninguna era obligatorio pero sí lo ideal. Así que decidí buscar una profesora particular
y no me fue difícil encontrar una en internet; por suerte, porque me quedaba
poco tiempo: era noviembre del 2010 (acababa de cumplir 28) y yo estaba
resuelto a ir por primera vez en mi vida a una fiesta de fin de año.
Por correo
coordinamos con la profesora que las clases serían en su casa, los martes y
jueves, de 7 a 8pm, a 20 soles por clase, y que el ritmo que me enseñaría sería
salsa.
Entonces un
jueves, saliendo del trabajo, fui a mi primera clase, pero llegué a la
dirección (la que por cierto no estaba lejos de mi casa) 15 minutos antes de la
hora, por lo que me puse a esperar en la esquina (esa casa de por sí estaba en
una esquina) antes de tocar la puerta. De haber sido fumador me habría puesto a
fumar; estaba nervioso y no sabía exactamente qué pensar. Y en esa
incertidumbre estaba cuando la puerta de la casa se abrió, salió un chico de,
diría, mi edad, y escuché una voz de mujer decirle "hasta la próxima
clase". Ya eran las 7, el chico se alejó, la puerta se cerró, y sin prisa fui
a tocarle el timbre.
Me abrió
una mujer de quien no me acuerdo su nombre ni su rostro, pero sí puedo decir
que tendría no más de 45 años, 1.65 de altura (un poco más baja que yo), y era
delgada sin ser curvilínea (estaba vestida con un buzo ceñido).
Nos
saludamos, quedó claro que ella era la maestra y yo el alumno de las 7, pasamos
a su sala y me preguntó cuál era mi experiencia y cuál mi objetivo. Le respondí
que había nacido con los dos pies izquierdos y que no quería ganar ningún
concurso de baile, sólo aprender lo suficiente para pasarla bien en cualquier
fiesta. Me preguntó por qué había escogido salsa y le respondí que, a mi
parecer, era lo que más bailaba la gente (y porque, pero esto no se lo dije
pero sí lo tenía en mente, salsa, merengue, cumbia o cualquier ritmo latino bailable
me sonaba igual). Le pagué los 20 soles y nos pusimos manos a la obra. Pero las
cosas no fueron como yo me las había imaginado.
Porque
había imaginado que la profesora bailaría conmigo en todo momento, guiándome y
corrigiéndome. Pues no. Lo primero que hizo, luego de prender su equipo y poner
un disco de salsa, fue enseñarme a contar: 1-2-3 (pausa) 5-6-7 (pausa) siguiendo el ritmo de la música. Me dijo que esto era vital para
saber cuándo mover tal o cual pie.
Luego me
enseñó a hacer un movimiento con un pie siguiendo el compás de la música, y… se
fue: me dejó solo en la sala repitiendo este movimiento una y otra vez. Regresó
a los 15 minutos y me enseñó otro movimiento pero ahora con el otro pie, y otra
vez me quedé solo repitiendo este último. Pasaron otros quince minutos, ella
regresó y ahora me enseñó a combinar esos dos movimientos previos para que
finalmente pareciera todo un paso de baile completo, y me dejo solo otra vez,
practicando. Los últimos minutos de la hora fueron yo repitiendo todo lo
aprendido a manera de repaso y ella supervisándome y corrigiéndome, siempre
amable y paciente. Y así hasta que dieron las 8. Acabó la clase y me fui caminando
a mi casa, contento. Sentía que no lo había hecho mal y eso me daba esperanzas
de poder mejorar pronto. Por esto desobedecí a la profesora: me había dicho que
no practicara a solas, sin supervisión, porque podría acostumbrarme a hacer mal
los movimientos; pero igual, con la intención de ganarle tiempo al tiempo, a partir
de ese fin de semana empecé a practicar en paralelo a sus clases encerrado en
mi cuarto viendo tutoriales de YouTube.
En cuestión
de enseñanzas la segunda clase fue más o menos igual que la primera, y las
similitudes acaban ahí. A poco de empezar tocaron el timbre, la profesora abrió
la puerta y entró un chico de unos 15 años que por el saludo que se dieron
resultó ser su hijo. Apenas nos miramos. Luego desapareció de la sala junto con
su mamá.
Yo seguía bailando.
Al rato el
timbre volvió a sonar y fue el chibolo quien abrió la puerta y entraron 2
chibolos más de su edad. Sospecho que eran todos primos porque alguien preguntó
si ya había llegado una prima. Parecía que no y se empezaron a reír de no sé
qué, alguna estupidez de chibolos seguramente, y, antes de que todos
desaparecieran, hubo otra vez ese instantáneo cruce de miradas conmigo que me
hizo recordar que por más que quisiera no era invisible.
Yo seguía
bailando (ahora rezando para que no llegara más gente).
Pero llegó
más gente y esta vez los tres chibolos anteriores fueron a la puerta. ¿Por qué
carajos los tres si con uno basta? Me pregunté. Entraron una pareja cincuentona,
una chica de máximo 20 años, y un viejito en bastón que caminaba tan lento que
comprendí por qué la presencia de los tres chibolos a la vez, porque hasta que
ese viejito avance… Se detuvieron ahí mismo al lado de la puerta cerrada y
empezó un interminable saludo entre todos ellos, al que se le sumaría minutos
después la profesora, haciéndolo más interminable aún. De tanto en tanto sentía
la mirada de alguno de ellos las que como antes sólo duraban segundos, pero de
pronto me topé con una que no se desvió. Era el viejito que me miraba
fijamente:
-¿Tú quién
eres? ¿Y qué haces bailando solo como un loco?- me dijo casi regañándome y
haciendo que me tropezara.
La
profesora se encargó de responder por mí (mientras yo recuperaba el paso):
-Es sólo un
alumno, papá. Déjalo que está practicando.
-Ah… sí,
sí- dijo el viejito medio perdido en el espacio y el tiempo -¿Y dónde está mi
nieta?- preguntó.
-Sí, ¿dónde
está nuestra sobrina?- preguntó la pareja cincuentona.
-Todavía no
llega de la universidad, pero ya debe de estar por llegar- respondió la
profesora.
Y empezaron
a desplazarse, a no sé dónde, como tortugas gracias al viejito, conversando
entre ellos y mirándome de reojo.
Yo seguía bailando
(ahora sintiéndome una curiosidad de circo).
Cuando
faltaban 10 minutos para las 8 reapareció en la sala aquella chica de máximo 20
años.
-Hola- me
dijo sorpresivamente –Mi tía está muy ocupada ahora así que me pidió que te
chequeara estos últimos minutos.
-Este… ok-
balbuceé sin detenerme.
Y “chequearme”
fue exactamente lo que hizo: los últimos minutos se la pasó ahí parada a unos
pasos de mí observándome sin decir absolutamente nada salvo uno que otro “mmm…”.
Bueno, cuando acabó la clase sí me dijo: “tienes que soltarte más”.
Unos metros
fuera de la casa me crucé con una chica con pinta de universitaria sacando las
llaves de su bolso. Me dio curiosidad. Ralenticé mis pasos, escuché a la chica abrir
la puerta de la casa y unos segundos después unas voces exclamaban “¡feliz
cumpleaños!”.
La tercera
clase fue como la primera. Y fue la última a la que asistí, porque empecé un
proyecto que me hizo salir del trabajo a las 8 de la noche por más de dos
semanas. En ese tiempo seguí practicando en mi casa viendo los tutoriales de YouTube,
y sentí que con eso tenía suficiente.
Entonces
pasaron los días y las semanas y llegó, finalmente, la noche de año nuevo.
Decidí ir a
la discoteca “Tumbao” que está cerca al parque Kennedy, en Miraflores. La
conocía de mis noches de “investigación”. Así consideraba a todas mis previas
incursiones a discotecas. Iba sólo a ver. Con un trago en la mano, me paraba en
algún punto donde pudiera ver bien el desenvolvimiento de las personas en ese
ambiente, y a la vez no le interrumpiera el paso a nadie (quería pasar
desapercibido). Pero todo eso, más mis clases de baile, eran pura teoría. Había
que pasar a la práctica. Y ahora, en la discoteca, por primera vez dispuesto a
participar y no ser un simple espectador, me sentía listo y ya tenía mi primer
“objetivo” a la vista.
Ella estaba
sola y apoyada sobre una baranda viendo hacia la pista de baile. Sonaba salsa
por los parlantes. Me le acerqué por detrás (me ahorraré el tema de mi timidez:
sabes que lo soy y ya te imaginarás lo que me costó), le toqué su hombro
desnudo dos veces (como quien hace doble click), ella volteó y lo que siguió
fue una perfecta comunicación sin palabras, sólo con señas.
Primero con
un dedo la señalé.
Luego me
señalé a mí.
Luego junté
mis antebrazos a la altura de mi pecho y los moví un poco (los hombros
también).
Luego le
señalé la pista de baile.
Y todo esto
con una gran cara de signo de interrogación.
Ella me
entendió y me respondió:
Ladeó la
cabeza de izquierda a derecha, sonriendo, y se volteó.
No me
desmoralicé; era consciente de que me podían decir que no. La segunda chica a
la que me acerqué, y a la que sí hablé directamente, afortunadamente me aceptó.
En la pista
de inmediato las cosas empezaron mal: ¿bailaríamos separados o sujetados el uno
al otro? Mi intención era lo primero pero ella, creo, pensaba lo último, porque
por unos segundos estuvimos como dos personas que van por la calle en sentidos
opuestos y de pronto se cruzan y no saben qué hacer con sus cuerpos. Pero lo
peor vino después porque cuando ella empezó a bailar, yo, en vez de hacer lo
mismo, empecé (mentalmente) a contar: 1-2-3 (pausa) 5-6-7 (pausa), y otra
vez, y una vez más… ¡no podía encontrarle el puto ritmo a la canción, o sea, NO
SABÍA CUÁNDO DAR EL PUTO PRIMERO PASO! Ella ya bailaba y yo seguía ahí parado,
contando. Y nunca pude dar el primer paso, o mejor dicho, nunca pude darlo en
el tiempo correcto, porque en un momento empecé a mover los pies pero más que bailar
parecía que me estuviese constantemente tropezando, y conmigo mismo que era lo
peor. Acabó la canción y la chica, sin despedirse ni nada, simplemente
desapareció de mi vista. No la podía culpar.
Desistí de
buscar más “objetivos”. Como en el pasado, pero esta vez sin ningún trago en la
mano, busqué un punto en la discoteca donde permanecer parado sin molestar a
nadie y poder ver a los asistentes; verlos sin ánimos de “estudiarlos”. Qué
bien la estaban pasando todos, bailando. Se me hizo obvio lo evidente: fue un
error pensar que con asistir a unas clasesitas de baile, ver varios tutoriales
de YouTube y practicar a solas en mi cuarto serían suficientes para creer que a
la primera podría sacar a una chica a bailar y bailaría bien con ella. Vi a una
chica sola; me imaginé llevándola a la pista de baile y ahí diciéndole: “Espérate
un ratito… 1-2-3 (pausa) 5-6-7 (pausa)… que ahorita encuentro el ritmo”. Me reí hasta que
inesperadamente una pregunta apareció en mi cabeza: ¿Por qué haces todo esto:
discotecas, tragos, salsa… si nada de esto te gusta en verdad?
Eran casi
las 3 de la mañana cuando salí de la discoteca. Fui a pasear un rato por el
parque Kennedy. Por ahí el jolgorio era total, en especial por las calle de las
Pizzas. Para mi grata sorpresa, la sanguchería “La Lucha” estaba abierta, repleta
y con un montón de gente en la cola. Esto último normalmente me hubiera molestado
pero esta vez no, porque de alguna forma quería prolongar mi salida de año
nuevo, que, aunque no salió como esperaba al menos había sido distinta al del
año anterior en la que también había tenido ganas de salir pero finalmente no
me atreví. ¿Y cómo pasaría el siguiente año nuevo? En esto y más pensaba en la
cola, como en un agradecimiento para el que se le había ocurrido la excelente
idea de ponerle piña a las comidas saladas como a la pizza hawaiana y al sanguche
de pollo, porque un sanguche de pollo con piña era lo que iba a pedir, mi
favorito.
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Salsa para principiantes