jueves, 16 de mayo de 2019

Trifuerza




Por aquellos días una tía y su hijo de 5 años habían venido a pasar unas semanas a mi casa. Con “mi casa” quiero decir el lugar en el que mi mamá, mis hermanos y yo vivíamos, y con “tía” sólo trato de simplificar las cosas porque en sí era la esposa de un primo de mi mamá y no estoy seguro de la denominación que recibe este tipo de parentesco.
Mi tía tenía un problema en el oído y estaba en tratamiento y la última etapa de éste debía seguirlo aquí en la capital, y claro, teniendo un hijo pequeño lo mejor era traérselo consigo. Hasta acá ningún problema salvo por el hecho de que al niño le gustaba estar pegado a mí, y esto porque cuando yo no estaba encerrado en mi cuarto haciendo algo importante estaba en la sala jugando con mi super nintendo, y todos los colores y sonidos que suelen producir los videojuegos le debían de llamar mucho la atención.
Antes de que me acuses de ogro, quiero que sepas que lo intenté, realmente intenté jugar con él o enseñarle cómo pero es que simplemente era muy pequeño y el nivel de sincronización necesaria entre sus ojos y dedos aún no la tenía, y peor con mis juegos que eran para adolescentes en adelante. Igual el niño nunca se desanimaba.
Era 1998, yo estaba en 4to de secundaria y aunque no recuerdo bien a qué meses me estoy refiriendo debía de ser invierno porque recuerdo un clima frío y una completa ausencia de sol. Además aquel super nintendo que mencioné no era mío en el sentido de que no lo había comprado con mi plata o con la de mi mamá, sino que había sido un regalo de unos primos a modo de deshacerse de algo que no podían llevar a su viaje-mudanza al Japón un año atrás. Junto con la consola me dejaron Super Mario World, Street Fighter 2, International Superstar Soccer y otros juegos de esos estilos, y por aquella modesta librería no pasaría otro nuevo título hasta que, poco antes de la llegada de mi tía, un amigo de colegio me prestó The Legend of Zelda: A Link to the Past.
La única referencia que tenía de ese juego (y de la saga en general) estaba justamente al reverso de la caja de aquella consola: unas cuantas imágenes y una breve reseña (junto con las de otros juegos) que sí, se veían y sonaban más que interesantes pero ya desde entonces, por más que jugar videojuegos era uno de mis hobbies favoritos, no me dejaba llevar por el “hype” por la simple razón de que de nada me servía emocionarme si al final no iba a tener la plata para comprar lo último o lo más solicitado. Por ejemplo, yo vivía feliz y sin problemas con mi “vieja” super nintendo y sin urgencia de más en una época en la que ya era cosa del pasado y la Sony Playstation y la Nintendo 64 eran las actuales consolas de moda (mucho más la primera que la segunda).
Fue en ese contexto que el juego que se convertiría en mi favorito de todos los tiempo llegó a mis manos. Como no soy crítico de videojuegos tratar de enumerar sus virtudes resultaría en una descriptiva lista, tediosa de armar y peor aún de leer. Así que lo resumiré todo en una sola palabra: “aventura”. Nunca antes con un videojuego había sentido la sensación de estar en medio de una aventura. Siempre había tenido el objetivo delante de mí cuando se trataba de vencer a mi oponente o el objetivo estaba al final del tramo de un nivel. Ahora, con A Link to the Past, nada era así de evidente y si quería progresar o saber qué hacer a continuación tenía que estar atento a una historia que era mucho más compleja de lo que estaba acostumbrado, dialogar con otros personajes y, lo mejor y más emocionante, explorar un mundo que por aquel entonces se me hacía inmenso y lleno de innumerables posibilidades. Y sentía todo esto con tan solo haber jugado sus primeras horas. Era obvio que estaba en pleno enamoramiento pero como toda historia de amor que valga la pena las cosas no podían ser así de fáciles; con aquel primito lejano a mi alrededor me era imposible jugar con la fluidez suficiente como para disfrutar el juego a plenitud.
Pero tampoco quería quedar como un quejumbroso así que nada de esto se lo comenté a mi tía o a mi mamá. Se me ocurrió entonces un plan para lidiar con esta situación que pueda que te parezca más una cobarde huida. En mi defensa diré que el plan implicaba dos importantes sacrificios que a mi parecer no tienen nada de cobardes. El primero consistía en sacrificar mis horas de juego en las tardes (horas de juego para cuando estaba libre de cualquier otra actividad), las que pasaba en la sala de mi casa porque ahí estaba uno de los dos televisores que teníamos (el otro estaba en el cuarto de la jefa del hogar, o sea en el cuarto de mi mamá). Y para este sacrificio me quedaba en el colegio más horas de las necesarias, haciendo algo útil o perdiendo el tiempo, el asunto era regresar tarde a casa y visiblemente cansado para que así nadie dudara de la necesidad de encerrarme en mi cuarto a descansar. El segundo sacrificio fueron mis horas de sueño de los fines de semana, porque si no podía jugar de lunes a viernes tenía que ser los sábados y domingos, y a unas horas en las que fuera prácticamente imposible que alguien me pudiera interrumpir: las madrugadas. Me acostaba los viernes y sábados a eso de las 11 de la noche y en circunstancias normales me levantaba al día siguiente a las 11 de la mañana. Ahora tendría que dormir la mitad y lo hice. A las 5 de la mañana estaba despierto y empezaba mis cuidadosos y sigilosos preparativos: salir de la cama, luego de mi cuarto, llegar a la sala y encerrarme en él con las luces apagadas, prender la tv y el super nintendo asegurándome de que el sonido estuviera bien bajo. Listo, a jugar y con la misma cautela regresaba a mi cuarto antes de las 9 de la mañana, hora en la que solían despertar mi tía y su hijo.
El primer fin de semana fue un éxito, pero lo mejor llegaría al siguiente. (Si estás llevando la cuenta de las horas que me está costando terminar A Link to the Past y te parece que es un juego que no requiere tantas, te confieso que, irónicamente, nunca he sido particularmente bueno en videojuegos). Sucedió el sábado. Eran pasadas la 5 y media de la mañana cuando derroté al hechicero Agahnim quien, antes de darse por vencido, con lo poco que le quedaba de energía me envió (a Link, el protagonista, pero soy yo quien lo controlaba, obvio) al Dark World, que no era más que el mismo mundo que había estado recorriendo, solo que el predominante paisaje primaveral que lo caracterizaba era ahora sombrío (“dark”) y sus tonalidades verdes habían sido reemplazadas por marrones como si se tratara de un tenebroso otoño; la música alegre pasaba a ser misteriosa y donde antes había casas ahora quedaban ruinas. Pero lejos de asustarme me fascinaba el rumbo inesperado que estaba tomando la aventura. Fue en ese momento que todo se hizo uno: el videojuego, yo y lo que me rodeaba. Porque por las ventanas, a través de sus cortinas traslúcidas y semiabiertas, los colores típicos de un amanecer de invierno empezaban a inundar la sala, me refiero específicamente a los colores que se dan en ese preciso intervalo en que es indeterminado si todavía es de noche o si ya es de día, donde lo oscuro se torna en una mezcla de azul con gris, mezcla que combinaba a la perfección con este inhóspito Dark World y mis primeros pasos en él. Fue un momento de inmersión total, algo simplemente mágico.
Días después, para cuando devolvía la Master Sword (el arma más sagrada) a su lugar de origen en las profundidades del bosque encantado, mi tía, sana, salva y recuperada, y su hijo ya habían regresado previamente a su ciudad de residencia así que esa escena final del juego la viví una tarde cualquiera de mitad de semana. Y todo volvió a la normalidad... Bueno, no todo: un nuevo fan de “Zelda” había nacido y aunque a estas alturas algunos podrían poner en duda mi condición de fan porque no me he jugado todos los juegos de la saga, yo me siento tranquilo con mi conciencia, y con esa misma tranquilidad de conciencia, pero emocionado por lo que iba a ocurrir, fui un día, hace un par de años, a que me hicieran mi primer y único tatuaje hasta la fecha: una trifuerza (el símbolo por excelencia de esta saga) en mi antebrazo izquierdo.

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domingo, 6 de enero de 2019

Queen y mi adolescencia



Farrokh Bulsara era el verdadero nombre de Freddie Mercury, y justamente “Bulsara” fue por un tiempo el nombre de la banda de rock de la que fui parte durante mi adolescencia. Aunque en la época de aquel nombre más que una banda propiamente dicha éramos solo tres muchachos tratando de reinterpretar lo mejor posible canciones de Queen.
Todo empezó con Héctor quien nada tiene que ver con estos recuerdos salvo por el hecho de que por muchos años fue mi vecino y mejor amigo y que cuando junto con sus padres se mudaron a los Estados Unidos, los que vinieron a ocupar su casa fueron sus dos primos con su familia. De cumpleaños pasados de Héctor ya conocía a sus primos, los hermanos Juan y Jorge, apenas unos años mayores que yo, entonces no pasaría mucho para que luego de la mudanza yo esté de visita en su casa. Así descubrí que la música era el más importante de sus pasatiempos y no solo hablo de escuchar un montón de canciones sino además de que ayudándose mutuamente, compartiendo el único instrumento que tenían, una guitarra de madera, trataban de “sacar” muchas de esas mismas canciones, en especial de una banda de la cual algo había escuchado pero que a través de los hermanos aprendí a amar: Queen. No me aburría para nada verlos practicar por horas y era un placer escuchar lo bien que hacían sonar su guitarra. Eventualmente conseguirían una guitarra y bajo eléctricos pero no alcanzándoles para los parlantes, Juan, que mucho sabía de cables, conexiones y circuitos, desarmó todo material útil que encontró cerca para armar sus propios parlantes con un sonido lo suficientemente aceptable. Ahora resultaba que había 3 instrumentos, dos músicos, y un espectador (o sea yo), hasta que un día los hermanos me propusieron aprender a tocar guitarra y yo acepté sin dudarlo un segundo. Y cosa del destino, poco después me enteraba que un tío mío estaba por deshacerse de una vieja guitarra de madera y a tiempo la rescaté de que acabara en la basura para que luego los hermanos la resucitaran. Imitándolos me compré tanto mi cassette de los “Greates Hits” de Queen (pirata como el de ellos) así como mi cancionero con acordes (los que podías comprar de Queen y otros artistas por un par de soles en cualquier kiosko) y con eso ya tenía todo lo necesario para pasar unas excelentes vacaciones del verano del 96. Para cuando acabaron las vacaciones yo era el bajista del trío, Jorge la primera guitarra, y Juan acompañaba y nos lideraba a la vez con la de madera. Y esa, sin nombre todavía, fue nuestra primera formación.
Con el año escolar en curso no nos quedó otra que ensayar menos pero eso no disminuyó nuestras ganas de hacer o escuchar más música. Varias tardes de ese 96, a la salida del colegio, iba al mercado de mi distrito y recorría muchos de los puestos de cassettes piratas con el único objetivo de encontrar algo que no fuera “Greatest Hits”, el cual ya me lo había escuchado unas 100 veces y aunque lejos estaba de aburrirme quería escuchar más de Queen. Aún no conocía con detalle su discografía así que lo que hacía era pedirle a cada vendedor que me mostrara todo lo que tenían de la banda. No se quién en ese mundo decide qué discos copiar o no pero lo cierto es que lo único que encontraba era el “Greatest Hits”, canciones más, canciones menos (y distintas portadas) pero siempre las mismas que ya había escuchado. Al final tengo mis dudas de quién quedaba más frustrado: yo por no encontrar lo que buscaba, o los vendedores al no concretarse la venta a pesar de todas las molestias; estoy seguro que me habrán gran-puteado en silencio, y con justa razón. Pero cuando luego de clases no estaba haciéndole perder el tiempo a nadie, lo que hacía era simplemente estar de regreso a casa y por lo general con mi amigo Ricardo, las veces que no se quedaba castigado porque él era una de los más palomillas del aula (mientras que yo uno de los más nerds). Supongo que en muchos de esos regresos (seguíamos más o menos la misma ruta) he tenido que haberle hablado a Ricardo tanto de Queen que llegué a lavarle el cerebro: una mañana él llegaría al colegio con un cassette pirata del “Greatest Hits” diciéndome que era lo mejor que había escuchado en su vida. Fue con él que paseando por una zona comercial entramos a una tienda de discos y tuve mi primer contacto con la discografía de Queen pues porque ahí estaban todos sus discos en formato CD, y como ya suponía de antemano, a un precio inalcanzable. Me hubiera quedado memorizando esas portadas y sus nombres sino fuera porque Ricardo haría un descubrimiento igual de genial en la sección de biografías: una revista dedicada exclusivamente a la historia de la banda, y lo mejor, estaba abierta y claro le dimos un buen vistazo a sus más de 100 páginas y montones de fotos en blanco y negro y a color; lo malo era que costaba lo que 2 cds. “Algún día...” pensé resignado sin imaginar que 3 o 4 después Ricardo se aparecía en la puerta de mi casa con la revista en mano como su nueva adquisición, y no digo compra porque tuve y todavía tengo mis dudas: “¿pero cómo...?” le medio pregunté sorprendido. “Acaso importa” me respondió él y la verdad es que dejó de importar cuando en ese mismo instante me dijo que me la podía prestar. Al rato fui a ver a los hermanos y fue como si la navidad nos hubiese llegado de pronto. Esa tarde no ensayamos, nos la pasamos los tres sentados uno al lado del otro, leyendo la revista y admirando las fotos. El papá de los hermanos le sacaría copia en su trabajo y se convertiría en nuestra pequeña biblia.
Eventualmente nuestra colección de a pocos iría creciendo con más material de dudosa procedencia aparte de grabaciones de especiales que de vez en cuando pasaban por radio o tv. Esto no seguiría así por siempre. Llegó el día que los hermanos pudieron comprar “A Night at the Opera”, original porque en pirata no existía, y fue clave para nosotros. Es el disco que incluye “Bohemian Rhapsody” y un par más de canciones típicas de cualquier compilatorio, pero por un rato queríamos olvidarnos de esos hits; teníamos la chance de escuchar al Queen que no se suele escuchar en radio, canciones que nunca antes habíamos oído. Las expectativas eran altísimas y el riesgo de desilusión también: ¿qué tal si Queen era solo una banda de excelentes singles pero nada más? El CD empezó a sonar y sin siquiera acabar la primera canción, “Death On Two Legs”, todos los temores habían sido reemplazados por optimismo: íbamos a escuchar un discazo, y así fue. Al final nos quedó más que confirmado que Queen era una de las más grandes bandas de rock de todos los tiempos y en ese momento nos convertimos en verdaderos fans. Más motivado que nunca, Juan, prestándose plata de donde pudo, se compró un teclado y sin más que sus conocimientos musicales y su buen oído se enseñó a sí mismo a tocar ese instrumento logrando en relativamente poco tiempo tocar muy bien muchas de las tonadas en piano que se escuchaban en las canciones de Queen.
Juan, más líder que nunca, se convirtió en nuestro tecladista (sin abandonar del todo la guitarra de madera). Lo malo es que ninguno de nosotros cantaba, en consecuencia nuestros covers eran obligatoriamente instrumentales, y claro, sin ningún tipo de percusión, cosas que al comienzo no nos importaban mucho porque estábamos más concentrados en sonar bien como trío. Cuando llegamos a sentir confianza en nuestro sonido empezamos con la búsqueda de más integrantes ya con toda la intención de formar una banda completa. Los candidatos fueron apareciendo a la vez que le íbamos poniendo freno a nuestra fanaticada por Queen porque si queríamos llegar a alguna parte íbamos a necesitar más variedad (los nuevos integrantes contribuirían con sus propias influencias) y porque además de por sí hacer covers de Queen es difícil cuando 3 de sus 4 integrantes eran cantantes de primera línea que sabían muy bien cómo combinar sus voces en sus canciones. Al final Edén sería el nombre definitivo de nuestra banda, con la que pasé incontables horas en (económicas) salas de ensayos y con la que pude sentirme un rockstar en las contadas presentaciones en vivo que tuvimos siempre ante una modesta cantidad de gente. En el transcurso del 2000 mis estudios para ingresar a la universidad y el hecho de que los hermanos vivían ahora en otro distrito me alejaron física y emocionalmente de esa vida y desde entonces poco o nada he sabido de mis ex-compañeros da banda.
Bueno, ahora los tiempos son otros. Queen, su música, su historia y más están prácticamente al alcance de la mano gracias a cosas como Spotify y YouTube, y los nuevos fans apenas tienen que esforzarse para conseguir todo ello. Nuevos fans, o por lo menos curiosos, que están empezando a aparecer luego de haber visto la película “Bohemian Rhapsody”. Mi novia, por ejemplo, poco después de haber ido juntos al cine a verla, le pregunté por WhatsApp qué estaba haciendo y me respondió que estaba viendo por primera vez la presentación de Queen en Live Aid (por YouTube), motivada por la excelente recreación que se hizo de ese concierto en la película. ¿Cuánto tiempo le habrá costado encontrarlo? ¿Segundos? ¿Minutos? Yo tuve que esperar años desde que me hice fan, hasta recién el 2004, en una noche de amanecida de estudio en una sala de computación de mi facultad. Eran las 3 de la mañana, me estaba muriendo de sueño y se me ocurrió buscar Queen en Google Videos (YouTube ni siquiera existía) y uno de los primeros resultados fue justamente Live Aid. No tengo palabras para describir mi emoción, sólo diré que la energía de esos 20 minutos fueron suficientes para quitarme el sueño. Que los realizadores de “Bohemian Rhapsody” hayan decidido que ese sea el gran final fue un gran acierto. Me pregunto cuál será la opinión de los hermanos de la película.

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Nota: mis opiniones de la película las tengo en este link.



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