Algunos
crecieron llamando a sus profesoras “miss”. Yo soy de quienes las llamaban
“señorita”. En el nido y en la primaria, y creo que también en la secundaria,
cada una de mis profesoras fue “señorita” y no “miss”. Sé que significa lo
mismo pero ¿por qué usar una palabra en inglés?
Bueno, a lo que iba: tenía yo cuatro años y estaba en el nido...
La
señorita Susana estaba haciendo preguntas, algunos alumnos levantaban alegremente
las manos, la señorita Susana los anotaba en su cuaderno, y yo, distraído, no
entendía qué estaba pasando. Pero sí sentía que me estaba perdiendo de una
oportunidad, así que en la siguiente pregunta levanté mi mano automáticamente
apenas la señorita Susana terminó de hablar, sin ni siquiera prestar atención a
sus palabras. Esto no me preocupó en ese momento porque la señorita Susana nos
avisó, a nosotros los anotados en su cuaderno, que hablaría con nuestras madres cuando
vinieran a recogernos a la hora de la salida. En casa mi mamá me preguntó con
un tono burlón si sabía qué era un concurso de glotones, y le respondí que sí: le había entendido concurso de botones así
que supuse que lo que tenía que hacer era contar una cantidad de botones o abotonar
una camisa lo más rápido posible. Llegó el día del concurso en el que
competiría contra otros cuatro alumnos del nido, y entonces alguien tocó un
silbato. En frente de mí, sobre mi mesa, no había una vasija con botones ni una
camisa sino un plátano, un pan francés, un paquete de galletas y un vaso de
chicha. Era obvio que tenía que comer todo eso y empecé a hacerlo con la calma
de quien tiene que comer un plátano, un pan francés, un paquete de galletas y
beber un vaso de chicha en circunstancias normales. Cuando iba a la mitad del
plátano (y el resto de alimentos permanecían intactos) sonó el silbato otra vez
porque el concurso tenía ya su ganador. En la premiación me sentí doblemente frustrado
porque había perdido y porque no sabía por qué había perdido.
Fue
probablemente la primera gran frustración de mi vida, pero sí que me sirvió de
entrenamiento para lo que vendría poco después.
Ya desde
esa época sabía de por sí, con el poco entendimiento del mundo propio de mi
edad, que las cosas no andaban muy bien en mi casa, o al menos no tan bien como
en la de Héctor, mi amigo y vecino. Me bastaba con comparar mis juguetes con
los suyos para darme cuenta. ¡Cómo envidiaba sus Legos! ¡Y su auto fantástico
que hablaba! Le apretabas un botón y soltaba una frase en inglés con todo y
encendido de su luz delantera, al igual que en la serie. Pero lo que más
envidiaba era sus juguetes de los Transformers, dibujo animado sensación para la
chibolada de aquellos días.
No
menciono mis juguetes porque no quiero dar pena.
En el
nido lo mismo: mis compañeros jugando con sus Transformers en el recreo, y yo
sufriendo viéndolos. Por suerte apareció Lili para hacerme olvidar un poco de ese
asunto, y no por lo que uno pueda imaginarse sino porque, aunque suene
contradictorio, ella también tenía su Transformer. Esto era algo que no nos cabía
en la cabeza ni a mí ni a mis compañeros: qué hacía una niña jugando con un
robot, nos preguntábamos. Las otras niñas del nido parecían validar nuestros
prejuicios con sus juegos de muñecas y cocinitas; y de paso con su odio a los
robots. Cómo sea, el asunto es que, aburrida
de ellas, y hasta cierto punto discriminadas por ellas también, Lili se pasó a
nuestro bando y desde entonces pasaría el recreo con nosotros jugando a los
Transformers o hablando emocionada del episodio más reciente de la serie, y
disfrutando además de algunos de nuestros juegos más físicos y toscos.
Y también
contribuiría a nuestras burlas hacia el grupo de las niñas. Nuestras burlas que
en sí eran producto de nuestra piconería al querer pasar más tiempo con ellas y
no saber cómo hacerlo. Un día Alejandro se les acercó y simplemente fue al
grano: ¿puedo jugar con ustedes?, les preguntó. Las niñas se apartaron un poco
para deliberar, y luego de unos minutos le dieron la respuesta: sí, pero con la
condición de que él se convirtiera en su esclavo. Alejandro no lo pensó dos veces
y aceptó. Pronto lo vimos haciendo de mozo para ellas llevándoles sus tacitas
de té, haciendo de niñera de sus muñecas, o también de mascota andando en
cuatro patas y ladrando; o a veces no
era un perro sino un caballo llevando a una niña en su espalda. Como sea él
era feliz, insanamente feliz.
***
El Auto Fantástico, intro
Transformers, intro