Llegué al cine Brasil a las cuatro de la tarde pero estaba
cerrado, y con eso quiero decir que una reja bloqueaba el paso hacia la
antesala y la boletería. En ninguna parte había nada que dijera el horario.
¿Abría a las cinco? ¿A las seis? O sea: ¿cuánto tiempo tendría que esperar?
Ciertamente las cuatro parecía ser muy temprano como para que un cine porno
estuviera abierto, pero es que mi plan era ir lo más temprano posible; me
daba miedo ir más tarde, o peor aún de noche, por lo ocurrido aquella vez con
Leonardo (el mayor de mis amigos del barrio): él había ido de noche y casi lo
violan. Bueno, tal vez no, pero igual; que a media película se siente un
extraño a tu lado y te susurre al oído “te pago veinte lucas si me dejas chupártela
en el baño” es para poner nervioso a cualquiera. “Ya, pero ve tu primero y
luego te alcanzo” le dijo Leonardo sólo para ganar tiempo: cuando vio al
extraño salir de la sala rumbo al baño, esperó unos segundos y luego salió
disparado del cine para no regresar jamás. ¿Cuántos años tendríamos entonces? Creo
que Leonardo dieciocho y yo catorce. Ahora yo tenía dieciocho años recién
cumplidos y, lo más importante, ya contaba con DNI. Me lo habían dado unos días
atrás pero aún me faltaba “estrenarlo”, o sea, usarlo para poder entrar a un
sitio para mayores de edad. Mientras pensaba en dónde podría ser me acordé del
día que me dieron mis primeros lentes, cuando tenía siete años. Salía, acompañado
por mi mamá, del Centro Oftalmológico Mendiola con los lentes puestos y no
dejaba de ver a todos lados asombrado por la claridad con la que ahora veía las
cosas. Entonces lo vi: “SOLO PARA ADULTOS” estaba escrito con letras mayúsculas,
grandes y rojas en la marquesina del cine Brasil, ahí al frente nomás, cruzando
la avenida del mismo nombre. Me emocionó descubrir que ese cine, a donde me
habían llevado a ver películas como “Cazafantasmas 2” y “Querida, encogí a los
niños”, se había convertido, ni idea desde cuándo, en un sitio donde sólo
pasaran “películas de calatas” (así les decía mi mamá), a donde un adulto pudiera
ir a verlas cuando quisiera. Y yo a esa edad ya me moría de ganas por empezar a
ver ese tipo de películas; las pocas calatas que había visto hasta ese momento
habían sido las de la revista “Caretas”. Pero once años después parecía innecesario
ir a un lugar como ese luego de las pornos que había visto y que podía seguir
viendo gracias a los videos que nos prestábamos entre patas. En otras palabras,
no vería nada nuevo en sí; si al menos aún hubieran estado vigentes sus shows
de striptease (que según Leonardo eran malos para el hígado porque las chicas que
salían eran pura grasa) eso sí habría sido algo nuevo. Aun así escogí al cine
Brasil por la nostalgia del recuerdo de aquel día, por aquella emoción, por
aquella excitación temprana e ingenua, en fin, como la canción de Nat King
Cole, for sentimental reasons. Lamentablemente
estaba cerrado y, como siempre he sido más impaciente que sentimental, decidí
probar en el otro cine de Magdalena: el Broadway, que poco después del Brasil
se convirtió también en un cine porno. Además estaba casi seguro que a esas horas
había sido aquel intento mío, a los quince años, de entrar a ese cine. Aquella
vez estaba tan arrecho que no pensé con claridad. Pasé a la antesala y fui hacia
la boletería (su ventanilla estaba incrustada en la pared izquierda de la
antesala, visto desde fuera) creyendo que mis cuatro pelos en la cara engañarían
al boletero sobre mi edad y que no me pediría documentos. Con la boca bien
cerrada (por temor a que me delatara mi voz) le di al boletero los tres soles cincuenta
que, según la marquesina del cine, costaba la entrada. Él, un tío cincuentón, completamente
aburrido, me miró, tomó la plata y me
dio un boleto sin decirme nada. ¡Victoria! Quise celebrarlo pero me aguanté; me
sentí especialmente bien porque todo indicaba que, en efecto, no tenía la pinta
de un chibolo. Caminé a la puerta de la sala donde en un taburete estaba
sentado un viejo alto, flaco y barbón, de unos cien años, mínimo. Le entregué
el boleto, o mejor dicho, hice el gesto de dárselo, porque él no me lo recibió;
en vez de eso, muy serio, me señaló un papel que estaba pegado en la puerta. Había
algo escrito en ese papel pero tuve que acercar mi cara para poder leerlo bien.
Y todo se fue al caño: “MOSTRAR DNI ANTES DE ENTRAR”, decía. Le acerqué otra
vez el boleto y lo miré como suplicándole, pero él me volvió a señalar el
papel. Ya qué iba a hacer más que regresar a la boletería a que me devolvieran
el dinero. Aunque cuando estuve al frente del boletero me di cuenta de que no
tenía una buena excusa para justificarme; pensé en ese momento que mejor hubiera
sido simplemente haberme marchado del cine. Entonces, dándole el boleto, le
dije: “No tengo DNI”, casi sin percatarme de mis palabras. Él no se molestó ni
nada parecido; tan aburrido como antes me devolvió los tres soles cincuenta. Y
me fui. Ahora, luego de haber caminado por la avenida las ocho cuadras de
distancia entre ambos cines, estaba de vuelta y parecía que mi sospecha era
cierta porque no había rejas: se podía pasar a la antesala, e incluso ahí ya se
encontraba, casi recostado sobre una silla, el guardián de la puerta de la
sala: un hombre obeso y definitivamente mucho menor que el viejo aquel, quien de
seguro ya debería de estar muerto. Pero la boletería estaba cerrada. Le iba a
preguntar a ese hombre al respecto pero él se me adelantó. Me dijo: “ya viene
el boletero. La función empieza en quince minutos”. ¿Espero o regreso al cine
Brasil? Me puse a pensar en ello cuando, a los segundos, el hombre obeso me
volvió a hablar: “la entrada está cuatro soles…”, hizo una pausa, vio a su
alrededor, se inclinó hacia mí y, bajando un poco la voz, siguió: “… pero si me
das dos soles ahora, choche, te dejo entrar de frente”. No supe qué decirle. Él
continuó: “el boletero es el dueño. Ahorita viene. Cuando venga le digo que
eres mi sobrino, y normal, pasas”. Le pregunté desconfiado por qué quería
ayudarme y me respondió: “lo que pasa es que el dueño es un hijo de puta: no me
da ni para el pasaje”. Me convenció su respuesta, en especial por la manera tan
rencorosa de decirla. Le di los dos soles. Al minuto llegó el “hijo de puta”
que resultó ser el mismo boletero de hacía tres años. El hombre obeso le dijo
lo planeado, y el dueño, siempre aburrido, siempre apático, asintió. Finalmente…
pensé, mientras el hombre obeso me abría la puerta, finalmente… y ahí quedaron
mis pensamientos, porque al entrar sentí, como un golpe en la cara, un olor
mezcla de humedad, guardado y no sé qué más. Escuché la puerta cerrarse detrás
de mí y empecé a avanzar lentamente observando todo a mi alrededor. La parte
baja estaba dividida en tres bloques de butacas separados por dos pasadizos. El
bloque central tenia filas como para diez personas, los laterales sólo filas de
cuatro; en total, unas doscientas butacas más o menos, sin contar las de la
parte alta (¿cómo se llegaba a la parte alta?). Yo bajaba por el pasadizo de la
izquierda. Tenía muy presente la recomendación de Leonardo luego de su
“traumática” experiencia: nunca sentarse al fondo; adelante y cerca de uno de
los pasadizos era lo más seguro. Así que me senté en la tercera fila del bloque
central, al lado del pasadizo izquierdo. Continué observando: la pintura
descascarándose por todas partes, el techo (muy alto) en ruinas, manchones de
humedad en las paredes, la parte metálica de las butacas completamente oxidadas
(y las partes acolchonadas rotas, con la espuma saliéndose), la pantalla llena
de huecos, el piso sucio... era
deprimente: cómo un sitio así seguía operativo, me pregunté, cuando daba
la sensación de que en cualquier momento podía venirse abajo. Ahí me habían
llevado de niño a ver “¿Quién engañó a Roger Rabbit?” y lo que recordaba era un
cine majestuoso, que con sólo verlo desde fuera infundía respeto con su forma
de templo. Recordaba su marquesina resplandeciendo en la noche y el título
completo encima; recordaba los posters de la película en las vitrinas de la
antesala y otros afiches por ahí… ahora qué quedaba: en la antesala ya ni
vidrios había en la vitrinas, la fachada era más gris que verde (el color
original), los focos de la marquesina no funcionaban, y ya ni alcanzaban las
letras para el título; actualmente decía: “C NE PARA ADULT S”. (Por fuera, su
mellizo, el cine Brasil, lucía igual, y de seguro por dentro era lo mismo.) Claro,
tal vez mis recuerdos eran exagerados pero observando con cuidado uno detectaba
cierto lujo a través de toda esa decadencia. Pero a pesar de toda esa
decadencia decidí no marcharme. Entonces se apagaron las luces y empezó la
película. Era una porno italiana sin subtítulos. Me causó gracia darme cuenta
de esto porque quién reclamaría; a nadie le importa seguir los diálogos en una
porno. Era una especie de adaptación de Tarzán pero a los quince minutos
comprendí que lamentablemente no aparecería Chita. Poco a poco me fui olvidando
del estado de la sala y de su mal olor, lo que al comienzo pensé iba a ser
imposible y que por ello no podría excitarme; pero, para qué, Tarzán y Jane
hacían bien su trabajo: por momentos lograban ponérmela realmente dura. Y cuando
no, era porque me ponía a pensar en lo divertido que sería ver a un chimpancé
saltando por ahí o apareciendo en los momentos más inoportunos. También me
distraía a veces el idioma en sí: como jugando, trataba de reconocer y traducir
algunas palabras o frases de los diálogos. Como sea, mis ojos estuvieron sobre
la pantalla casi todo el tiempo; sólo desviaba mi mirada de rato a rato para
ver, por seguridad, a mi alrededor: a lo mucho llegué a contar a unos diez
hombres esparcidos en la sala (¿habría gente en la parte de arriba?) pero nadie
cerca de mí. Así pasó poco más de una hora hasta que la porno italiana acabó. Creo
que sus créditos no duraron ni diez segundos porque los cortaron rápido para poner
otra película, ahora en inglés y subtitulada. Con una tenía suficiente así que tomé
la decisión, ahora sí, de marcharme. Es cuando giro para ponerme de pie que veo
a un hombre sentado en la primera fila del bloque izquierdo y a una cabeza (de
otro hombre, lo más probable) moviéndose rápidamente de arriba hacia abajo y
viceversa a la altura de la barriga del anterior. No había duda: era un tipo
mamándosela a otro. Prácticamente corrí hasta la puerta de la sala. Hice girar
la manija, empujé la puerta: nada. Lo intenté dos o tres veces más, pero lo
mismo, no cedía. ¿Y el guardián? Pensé nervioso cuando de pronto siento a
alguien a mi costado. Era un hombre. El hombre sujetó la manija y yo me quedé
paralizado. La hizo girar y abrió la puerta diciéndome: “hay que jalar hacia
adentro”. “Gracias” le dije sintiendo un gran alivio pero entonces me dijo: “¿por
veinte lucas no me la quieres jalar un ratito, chibolo?”. Ahora sí salí
corriendo de verdad. A la carrera vi que la silla de mi supuesto tío estaba
vacía y que el boletero, dueño hijo de puta, seguía detrás de la ventanilla. A las
tres cuadras me detuve en una esquina de
la avenida Brasil. Me puse a revisar que no se me hubiera caído nada, en especial
la billetera. La sentí en uno de los bolsillos de mi pantalón. Y me acordé de él. Saqué la billetera, la
abrí, y al verlo ahí fue como si recién descubriera su existencia:
mi DNI, aún sin estrenar.
***