Cuando el papá de Javier estaba acabando la
secundaria se quedó huérfano de padre, su madre no tenía trabajo, y tenía
cuatro hermanos menores. Entonces no le quedó otra, al papá de Javier, que
abandonar el colegio y ponerse a trabajar. Sus primeros trabajos fueron como
personal de limpieza, como ayudante en puestos de mercado, o cualquier otra
cosa que un menor de edad pudiera hacer. Pero con los años los trabajos fueron
mejorando y esto gracias a que lo que no tenía en estudios lo tenía, y de
sobra, en habilidad e iniciativa: nunca se conformó con sólo hacer lo que debía
hacer, sino que también se preocupó por aprender todo lo relacionado al negocio
de a donde le tocara ir trabajar. Y el buen uso de esos conocimientos fue lo
que lo ayudó a conseguir mejores puestos de trabajo con el paso del tiempo.
Pero llegó un punto que, por más virtudes que tuviera, el no tener siquiera
secundaria completa lo frenó y no pudo ascender más. Tenía treinta años
entonces, ya estaba casado y Javier ya tenía dos años de edad; así que el papá
de Javier decidió empezar su propio negocio, y lo hizo. Al comienzo todo el
negocio sucedía en Lima, pero poco a poco se fue expandiendo a otras regiones y
el papá de Javier tuvo que empezar a viajar. Sus viajes por lo general eran
cuestiones de días, a lo mucho duraban una semana, pero no más. Por eso llamó
mucha la atención de su familia que en un viaje, cuando Javier tenía diez años
y un hermano de siete, ya hubiera pasado más de un mes y todavía no regresara.
Llamaba seguido a casa, sí. Hablaba con su esposa y con sus hijos y a todos les
decía más o menos lo mismo, que tenía un buen negocio entre manos, que tenía
mucho que hacer, que los extrañaba mucho. A los dos meses de ausencia fue
distinto: ya no quería hablar con sus hijos sino sólo con su esposa. En estas
ocasiones Javier y su hermano escuchaban a escondidas las conversaciones de sus
padres y notaron como cada vez su mamá hablaba menos cariñosa y más molesta.
Hasta que un día ella colgó el teléfono con furia y se puso a llorar. Javier y
su hermano salieron de su escondite asustados, y confundidos se acercaron a
ella. Su mamá los vio, los abrazó fuerte y les dijo: “su padre no va a volver,
niños”, y los tres lloraron juntos.
*
Javier hace una breve pausa en su testimonio y
luego continúa:
-Hace cinco años de eso y desde entonces no sé nada
de mi papá.- nos cuenta y su voz por los parlantes suena tan resquebrajada que
es obvio que a las justas puede aguantarse las ganas de llorar. -Yo lo
admiraba, lo admiraba mucho…- nos dice finalmente antes de entregarle el
micrófono al padre Clemente. El hermano Alejandro, asistente del padre en este
retiro, le devuelve a Javier su vela (que como la de todos nosotros, está
incrustada en un pedazo de papel que atrapa la cera derretida), y Javier baja
del tabladillo y regresa a su sitio.
Estamos los más de ochenta alumnos de la promoción 99,
ahora en cuarto de media, sentados en el piso formando un semicírculo al frente
del tabladillo.
El padre Clemente pregunta quién quiere ser el
siguiente en dar su testimonio, y de lo que antes de Javier, el primero en
hacerlo, parecía que nadie iba a atreverse, ahora de inmediato varios alzan sus
manos.
Sale a hablar el siguiente alumno y yo casi ni le
presto atención; estoy más atento a Javier. Él está cabizbajo con una mano en
el rostro y sus amigos le dan palmadas en los hombros. Y no sé qué pensar.
Porque, verás, Javier es un patán que se cree la gran cagada por ser bueno en
deportes y tener jale con las chicas. (Y principalmente por esto último) Me cae
mal. Pero verlo así, en esta condición, y después de haber escuchado su
historia familiar que es muy parecida a mi historia familiar, no puedo dejar de
sentir pena por él, hasta simpatía… pero es sólo por un segundo: sigue llorando
nomás, Javier; “snif snif”.
Quien sí me cae bien es el padre Clemente; es más,
actualmente es el único cura o religioso del colegio que me cae bien (el
hermano Alejandro ni me va ni me viene). Es relativamente joven (tiene cuarenta
años), y un carácter que se puede decir es buena onda lo que hace que
normalmente tenga “llegada” con los alumnos. Pero en este retiro la mayor parte
del tiempo no ha sido así: ya es viernes, estamos en el tercer y último día, y
recién esta noche las cosas le han funcionado, porque antes, nada. Estamos
hospedados en la casa de retiro Alvernia, en Cieneguilla, lejos de nuestras
casas y del colegio en Lima. Así que para muchos de los alumnos la idea del
retiro ha sido más como de unas mini-vacaciones, o como algo preferible a tener
que ir a clases (aunque a estas alturas algunos ya estamos tan hartos que
preferiríamos las clases). Como sea, a la gran mayoría hasta hace unas horas no
le importaba el verdadero propósito de todo esto llamado retiro espiritual.
Todo empezó a cambiar cuando a las 7pm nos
reunieron otra vez en este auditorio de regular tamaño. Movimos las carpetas a
un extremo dejando aislados al otro el tabladillo y, al lado de éste, la mesa
sobre la que está el equipo de sonido. El hermano Alejandro nos repartió las
velas, las encendimos y las luces se apagaron. Del equipo de sonido empezó a
sonar una canción religiosa que sería la primera de un repertorio de canciones
muy tristes. El padre Clemente, en el tabladillo con el micrófono ya encendido,
hizo unas breves reflexiones y nos anunció lo que venía a continuación, al
mismo tiempo que el hermano Alejandro empezaba a desplazarse repartiéndonos
sobres.
-Son cartas de sus seres queridos expresándoles lo
que sienten por ustedes- nos dijo el padre Clemente, lo que fue una verdadera
sorpresa para todos. (Días después me enteraré que esto fue algo “secreto”
planeado entre nuestros papás y el padre Clemente en las reuniones que tuvieron
antes del retiro.)
Todos recibieron al menos una carta. La única que
recibí era de mi mamá en la que, en resumen, me decía que estaba muy orgullosa
de mí; así que yo no tenía motivos para sentirme mal. Pero como yo, muy pocos,
porque a la mayoría, que hasta entonces tomaban todo a la chacota, se les
cambió completamente la cara al leer sus respectivas cartas. Entonces el padre Clemente
nos dijo que nos sentáramos formando un semicírculo, y ahí otra señal que el
padre Clemente lo estaba “logrando”, porque toda la promoción le obedeció
rápido y en silencio.
Poco después empezaron los testimonios y aún no
acaban. Ya uno (Javier) habló sobre el abandono de su padre, otro sobre el
divorcio de sus padres, otro sobre no sentirse querido por sus padres, otro
sobre la enfermedad de su madre… los que salen a hablar lloran, y cada vez más
son los que lloran del resto. Todo esto me parece tan fuera de lo común que no
me lo termino de creer, pero se vuelve realmente incómodo cuando el que sale a
hablar es algún amigo mío y cuenta detalles de su vida de los que preferiría no
haberme enterado.
Luego del décimo testimonio el padre Clemente nos
dice que, lamentablemente, por cuestiones de tiempo, el siguiente será el
último. Entonces, de inmediato, unos veinte alumnos alzan desesperados sus
manos. El padre Clemente, al azar, elige a Guillermo, quien nos dice:
-Yo no vengo a hablar de mis padres: ellos están
bien, por suerte. Sé que les gustaría que les lleve mejores notas, pero en
general están tranquilos conmigo. Pero sé que no sería así si les contara todo
lo que me pasa en el colegio. Ustedes saben a qué me refiero. Tal vez les de
risa ver cómo me meten lapos o cómo me agarran de punto. Tal vez se ríen porque
ven que yo me río en esos momentos, pero es que… qué más puedo hacer… pero créanme,
no tiene nada de gracioso cuando ellos… no voy a acusar a nadie pero ustedes
saben de quienes hablo, y ellos lo saben muy bien también. Y a ellos les quiero
decir esto: ruego con toda mi alma que este retiro los haga cambiar; yo estoy
dispuesto a perdonarlos.
Guillermo regresa a su sitio y a ellos los veo
cabizbajos, ¿será que no se atreven a mirarlo? Parecen arrepentidos.
Entonces el padre Clemente le pide al hermano Alejandro
que apague la música y a nosotros que apaguemos nuestras velas y nos pongamos
de pie. Cuando lo hacemos empieza a hablar, casi murmurando por el micrófono,
muy pausadamente; en cada pausa se puede oír claramente el sollozo de varios.
Pero poco a poco la voz del padre se va haciendo más intensa y cuando uno cree
que no puede serlo más, nos dice “oremos...” y prácticamente deja de ser un
sacerdote católico para convertirse en un orador motivacional mezclado con pastor
evangélico (sólo le faltan los “¡aleluyas!”).
Hasta que dice “amén” y no sé cómo el hermano Alejandro
(no lo veo pero sólo puede ser él) hace para prender las luces y, a la vez, el
equipo de sonido, por el cual empieza a sonar una canción que más que alegre es
como para celebrar una victoria. Un “We are the champions” en religioso, no por
la tonada sino por lo que transmite: todos están abrazándose efusivamente
festejando no sé qué exactamente. Yo trato de escaparme de esos abrazos y lo
logro salvo las veces que se me acerca alguno de mis amigos, y pues, estoy
obligado a darle un abrazo, aunque es más un amago de abrazo. Por lo menos el
padre Clemente anuncia que es el fin de la velada, y prácticamente del retiro
porque mañana temprano nos volvemos a Lima. Averiguo la hora: son las diez de
la noche. De reojo veo a los hostigadores de Guillermo pedirle sentidas
disculpas.
El lunes estamos de vuelta a nuestro “querido”
colegio Salesiano Rosenthal y a las clases. Se nota que la promoción está mucho
más tranquila que antes, aunque nunca ha sido como para enviarla a Maranguita,
tampoco. Cada uno de nuestros profesores nos felicita en su respectiva clase,
pero como ya han visto años anteriores a otras promociones pasar por lo del
retiro, nos dicen todos con cacha “a ver cuánto les dura”, o algo así; y yo me
pregunto lo mismo. Creo que la respuesta sería una semana, porque no me
enteraré de nada malo hasta el lunes siguiente cuando vea en el recreo a Guillermo
quedarse sin merienda otra vez, porque, como otras tantas en el pasado, se la
han quitado sus hostigadores, liderados por, como siempre, Javier.
***