Es
sábado, empieza la noche, y estoy convencido de que la pasaré bien en mi cuarto viendo
televisión y jugando en mi computadora. Eso creo en ese momento de algún día
del año 2004. Lo que no sé es que en unas horas estaré llorando por una mujer, y que
ese llanto será la última vez que lo haga, al menos así, con lagrimones y
mocos, como llora un jodido bebé. Y no
lo sé, o, mejor dicho, no lo anticipo, porque creo que todo está más o menos resuelto
entre esa mujer, Adriana, y yo. Han pasado tres semanas desde que ella rompió conmigo
y ya me siento mucho mejor: ya no la extraño tanto, ya no la pienso mucho, y he
aceptado finalmente que ahora está con Miguel. Desde el rompimiento, es el primer
fin de semana que me siento así, tranquilo; y ese es precisamente, lo
descubriré luego, mi gran error. Porque me despreocupo y me relajo. Veo tv,
juego: han pasado como dos horas en las que he vuelto a ser el de antes, en las
que para nada he pensado en ella, y eso me hace sentir que tengo todo bajo control.
Entonces me descuido. Quiero ver una porno; algo que he dejado de hacer por la
tristeza reciente. Busco en internet, encuentro, selecciono, me pongo los
audífonos, le alzo el volumen a la televisión; todo listo. Click en play y minutos
después ¡zas!: literalmente los recuerdos me encuentran con los pantalones abajo.
Recuerdo
a Adriana contándome su vida sexual en esas conversaciones de cuando aún
éramos sólo amigos. Una vida sexual incompleta porque Adriana es virgen, pero que ella, me contaba, se moría de ganas de completar y llevar más allá con
sus fantasías. Tenía en ese entonces con quien hacerlo pero siempre en el
momento decisivo, luego de ya haberlo hecho casi todo, los nervios le ganaban a
su excitación y la traicionaban. Tal vez necesite ir a un psicólogo me decía, y
yo balbuceaba alguna respuesta mientras la imaginaba en esas situaciones y a la
vez sentía lastima y me solidarizaba a la distancia con aquel pobre tipo, al que
nunca conocí porque no era de la facultad en la que ella y yo
estudiábamos.
Recuerdo
el día en que empezó lo nuestro y mi ilusión, durante el primer beso, de que sería
conmigo con quien ella realizaría todas sus fantasías. Pero antes de
realizarlas había que pasar, obvio, por esa primera vez para Adriana y hasta
cierto punto para mí también, porque nunca antes lo había hecho con una virgen. Decidí
investigar sobre el tema, desde el punto de vista médico hasta el psicológico, especialmente
en este último aspecto para tener una idea de qué decir o hacer ante cohibiciones repentinas . Todo esto mientras los días pasaban ante la mirada incrédula de
amigos y compañeros quienes creyeron, todos, que Miguel sería el elegido y no yo.
Cumplimos el mes y yo ya sabía mucho sobre el himen pero aún no había puesto
ninguno de esos conocimientos en práctica con ella, ni por asomo. No habíamos
pasado de los besos, y estos, y las demás caricias, salvo por una par de salidas
al cine, sucedieron en la facultad. Y no hablábamos del tema; nunca nuestras
conversaciones volvieron a ser las de antes, no sé por qué. La confianza y la
complicidad se fueron perdiendo. Poco antes de los dos meses se acabó. A la semana siguiente se paseaba de la mano por la facultad con Miguel, quien,
discretamente, nunca se había rendido ni bajado los brazos.
Estudiamos
la misma carrera, llevamos los mismos cursos, tenemos amigos en común; amigos
que hablan cosas y que yo, haciéndome el distraído, escucho; así sé que esta
noche han salido. Tal vez lo estén haciendo ahora. No, me convenzo: lo están
haciendo, mientras yo veo una porno. Siento una frustración tremenda, inaguantable,
y empiezo a llorar, como dije antes, como un bebé. Ni siquiera lloré cuando ella me terminó.
Pero mi
mano sigue con lo suyo: bien sujeta de mi pene erecto lo jala, de arriba hacia
abajo y viceversa, cada vez más rápido. Exclamo su nombre y sucede. Algunas gotas
de semen caen al suelo donde ya habían caído lágrimas. Culmina así el que tal
vez sea el pajazo más triste de la historia.
***