-Sebas, necesito hablar con alguien- dijo muy triste una voz de mujer apenas él contestó.
-¿Eva?- dudó Sebastián.
El identificador decía “Eva” pero Sebastián no reconoció esa voz.
-Sí. Estoy en el parque Kennedy, ¿puedes venir?
-¿Qué pasó?
-Omar y yo terminamos… ¿puedes venir?
Sebastián miró su entrepierna en el espejo que tenía al frente. Estaba en su baño.
-¿Puede ser en una hora? Tengo que terminar… unas cosas y tomar una ducha.
-¿No puede ser antes? Por favor, estás cerca. Te invito a comer- dijo Eva en tono suplicante.
-Ok, ok. En 15 o 20 minutos estoy ahí- dijo Sebastián y se despidieron.
Era un sábado en la tarde.
*
-Omar y yo…- empezó a contar Eva.
Sebastián la miró directamente a los ojos, y de la nada tuvo una revelación: estaba afeitándose las bolas cuando sonó su teléfono pensó y se emocionó. Luego de semanas de no saber qué escribir, sintió que esa frase era excelente para iniciar una historia. La cambió un poco: Diego estaba afeitándose las bolas cuando sonó su teléfono. Diego era su alter ego: el protagonista de los relatos que escribía en su tiempo libre, siempre extravagantes e imposibles. Trató de ir más allá y se preguntó a qué situación absurda podría dar pie aquel inicio, pero algo le molestaba. Comprendió que existía cierta familiaridad en esa frase; ¿ya la había escuchado antes? Luego de unos segundos lo recordó: estaba pasando la aspiradora cuando sonó el teléfono; así empezaba un cuento de Carver del que no recordaba el título. Era innegable el parecido pero descartó cualquier dilema moral, porque una cosa era pasar la aspiradora y otra muy distinta afeitarse las bolas.
-Eva, su pedido está listo- resonó por unos parlantes.
Estaban en el local de Bembos de la avenida Larco (cerca a la municipalidad de Miraflores), sentados en una mesa uno frente al otro.
*
-¿Su nombre?- le preguntó un empleado a Sebastián.
-Eva- respondió él, y le entregó el ticket en el que figuraba el nombre de ella.
-¿Se te olvidó afeitarte hoy, Eva?- dijo una voz de mujer.
Sebastián giró a su derecha: una simpática chica lo miraba sonriente. Sebastián le calculó la misma edad de Eva, unos 23 años. Él tenía 26.
-¿Qué?- preguntó confundido.
-Dudo que “Eva” sea tu nombre.
Sebastián se pasó una mano por el rostro y sintió su barba de unos días. “¿Se está burlando de mí o me está coqueteando?” se preguntó.
-Sí me afeité… pero no la barba- dijo devolviéndole la sonrisa. Cogió la bandeja con el pedido y regresó a su mesa cuidando de no ver a la chica. Había tenido el valor para responderle así pero no para ver su reacción.
*
-¿Qué te dijo esa chica?- le preguntó Eva sin mucho interés a Sebastián cuando se sentó.
-Nada, sólo quería saber la hora- le respondió él, mientras distribuía las hamburguesas y los vasos de Inca Kola- ¿Sigue ahí?
-No, se fue al segundo piso.
-Ah ok.
-Bueno, ¿en qué iba?
-Mmm… ¿Omar?…- tanteó Sebastián.
-No, no, ya me acordé…- y Eva reinició su historia.
Sebastián empezó a comer su hamburguesa mientras veía a su amiga. Estaba tratando de disfrutar esa Clásica (carne, lechuga, tomate y mayonesa) sin pensar en las demás opciones, pero no lo pudo evitar: ¿sabría mejor la Hawaiana, o la Extrema, o la Criolla, o cualquier otra? Había elegido la Clásica luego de varios minutos de indecisión sólo porque las otras contenían algún ingrediente desconocido, pero todas se veían igual de deliciosas. “Carajo, ¿por qué soy tan indeciso?” pensó Sebastián, y recordó que un par de noches atrás tuvo el mismo problema en una casa de masajes: ¿la rubia o la pelirroja, la morocha o la blanquita? Por eso, por no saber tomar decisiones, buenas y rápidas, no se veía consiguiendo un ascenso en su trabajo en un futuro cercano.
Entonces Eva empezó a llorar.
“Supongo que tengo que abrazarla” pensó Sebastián, y lo hizo: se sentó a su lado y la rodeó con un brazo. Ella se pegó a él mientras seguía hablando entrecortadamente. Una idea cruzaría la cabeza de Sebastián: “¿se comerá su hamburguesa?”. La hamburguesa de Eva era una Francesa y estaba intacta. Sebastián quería probarla y comparar su sabor con la Clásica, además, pensaba, era obvio que ella no tenía ganas de comer. Pero cómo preguntarle “Eva, ¿te vas a comer tu hamburguesa?”. La situación no era fácil, como todas en las que le tocó estar al lado de una mujer llorando. En especial aquella vez de adolescente, cuando su madre le acababa de servir su almuerzo y de pronto empezara a llorar; el hermano de Sebastián estaba hospitalizado, muy grave. Estaban en la cocina y su madre se sentó al otro extremo de la mesa donde continuó llorando incontrolablemente. Sebastián la veía congelado sin saber qué hacer. Minutos después ella se pondría de pie y haciendo un gigantesco esfuerzo contendría su llanto, enjugaría sus lágrimas con una servilleta y le diría un heroico “come; se te enfría el almuerzo”. Y el comió con la mirada fija en su plato. “Mierda, ¿por qué no hice nada?” se recriminó Sebastián y sintió un nudo en la garganta y que le ardían los ojos.
-¿Sebas?- preguntó Eva.
Sebastián la miró y ella notó los ojos rojos de su amigo.
-Ay, amigo, no quise apenarte.
Eva apoyó su cabeza en el hombro de Sebastián y él la odió: “no estoy así por ti, cojuda, es por mi mamá: mi hermano se estaba muriendo; ese era un problema de verdad y no como el tuyo… sea cual sea” pensó, y ya no le importó nada:
-¿Eva, te vas a comer tu hamburguesa?
Sebastián esperó que ella lo mandara al demonio, pero no sucedió:
-¿Mi hamburguesa? Jajaja, ay, Sebas, gracias por hacerme reír. Cómetela, yo no tengo hambre la verdad- dijo Eva y continuó hablando.
Sebastián probó esa combinación de carne, salsa de champiñones, queso y papas fritas. Aún molesto le costó saborearla bien los primeros segundos pero paulatinamente su sentido del gusto volvía a funcionar, y con él volvía la calma: había hecho bien en no escoger la Francesa.
*
Iban los dos por la avenida Larco. Sebastián acompañaba a Eva a su paradero; anochecía. Ella, mucho más tranquila ahora, seguía con lo suyo, mientras Sebastián recordaba las mañanas que caminó por esa avenida rumbo a Larcomar, a leer un periódico y perder el tiempo, en vez de ir a sus clases de inglés. Hacía tres años nomás de aquello pero igual lo recordaba con nostalgia, porque él era así, nostálgico. De pronto escuchó a Eva:
-¿Qué opinas, Sebas? ¿Algún consejo?
-Mmm… la verdad, amiga… sólo puedo ayudarte escuchándote- dijo Sebastián y sintió todos sus músculos contraerse, haciendo fuerzas para que Eva no insistiera.
Ella sonrió y lo abrazó:
-Escuchándome me has ayudado mucho, no sabes cuánto te lo agradezco- y le dio un dulce beso en la mejilla, porque ella era así, dulce.
“Ufff… eso estuvo cerca” pensó Sebastián aliviado.
Eva no podía dejar de hablar así que siguió haciéndolo.