domingo, 25 de septiembre de 2011

Una hora, diez soles

Marcos practica unos redobles en la batería. Félix afina su guitarra eléctrica. Sebastián improvisa en el bajo eléctrico a modo de calentamiento. Cómodamente sentados se alistan a ensayar. No es una escena nueva; Leonardo ya la ha presenciado varias veces en los últimos tres meses, pero hoy siente la necesidad de atesorar esa imagen: se queda de pie en la entrada de su sala, contemplándolos. Ellos notan su presencia, detienen lo que hacen y lo miran extrañados.
-Ok, a ensayar- se apresura a decir Leonardo antes de que le hagan alguna pregunta.
Toma su guitarra de palo, se sienta y les dice el nombre de la canción. Empieza él con la introducción de “crazy little thing called love” de Queen, y unos compases después le siguen los demás. A mitad de la canción Leonardo detiene todo:
-Parecemos la orquesta del Chavo del Ocho- les dice y todos se ríen.
-¿Porque sonamos descuadrados o por los instrumentos?- le pregunta Marcos abriendo los brazos y señalando con sus baquetas la batería: el bombo es la caja de un televisor antiguo de veintinueve pulgadas; el tambor y los toms son una olla y baldes; los platillos, lo más auténtico del set, son platillos viejos y rotos. Y el pedal del bombo, una joyita de la ingeniería casera, es la unión de pedazos de madera, retazos de tela y elásticos.  
-Cuando toques bien te construyo una de verdad- le responde Leonardo porque había construido esa batería para enseñarle a tocar -Desde el comienzo, otra vez.
En ninguno de esos comentarios hubo mala intención; eran bromas. Leonardo y Marcos tienen diecisiete años y son mejores amigos el uno del otro desde el colegio: la gran unidad escolar Alfonso Ugarte. Por esa amistad es que Leonardo le había propuesto a Marcos ser baterista, a pesar de que Marcos no supiese nada sobre hacer música.
-Yo te enseño- le había dicho Leonardo en su afán de convencerlo.
-No sé, Leo. Estoy full con mi preparación para la universidad- le dijo Marcos.
-Es un par de horas a la semana nomás.
-Para ti fácil porque estas de vago.
-No estoy de vago… sólo que por un tiempo quiero probar qué tal me va con la música.
-Además ¿tienes batería acaso?
-Puedo construir una “bamba” para que practiques.
-¿Y desde cuándo sabes tocar batería?
-Mira, tú di que sí y dame una semana para aprender- rieron ambos.
-¿En serio?- preguntó Marcos.
-Di que sí nomás. Carajo, Marcos, no me digas que no te parece “bacán” la idea de ser parte de una banda de rock.
-Ok, ok. ¿Pero en serio se puede aprender a tocar batería en una semana?
-Yo sí. Tú no sé.
Y fue así. Luego de que le tomara un día construir la batería (invirtió la mayor parte de ese tiempo en el pedal del bombo) Leonardo, en lo que restaba de la semana establecida, con sólo escuchar y reinterpretar la percusión de distintas canciones rockeras aprendería lo suficiente como para convertirse en el maestro de su mejor amigo. Hoy, aunque Marcos lleva el ritmo sin problemas no puede más que tocar versiones simplificadas, con menos repiques y redobles, de las canciones del modesto pero creciente repertorio de la banda. 
-Una vez más- les dice Leonardo al finalizar la canción.
Es un día importante: hoy irán por primera vez a una sala de ensayo y todos están emocionados, pero Leonardo intenta ser menos emotivo y más racional al respecto. Sabe que será la prueba de que si tienen o no futuro. Hasta el momento está satisfecho con el desempeño grupal pero es consciente que con los equipos e instrumentos que están tocando ahora no se puede llegar a una conclusión. La guitarra y bajo eléctrico no tienen el logo de alguna marca; los compró en los alrededores de la plaza Dos de Mayo, hace medio año, en donde abundan las tiendas de instrumentos musicales hechos prácticamente de forma artesanal y por ello baratos. O mejor dicho, baratos en comparación con los que se venden en tiendas prestigiosas, en las que además no se puede regatear, lo que sí se puede hacer en las de Dos de Mayo, y esa característica sería fundamental. Porque Leonardo había llegado a esa zona con la intención de comprar sólo una guitarra eléctrica, pero analizando bien la situación comprendió que buscando y regateando podría regresar a su casa también con un bajo.
-También tengo parlantes a buen precio- le dijo el vendedor que aceptó el regateo por los dos instrumentos.
-No, así nomás, gracias- le dijo Leonardo porque, además de ya no tener dinero, sabía cómo fabricar los suyos propios: la guitarra de Félix está conectada a una destartalada radio casetera, y el bajo que toca Sebastián, a nada menos que la misma caja que hace de bombo de la batería; caja que Leonardo convirtió en parlante reutilizando las piezas de un viejo e inservible equipo estéreo.      
Leonardo sabe que la calidad del sonido nunca va a ser buena, por eso no la toma en cuenta; lo que juzga es la precisión musical: que estén afinados, tocando las notas correctas en los momentos exactos, sin perder el ritmo; si todo eso se cumple significa que lo están haciendo bien.
Félix, su hermano menor por dos años, es el que menos le preocupa, sabe muy bien de lo que es capaz de hacer. Crecieron tocando la guitarra de palo de su padre y de esa actividad les nacería el amor por la música, que los llevaría a enrolarse en la banda de su colegio en donde Leonardo aprendería a tocar tuba y Félix, trombón. Cualquiera diría que Leonardo siendo mayor sabría tocar mejor la guitarra, pero no es así. Cuando, a los quince años, se dio cuenta que no podría igualar la digitación de Félix no se frustró ni se sintió mal, porque descubrió que no era su ambición dominar un instrumento específico sino saber de música en general. Por eso, mientras Félix progresaba en el dominio de acordes y rapidez en ejecución de escalas, Leonardo desarrollaba un mejor oído y apreciación de la música. Así fue como empezó a notar que al virtuosismo de su hermano le faltaba pulir, y que él, Leonardo, con sus conocimientos le podría ayudar en ello. Pero era una tarea difícil de realizar teniendo sólo una guitarra, y para colmo de palo porque le impedía a Félix llegar a notas más agudas como las que sonaban en los solos de las canciones rockeras que trataba de imitar. Y por eso decidieron comprar una guitarra eléctrica.
-Ahora tu favorita, Sebas- le dice Leonardo luego de que ya tocaron un par de canciones. Sebastián sonríe porque “another one bites the dust” (otra de Queen), que le gusta pero no es su favorita, empieza con un solo de bajo.
Entonces los oídos de Leonardo se concentran en el bajista, quien comparte con Marcos el estatus de aprendiz. Félix es quien hace de su profesor y quien disipó sus dudas sobre la complejidad del instrumento con una simple pero brillante primera lección:
-Ok Sebas, con tu mano derecha haz una pistola- le dijo Félix mostrándole cómo.
-¿Así?- le preguntó Sebastián repitiendo el gesto. El bajo colgaba de sus hombros.
-Bien, bien. Ahora así como está tu mano apóyala en el bajo con tu dedo índice sobre la cuerda más gruesa- Sebastián obedeció -ahora- continuó Félix -con el índice de tu mano izquierda presiona el primer traste de esa cuerda- Sebastián volvió a obedecer -ya, ahora con que tu dedo índice derecho jala la cuerda, despacio nomás- Sebastián lo hizo y una nota grave y áspera sonó por la caja parlante -listo. ¿Ves?, no es tan difícil- concluyó Félix y Sebastián sonrió orgulloso.
La edad de Sebastián es catorce y es vecino de Leonardo y Félix desde hace casi dos años, cuando ellos y su familia se mudaron a esa casa en Magdalena. Desde que son amigos a Sebastián siempre le gustó estar ahí, en esa sala, por horas y en silencio escuchándolos hacer música. Entonces llegó el día que ya no sólo había un instrumento sino tres. En las semanas siguientes vería a Leonardo alternar entre el bajo y la guitarra de palo sin saber que cierta frustración se iba acumulando en el hermano de Félix. Leonardo quería escuchar los tres instrumentos sonando a la vez y por eso le propuso a Sebastián tocar el bajo, que es más fácil de aprender que una guitarra. En ese momento a Leonardo no le  pasaba por la mente la idea formar una banda de rock. Esto sucedería un mes después cuando Sebastián ya podía tocar unas cuantas canciones completas sin equivocarse.
Leonardo ve los dedos de su vecino y percibe cierta rigidez que le impide al bajista realizar secuencias de notas más rápidas y complejas. Sebastián ha progresado pero aún le falta.  
-Listo gente. Vamos- dice Leonardo luego de casi una hora de práctica.
La reserva de la sala de ensayo fue también un momento especial. Fue ayer en la noche. Estaban los cuatro reunidos alrededor de un teléfono público cuando Leonardo hizo la primera de dos llamadas, y es que en esa primera llamada no pudo completar la información necesaria para hacer la reserva, faltaba un dato importante: ¿cuál es el nombre de la banda? Hasta entonces no habían hecho más que jugar con el tema utilizando nombres chistosos. Ahora tenían que tomar una decisión rápida porque el encargado de la sala le había dicho a Leonardo que sólo le quedaba libre una hora específica. Nadie sugería nada.
-Ya, el primer nombre que salga- dijo Marcos.
Y segundos después, sin saber cómo ni por qué tenía esa palabra en la mente, habló el hermano de Félix:
-Edén.
Nadie celebró pero tampoco nadie protestó.
Leonardo hizo la reserva. Sería al día siguiente, sábado (o sea hoy), al mediodía, en San Miguel, cerca a la plaza de Magdalena. Una hora, diez soles.
-Dos soles cincuenta por cabeza, gente- les dijo Leonardo y todos estuvieron de acuerdo en que era un buen precio y un buen lugar.


*

Es poco más de la una de la tarde. Los integrantes de Edén salen de la sala de ensayo: un cuarto no tan grande pero cómodo cuyas paredes y piso estaban cubiertos por un tapiz azul, y por supuesto equipado con instrumentos de verdad. Los muchachos, ya en la calle, disfrutan la fresquísima sensación de haber tocado por una hora canciones de sus grupos favoritos: Queen, Santana, Beatles... Entonces se apresuran en intercambiar cometarios graciosos pero cuadras más adelante Leonardo pide calma y opiniones. Todos dan la suya pero saben que la última palabra la tiene él. Les dice que no estuvo mal pero que definitivamente había que ensayar más.
-Sí, tenemos futuro, gente. La podemos hacer- les dice y empiezan las bromas.
-Ahora a buscar cantante ¿no, Leo?- le dice su hermano.
-Sí de hecho, pero la música es lo más importante- le responde Leonardo tranquilo, ilusionado. “La música es lo más importante” repite mentalmente antes de sugerir la idea de ir a celebrar con unas gaseosas.

---






domingo, 18 de septiembre de 2011

Radio Amauta te escucha

No habían ganado la medalla de plata; habían perdido la de oro. Así se sentían los tres adolescentes ajedrecistas del colegio Salesiano Rosenthal. Por eso las caras largas y la inapetencia; hubieran preferido volver directamente del coliseo a su hospedaje en vez de ir a un restaurante, y se lo habían hecho saber a su entrenador, pero la autoridad de éste languidecía completamente ante la del padre Rogelio, director del colegio, quien era la única persona en esa mesa con ánimos de celebrar, porque de todas formas ese segundo puesto era todo un hito no sólo para la historia deportiva de la institución que él regía, sino también para la de toda la congregación salesiana en el Perú. Luego de prácticamente obligarles a hacer un brindis con los vasos de Inca Kola, les dijo a los tres jóvenes que en el desfile del día siguiente irían al comienzo de toda la delegación del Rosenthal.
*
Como si sentirse mal por la derrota del día anterior no fuese suficiente, ahora, en pleno desfile, los ajedrecistas tenían que soportar la notoriedad de ser sólo tres; los equipos de fútbol, básquetbol, voleibol, y bandas de música de su delegación y de las otras delegaciones salesianas formaban grupos numerosos y compactos cuyos integrantes fácilmente se perdían a la vista del público. Los demás colegios no habían llevado sus equipos de ajedrez porque el deporte ciencia no formaba parte de las competencias por los noventa años del colegio salesiano de Cusco.
La selección de ajedrez del Rosenthal había llegado a la ciudad imperial para una competencia mucho más importante: el campeonato nacional escolar, que afortunadamente coincidía con las festividades por el nonagésimo aniversario del colegio cusqueño, cuyas instalaciones habían sido acondicionadas para recibir a distintas instituciones salesianas de todo el Perú. Por supuesto, los sacerdotes a cargo no tuvieron problemas en hacerles un espacio extra a los ajedrecistas y a su entrenador; y tampoco tendrían problemas en facilitarles uno de sus minibuses escolares, con todo y chofer, para que les sirviera de movilidad cada vez que tuviesen que jugar. El campeonato se realizaría en el coliseo Casa de la Juventud.
*
Día a día, en la misma cancha en la que dos años antes la selección peruana de voleibol había ganado el sudamericano del 93, los casi veinte colegios participantes del campeonato nacional se enfrentaban entre sí rodeados por tribunas que albergaban dieciocho mil almas ausentes. Todo transcurría sin novedades hasta que a la mitad de la competencia apareció una persona que traía consigo una grabadora portátil de voz. Se acercó hacia el primer equipo que vio libre y disponible, aunque sólo entrevistó a uno de sus integrantes:
-Joven, radio Amauta te escucha. ¿Cuál es su nombre?
-Sebastián.
-¿Cómo se llama tu colegio y de dónde es, Sebastián?
-Salesiano Rosenthal. Representamos a Lima.
-¿Cómo le está yendo a tu colegio en el torneo?
-Muy bien. Estamos invictos.
-¿Y tú no has perdido hasta ahora?
-Exacto. Aún no he perdido.
El reportero le dio las gracias y de inmediato fue en busca de más personas a quienes entrevistar, sintiéndose algo incómodo por las repentinas risas de los otros dos jugadores. Estos no pudieron evitarlo al escuchar la última respuesta de Sebastián porque, en efecto, no había perdido hasta ese momento, y es que no había jugado; Sebastián era el suplente del equipo.
Justamente, gracias a su condición de suplente, Sebastián podía acercarse lo suficiente a las mesas de juego y ver cómo iban las partidas; información bastante útil en especial cuando tenía que compartirla con el padre Rogelio (quien siempre los acompañaba al coliseo) cada vez que le preguntaba “¿estamos ganando o perdiendo?”. En cada ocasión Sebastián le respondía que estaban ganando, siempre mostrándose excesivamente confiando al ser testigo del nivel de los rivales. Pero en la final...
-Estamos perdiendo, padre- respondió, visiblemente angustiado.
El padre Rogelio, como las otras veces, volvía a quedarse dormido en su asiento, bien abrigado con una colcha que le cubría las piernas.
"Perdimos, padre" le avisaría Sebastián con mucho cuidado de no despertarlo bruscamente, luego de que el árbitro declarara al colegio Claretiano de Trujillo vencedor.
El padre Rogelio siguió igual de sereno. Antes de saber el resultado, anticipándose a una mala noticia, mentalmente ya había tomado una decisión.
*
En el patio del colegio salesiano de Cusco, cuando le llegó el turno al Rosenthal de desfilar delante del palco de honor, se escucho la voz del locutor a través de los parlantes:
-A la cabeza de la delegación del colegio Salesiano Rosenthal, viene desfilando su equipo de ajedrez: CAMPEON NACIONAL ESCOLAR. Un fuerte aplauso para ellos. 
Si no fuera porque lo acababa de leer, el locutor no se habría enterado nunca de tal torneo. Si la gente que aplaudía no hubiera escuchado al locutor, tampoco. ¿Les habría interesado saber la verdad? ¿Cómo se podía mentir sobre un campeonato nacional? O sea algo que involucraba a todo el país… aunque la categoría era escolar… y el deporte, ajedrez... Sebastián y sus compañeros se sintieron insignificantes.
El padre Rogelio, quien con su puño y letra había escrito el texto que había leído el locutor, sonreía satisfecho.
Y el entrenador en su asiento, en uno de los estrados anexos al principal, construía ansiosamente en su mente la respuesta a la pregunta que estaba seguro sus colegas que le rodeaban le iban a hacer: “¿no nos contaste que tu equipo había quedado subcampeón?”, o algo por el estilo. Pero nadie le haría esa pregunta.
*


lunes, 12 de septiembre de 2011

El pálpito de un chichón naciente

Cada vez que Diego estaba por cruzarse con Sonia se ponía tan nervioso, colorado y tieso, que lo único que deseaba en esos momentos era que se lo trague la tierra o hacerse completamente transparente. Un día, en los pasillos de la facultad, sucedió lo segundo.
Diego y todos los que ya habían terminado sus respectivos exámenes salían de las aulas cuando se encontraron con todos los estudiantes que iban a rendir los siguientes. Contorsionándose y forcejeando en medio de ese choque de masas, Diego de pronto se encontró delante de un estrecho espacio de unos cuantos metros que bien le podía servir de atajo, así que desvió sus pasos por ese espontáneo camino bordeado de paredes humanas. Un instante después lamentaría haber tomado esa ruta. Desde el otro extremo, Sonia, con su cabello lacio azabache recogido en forma de cola de caballo, con unos lentes de bordes negros que contrastaban con su piel blanca y realzaban sus ojos castaños, y un muy gastado lápiz amarillo  entre la sien y la oreja derecha, venía directamente hacia a él. Al verla la inmediata reacción de Diego fue intentar frenarse pero la presión de la gente que venía detrás de él se lo impidió; ella seguía avanzando. Conforme la distancia entre ambos se iba acortando, Diego podía sentir la belleza de Sonia abrumándolo cada vez más, casi asfixiándolo. En su mente, múltiples imágenes se sucedían una tras otra más y más rápido, tanto que empezaron a superponerse entre ellas formando un ente confuso e indescifrable que a punto estuvo de condenarlo a la locura si no fuera porque, a un instante del colapso, e inexplicablemente, Diego pudo dominarlo y encontrarle sentido a todo ese sinsentido, reduciéndolo a un conjunto de letras en desorden que luego fueron palabras en desorden, hasta que alcanzaron su forma final: una frase. Sus labios casi ni se movieron pero lo hicieron, lo suficiente como para dejar salir las palabras “modo invisible, actívate”. Y se activó, ciertamente que sí; pero Diego se emocionó tanto que olvidó que ser invisible no significaba ser inmaterial. Así que Sonia, al percibir que de repente aparecía ese espacio libre en frente de ella, aceleró su avance de tal forma que fue inevitable que su cabeza y la de Diego terminaran golpeándose entre sí. Nada que noquera o derrumbara a ninguno de los dos, por suerte. Diego, sin saber qué hacer, sólo atinaría a salir corriendo por otro lado empujando sin escrúpulos a quien sea, tocándose la frente, feliz, sintiendo el pálpito de un chichón naciente.
Una veintena de metros después, en el estacionamiento, agitado pero más tranquilo, Diego no necesitó de otra epifanía para averiguar cómo desactivar su modo invisible; era bastante obvio (“modo invisible: desactívate”). Regresó a su casa y fue directamente a su habitación decidido a empezar a practicar con su nueva habilidad, pero al ver que su reflejo en el espejo seguía ahí, a pesar de muchos intentos, comprendió que sin la presencia perturbadora de Sonia no podría entrenar. Al parecer esto sólo sería posible si es que la seguía y forzaba algún cruce “casual” con ella.
Al día siguiente, Diego me ponía al tanto de los hechos mientras salíamos de la facultad. Cerca de nuestro destino, un restaurante chifa donde almorzaríamos, vimos a Sonia salir de ahí en una dirección que para nada se cruzaba con la nuestra. Fue tan repentino que antes si quiera poder decir algo al respecto, unos pasos después ya estábamos adentro del chifa buscando con la mirada dónde sentarnos. Súbitamente las personas dejaron de comer: muchos, más o menos la mitad, se quedaron boquiabiertos en sus mesas, mientras que los demás salían corriendo al baño cubriéndose la boca. Por su forma de mirarnos, y de no mirarnos, pensé que nosotros éramos el problema, pero cuando giré a ver a Diego, luego de escucharlo expresar su asombro con un “¡mierda!”, supe que el problema no era yo.
-¿Has activado tu modo invisible?- le pregunté con una sonrisa nerviosa e incómoda.
-No, para nada, ¿por qué?- me dijo con un tono sincero que reflejaba su ignorancia de que sí lo había hecho en realidad.
Aprendimos que cuando un inexperto como Diego ejerce la invisibilidad, ésta se puede manifestar de una forma realmente grotesca, mutilando visualmente partes enteras del cuerpo, desapareciendo porciones de piel, músculos, órganos, y fragmentos de hueso, incluso trazos de ropa, dándole la apariencia de ser la víctima de alguna especie de bacteria carnívora. Aprendimos también de que no es necesario pronunciar las palabras de activación, sino que, conciente o inconcientemente, basta con pensarlas; pero sospecho que una activación exitosa de esa forma ya es para alguien de nivel intermedio o avanzado.
El miedo de matar a Sonia de un infarto, o de provocarle vómitos o cualquier otro síntoma de repulsión, hizo que Diego desistiera de usar su don otra vez, por lo que no le quedó más que seguir sufriendo las incómodas consecuencias de los cruces con ella, ahora más incómodas que nunca por el especial cuidado que debía tener de las palabras que se le pudieran escapar o que pudiera pensar. 

domingo, 4 de septiembre de 2011

No perdí el tiempo buscándole un título

-Tal vez me hayas visto antes. Tal vez hasta sepas mi nombre. Tal vez… no tengas la más mínima idea de quién soy. Lo que sea, sé que para ti no soy más que un desconocido. Porque aunque reconocieras mi rostro y supieras mi nombre eso no significaría nada, porque nunca fuimos nada: no fuimos amigos, no fuimos compañeros de clase, ni siquiera conocidos como los que al menos se saludan al pasar. Absolutamente nada de eso hubo entre nosotros. Lo único que nos vincula es haber estudiado en la misma facultad; pero distintas carreras para mi mala suerte. De ahí que nunca hayamos estado en la misma aula, sólo cruces por pasillos, por el jardín, por la pileta, pero en un aula de clases… bueno, hubo una vez que nos quedamos de amanecida en el laboratorio de cómputo: tú, yo y otros alumnos, cada uno haciendo sus cosas por su lado. Fue la vez que más tiempo compartimos el mismo espacio aunque no hayamos cruzado palabra alguna. Pero ahí queda todo, no más vínculos, ni siquiera algún amigo o conocido en común que pudiera servir de puente y nos presentara. Mis amigos me decían “pero ve tú y preséntate”. Seguro piensas igual que ellos y te preguntarás por qué no lo hice, y sabes qué, yo me pregunto lo mismo; suena tan simple: “hola, soy Diego, mucho gusto”. Tan simple y no pude hacerlo, y ahora me duele el alma por no haberlo hecho, porque ahora toda posible incomodidad, señal de nerviosismo o timidez suena tan banal e insignificante en comparación con la oportunidad perdida de haber tenido siquiera la minina chance de empezar a ser amigos o conocidos, o algo; cualquier cosa distinta de nada. Me jode cada vez que pienso en esa oportunidad perdida, y lamentablemente pienso en eso casi todo el tiempo últimamente. Y más doloroso es creer que todos mis temores eran infundados, y te imagino respondiéndome el saludo amablemente, y nos ponemos a conversar, a llevarnos bien… entonces no me queda otra que agriar mis pensamientos y convencerme que me hubieras puesto mala cara y que hubieses hecho todo lo posible para zafarte de mi presencia en esa situación…
-Ella jamás habría hecho eso- escuchó Diego y volteó sorprendido.
-Perdón, no quise asustarlo. Soy la madre de Sonia.
Fue un segundo incomodo para ambos, en especial para Diego. Entonces ella continuó.
–Sonia desde niña siempre ha sido alguien muy social, para nada tímida si se trataba de hacer nuevos amigos.
-Entonces debí hacerlo- y Diego no pudo evitar hacer un gesto que expresaba su frustración.
-No es el único que se arrepiente de no haber dicho cosas- la voz de la madre de Sonia tembló un poco -Quién hubiera imaginado que ella… tan joven…- calló de pronto tratando de contener sus emociones.
Diego se sintió mal consigo mismo creyéndose un egoísta que sólo pensaba en su sufrimiento, cuando era obvio que otras personas mucho más cercanas a Sonia sufrían más por su ausencia.
-Ahora comprendo por qué no lo reconocí, y yo conozco a todos los amigos de Sonia- dijo la madre de Sonia recobrando el control sobre sí misma.
-Lamentablemente no lo éramos.
-Tal vez esto no lo reconforte pero, créame, todo lo que usted le ha dicho, todas sus buenas intenciones, ella lo sabe ahora, así que, espiritualmente al menos, estoy seguro que ella lo considera su amigo.
-Tenia que venir e intentarlo, ya no podía mas, ¿En serio lo cree?
-Por supuesto.
-Pues entonces sí, me reconforta que usted me lo diga. No sabe cuánto se lo agradezco.
-Puede venir cuando quiera aquí a visitarla, o a mi casa también a hablar de ella.
Diego asintió con la cabeza y ambos, de pie en medio de ese gran pastizal salpicado de cruces y otras figuras de piedra, quedaron en silencio contemplando la lápida.

***

-¿Fin?- Preguntó Adrián al sentir la pausa en la voz de Sebastián.
-Hasta ahora sí. No lo sé. No sé si dejarlo ahí o expandir más la historia- le respondió Sebastián.
-O sea que Diego no estaba hablando con Sonia en persona, sino que estaba parado frente a su tumba hablándole a su espíritu.
-¿No has visto a esas personas que van a los cementerios a “hablar” con sus seres queridos?- dijo Sebastián haciendo el gesto de comillas con los dedos.
-Sólo en teve.
-Bueno, yo también, en todo caso esa es la idea.
Adrián sonrió.
-¿Qué cosa?- le preguntó Sebastián.
-Tuviste que matarla para por fin poder hablarle.
-¿Matarla? Diego no mató a Sonia por si acaso
-Ya sé. No hablo de Diego, hablo de ti. Mataste a Mabel en tu imaginación.
-Sólo por fines literarios.
Los dos rieron por unos segundos.
-Pero en fin, ¿qué tal el cuento?- preguntó Sebastián.
-Me gustó más ese donde tú, perdón, quiero decir Diego- dijo Adrián pronunciando la palabra “Diego” con un tono de sorna -se hacía invisible cada vez que veía a Mabel, perdón, quiero decir Sonia- e igualmente ironizó con el nombre “Sonia” a propósito.
-Sólo se hizo invisible una vez, bueno, una vez y media. Pero, o sea, este cuento ¿no te gusta?
-Un chico que se le declara a una muerta… algo cursi la idea, ¿no crees?
-No se le declara.
-¿Y la mamá?
-No lo sé. Creo que lo dejo ahí nomas. Lo otro sería que Diego empezara a ir a la casa de la señora y que en esas visitas se vaya reconstruyendo la vida de Sonia.
-Creo ya hay una película así.
-¿Sí, no? Yo siento lo mismo. Mejor lo dejo ahí, además me complicaría demasiado.
-Hablando del rey de Roma- dijo Adrián y vieron a Mabel salir del pabellón de especialidades.
Adrián y Sebastián, estudiantes de sistemas de la San Martín, estaban en la facultad sentados en una banca a media mañana, a lado de aquel pabellón. Como en otras oportunidades Sebastián buscaba la opinión de su amigo sobre el cuento más reciente que había escrito. Adrián no era un erudito en literatura o crítica literaria; imposible, porque a Adrián no le gustaba leer, tanto así que la única condición que había puesto para dar su opinión era que Sebastián le leyera cada texto. Con orgullo decía que el único libro que había leído en su vida había sido lo suficientemente bueno como para no querer leer otro más, y ese libro, que coincidentemente venía con ilustraciones, era El Principito. Por eso Sebastián estaba seguro que si lograba escribir algo que le gustara a Adrián, debería de gustar también al resto de desinteresados en la lectura, que estaba convencido eran la mayoría de la población. Hasta entonces de Adrián no había conseguido más que  “más o menos”, o “no está mal”; nada de que emocionarse mucho.
Creyeron que Mabel continuaría su camino pero no, ella se quedó sentada cerca de la entrada del pabellón conversando con unos amigos. Sebastian y Adrián permanecieron en silencio como si la presencia de Mabel los interrumpiera; a Sebastian por lo menos sí, quien aprovechaba que ella estaba de espaldas para poder mirarla fijamente. Adrián se aburrió de tanto silencio:
-¿Cuántos cuentos llevas escrito sobre ella?
-Con el de ahora tres.
-¿Y van a ver más?
-Quizás
-Alucina que llegues a ser un escritor famoso. Te invitan a una entrevista y te preguntan “¿quién es Sonia?”. ¿Qué responderías?
Sebastián se tomó un minuto en pensar su respuesta.
-¿Si soy famoso, no?
-Famosísimo.
-No mentiría. Diría que se basa en alguien real, hasta daría su nombre y apellido.
-¿Y si ella se entera?
-Mejor aún. Si soy tan famoso como dices tal vez así nos llegamos a conocer en persona.
-Eso es menos patético a esperar a que se muera.
Empezaron a reír de nuevo.
-O sea que mi cuento no es sólo cursi, sino también patético.- dijo Sebastián manteniendo la sonrisa en su rostro -Qué bueno que no perdí el tiempo buscándole un título.
Arrugó el pedazo de papel hasta convertirlo en una esfera, y sin levantarse lo lanzó hacia el cilindro de basura que estaba a unos metros. Limpiamente la esfera cayó al interior del basurero.
-Qué buena puntería- le dijo Adrián.
-Soy bueno tirando mis cuentos a la basura- le respondió Sebastián y volvieron a reír.
Mabel todavía estaba allí.



Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...