Un grupo de jóvenes alcoholizados van
por una calle muy, muy de noche haciendo bulla. No parecen perturbar a nadie
porque nadie sale a reclamarles, hasta que pasan por delante de una casa de
apariencia descuidada, de donde, por una de sus ventanas, una anciana les
conmina a callarse. Ellos en vez de obedecer empiezan a insultarla y ella en
vez de amilanarse los reta a que entren y se lo digan de frente en su cara.
Ellos, restándole importancia a sus palabras, la insultan por un par de minutos
más y luego se van; salvo uno que si acepta el reto. El resto trata de
disuadirlo pero rápidamente se olvidan de él porque están más preocupados de
seguir la juerga en otra parte. Entonces el muchacho se acerca a la puerta de
la casa y empieza a darle fuertes golpes hasta que ésta de pronto se abre
lentamente, aparentemente sola. El chico entra con precaución, la puerta se
cierra, y de él no se vuelve a saber más. Al día siguiente el resto de
muchachos reportan la desaparición de su amigo a la policía, la que de
inmediato inicia una investigación. Otro día un agente les muestra a los chicos
la fotografía de una anciana que ellos reconocen de inmediato como la dueña de
la casa descuidada. Entonces el policía, para su perplejidad, de los chicos y
de todos, les dice que aquella mujer lleva más de una década muerta. Fin.
Esto es, en resumen, el primer cuento
que escribí a la edad de 15 años. La alegría de su nacimiento me duró apenas unos minutos porque al releerlo lo odié
de inmediato, entre otras cosas, por su final tan obvio. Descarté tratar de
arreglarlo, simplemente no quise saber más de él así que lo mandé al olvido.
Tocaba, pues, pensar en otra historia de terror o misterio.
Tras años antes había leído el primer
libro de mi vida: “Cien años de soledad”, de Gabriel García Márquez, y no
sabría decir si entonces me gustó o no porque, al no ser una lectura voluntaria
sino impuesta por mi mamá, lo leí de paporreta sin prestarle atención; y lo
hice tal cual ella me lo ordenó: en sesiones diarias de 15 minutos y en voz
alta para que me escuchara mientras hacía las labores de la casa. Era verano, yo
estaba de vacaciones y mi mamá creyó que era un buen momento para que yo
empezara a leer, pero no sucedió. Ocurriría dos años después, a los 14, cuando
por mis manos pasaron, y esta vez voluntariamente, distintos tomos con los
relatos protagonizados por Sherlock Holmes, creación de Arthur Conan Doyle, y
los de Edgar Allan Poe. Fascinado con la truculencia de sus historias, devoré
cada uno de esos libros con deleite y mi gusto por lo fúnebre y misterioso
llegó a tal nivel que de pronto sentí la necesidad de escribir algo así.
La historia del segundo cuento iba más
o menos así:
Un hombre, digamos de unos 30 años, va
por una calle desconocida y en su camino se encuentra con un rosal. La belleza
de estas rosas llama su atención así que se acerca para verlas mejor y descubre sorprendido que no
tienen espinas. Piensa que tiene ante sí el regalo perfecto para su novia,
entonces va hacia la casa más cercana en busca del dueño o dueña del rosal. La
dueña es una anciana quien gentilmente le regala una de ese flores, pero le
advierte que esas rosas requieren atención constante y que pueden ser
vengativas si no se les da ese trato; el hombre la considera senil y no le cree.
Luego, en el departamento donde vive la pareja, su novia acepta feliz el regalo
y por unos días ambos no dejarían de admirar a la rosa que plantaron en una
maceta. Pero poco a poco la novedad dejó de serlo y la rosa pasó a ser un
simple ornamento más de su departamento. Entonces una mañana el hombre se
despierta y descubre horrorizado el cuerpo inerte de su novia, blanco como si
careciera de la más mínima gota de sangre a pesar de no haber charcos ni manchas
al rededor. Los especialistas le confirman la ausencia de sangre en ese cuerpo
y le señalan también el punto de salida: una pequeña herida en una de las
manos, una herida hecha por la espina de una rosa. Y de inmediato viene a su
mente la rosa y las palabras de la anciana. Regresa al departamento, furioso,
con el único objetivo de destruir esa flor la que arranca de su maceta pero un
dolor insoportable hace que la suelte; al hacerlo descubre que de pronto el
tallo de la rosa está infestado de espinas, y su mano, llena de heridas,
empieza a sangrar profusamente. Empieza a debilitarse, cae al suelo junto a la
rosa, y en minutos ambos mueren. The end.
Nunca escribí este cuento; todo fue mental.
Quería tener lista una historia que realmente me gustara antes de empezar a escribirla.
Me tomó varios días y si bien al terminarla (en mi cabeza) me sentí orgulloso
de ella por creerla original, pronto la encontré ridícula, para nada
misteriosa, por eso no llegó al papel.
Frustrado por esos dos intentos fallidos
decidí abandonar la escritura, al menos temporalmente. Creo que aún no había cumplido
los 16 años.
Después descubrí otros autores, otros
estilos, otros géneros, y mi gusto se fue expandiendo, así como poco a poco la
biblioteca de mi casa me fue quedando chica. Mi madre le contaba orgullosa a
mis tías que me gastaba todas mis propinas comprando libros (de las colecciones
populares que sacaba El Comercio), y
lo “mucho” que había leído para ser un chico de apenas 17 años. Bueno, todo ese
orgullo y las propinas se acabaron cuando descubrió que también leía al
“inmoral” Jaime Bayly.