Era mi primera vez con la computadora
de mi hermano sin él de por medio porque más temprano ese día había salido de
viaje. Era de noche, estaba en su habitación y estaba jugando StarCraft a la espera que dieran las 12.
A esa hora empezaría a usar la internet, algo que sólo era posible en ese
tiempo (inicios de los dos miles) desconectando tu teléfono y conectando la
línea directamente a la pc; o sea que se te cobraba como cualquier llamada
telefónica normal, cuya tarifa se reducía a la mitad a partir de la medianoche
hasta las 6 de la mañana. Aún así, con ese 50% de descuento, mi hermano me
había dicho que sólo me conectara por media hora; y además porque se suponía que
yo debía dormir alrededor de las 12:30 debido a que por las mañanas me
preparaba para la universidad en una academia. También, aprovechándose de mi
casi total ignorancia sobre computadoras y redes, me metió miedo advirtiéndome
que todas las páginas web porno estaban plagadas de virus y que con sólo entrar
a alguna de ellas se malograría, incluso hasta podría explotar, su computadora,
la que con tanto esfuerzo había comprado hacía un par de meses nomás. Y yo le
creí.
Pero a medias, es decir que supuse que
se refería a la pornografía tradicional, no a la que se hace en Japón con
dibujos animados: hentai, que era mi real objetivo; aunque la verdad con ese
raciocinio mi intención era justificarme a mí mismo mis propios actos. Entonces
dieron las 12, hice las conexiones necesarias y, previo rezos y barras al
antivirus (“¡Vamos, Panda, tú puedes,
no me falles!”) abrí Internet Explorer, me metí a Altavista y me puse a buscar “hentai”, con una excitación anticipada
ante la idea de lo que podría encontrar.
Ahora piensen en un globo inflado, uno
largo como los que usan los payasos para crear formas, que se desinfla
lentamente… eso era más o menos lo que le pasaba a mi pene conforme pasaban los
minutos y sólo encontraba páginas que para mostrar sus contenidos requerían una
tarjeta de crédito. A lo mucho ofrecían gratuitamente como previews algunas imágenes y videos de 10 segundos, videos que no
podía ver porque necesitaba antes instalar algún plug-in (de Real o Windows Media), y qué iba a saber yo lo que era un plug-in aquel
entonces. Luego de media hora de búsqueda me sentí estafado por las personas que
me había asegurado que en Internet se podía encontrar de todo.
A continuación empecé a divagar en mis
criterios de búsqueda y así fue como sucedió una de las cosas más emocionante
en lo que va de mi existencia, aunque hoy es claro que fue algo en sí
insignificante: bajé el primer archivo de mi vida, y fue una canción. Creo que
hasta sudé al momento de hacerlo por mi paranoia a los virus, pero la página
decía ser la oficial de la banda Boa
y lucía como tal, además ese single, Twilight,
estaba disponible FREE; al fin había encontrado algo gratis. Así que la bajé
sin consecuencias salvo el placer de escuchar una buena canción y la nostalgia
que me produce cada vez que la oigo de nuevo. Cuando terminó la descarga y
empezó a sonar en Winamp sentí recién
que la Internet, las computadoras y yo podríamos llevarnos muy bien.
A las 2 de la mañana pensé que ya era
suficiente y luego de apagar todo fui a mi cuarto a dormir. Pero no tenía nada de
sueño, algo raro en mí porque en aquel entonces normalmente no podía permanecer
despierto más allá de las 12:30. Cuando me acosté prendí la tv y si ya de por
sí seguía con la emoción a flor de piel, está creció aun más cuando vi que
estaba empezando la repetición del programa juvenil y de concursos “R con R”
donde modelaba mi amor platónico Cati Caballero. El horario normal de ese
programa era de 6:30 a 8pm donde el primer cuarto de hora el conductor, el cara-de-haba Raúl Romero, conversaba con
cada una de las 4 modelos; luego, el resto del programa ellas cumplían con su
casi desapercibido rol de complementos sonrientes de las escenografías. Eran esos
primeros minutos los que dolorosamente me perdía a diario porque llegaba de la
academia alrededor de las siete, así que no podía ver la parte donde Cati hablaba
y contaba un poco sobre su vida de acuerdo a lo que le preguntara Raúl. De ahí
mi alegría al descubrir que repetían el show.
Lo vi hasta pasada la intervención de
mi amor y luego apagué la tv. A oscuras tomé dos decisiones. La primera fue que
lo vivido esa noche sería más o menos mi rutina nocturna durante el viaje de un
mes de mi hermano; no tenía idea en ese momento que esa decisión marcaría mi
reloj biológico de ahí en adelante porque no volvería a dormir, hasta ahora,
antes de las dos de la mañana. La segunda fue ir uno de esos días al programa “R
con R” para poder ver a mi amor en vivo, pero entonces desistí porque recordé
lo que mi vecina me había contado (ella había ido una vez), que al momento de
ordenar al público a los más simpáticos físicamente los ponían en las primeras
filas para que salieran en pantalla, y a los más feos los mandaban al fondo; yo
que desde que te tengo uso de razón me acomplejo fácilmente no hubiera podido
soportar un juzgamiento así.
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