A medio camino entre estar dormido y
despierto, abrí los ojos y de inmediato me di cuenta, además de la oscuridad, de
que no tenía control sobre el resto de mi cuerpo, el que yacía boca arriba.
Angustiado por mi estado catatónico, empecé a mover mi vista rápidamente y lo
más que pude tratando de confirmar que, al menos, estaba sobre mi cama y en mi
habitación. Estaba. Conforme mis retinas se adaptaban a la poquísima luz, fui
reconociendo mi escritorio, mi televisor y otros objetos míos. Pero lejos de
tranquilizarme algo ese reconocimiento paulatino, mi angustia crecía por la
presencia de una sombra que no revelaba su verdadera forma. Agucé mi vista;
entonces la sombra, adquiriendo una silueta humana, se abalanzó sobre mí y
empezó a ahorcarme. Quise gritar y no pude; moverme, mucho menos. Creyendo
inexorable mi final, pensé que debía averiguar qué o quién me estaba ultimando,
así que con mucho esfuerzo pregunté:
-¿Quién eres?
La sombra, con una voz de hombre nada
extraordinaria, me respondió:
-Sebastián.
Y me desperté, ahora sí completamente.
Luego de comprobar de que ya podía
mover todo mi cuerpo, me puse a pensar en ese mal sueño, especialmente en el
nombre de la sombra. ¿Cómo había podido ese nombre llegar a mi subconsciente si
no conocía a nadie que se llamara así? A los pocos minutos volví a quedarme
dormido. Tenía 20 o 21 años, y esa fue la única vez que intenté hallar la
respuesta de esa pregunta; luego simplemente no me importó más. Recordaría ese
nombre años después cuando decidí utilizarlo en varios de los cuentos que he
publicado en este blog. Y por cierto, aún no conozco a ningún “Sebastián”.
Desde aquella noche la sombra me
visitaría con cierta regularidad: una o dos veces al mes, y siempre en las
mismas condiciones, o sea yo inmóvil en aquel estado medio despierto, medio en
sueños. Al comienzo mi corazón apenas podía con tanta angustia, pero una noche
eso cambió. Sucedió en una época de mi vida en la que sólo pensaba en morir. “¡Mátame
de una vez, me harás un gran favor!”, logré gritarle en esa oportunidad, y
mientras esperaba (feliz) dar mi último respiro noté que la presión que la
sombra ejercía sobre mi cuello era constante, no aumentaba, y aunque incomoda, no
estaba cerca ni mucho menos de ser fatal; y comprendí que siempre había sido
así. Minutos después, como las otras veces, o sea sin previo aviso ni nada que
lo anticipe, me desperté. Desilusionado, le perdí el miedo y el respeto. Igual no
sería nuestro último encuentro.
La verdad tampoco sé cuándo fue la
última vez porque se marchó sin despedirse. Un día, hace 2 años, escuché por la
radio a un especialista hablar sobre los trastornos del sueño y describió entre
varios síntomas precisamente la sensación catatónica y las pesadillas que
surgen en ese estado. Y todo por no dormir bien, como es mi caso: desde mi
época pre-universitaria me acuesto por lo menos a las 3 de la mañana y duermo
unas 4 horas al día (de ahí mis constantes ojeras, bostezos y cara de sueño). Entendí que había desarrollado algún trastorno de ese tipo
y que la sombra era producto de ello. Desmitificada (y racionalizada)
completamente desde entonces, no he vuelto a soñar con ella.
Un otaku
es una persona aficionada al manga y
al anime, o sea, a las historietas y
dibujos animados japoneses. Una fiesta otaku
es como cualquier otra sólo que la música que se pone es sacada de soundtracks
de series y películas anime, y en la
que la mitad de sus asistentes va siempre disfrazada de personajes propios de
esas producciones. En aquella nuestra primera fiesta de ese tipo, Eduardo y yo,
amigos y otakus hasta el día de hoy, no
estábamos disfrazados; aunque según él, yo, con mi barba y mis lentes, fácilmente
hubiera podido caracterizarme como el maquiavélico Gendo Ikari de la serie Evangelion.
Sucedió una noche de sábado para
domingo del 2005.
Eduardo, amante de las juergas, fue con
verdaderas ganas de festejar; yo, que odiaba las fiestas, sólo por curiosidad. Y
transcurridas unas horas estábamos logrando nuestros propósitos. Eduardo, ya
con varios litros de cerveza en su organismo, bailaba feliz con alguna chica,
mientras que yo, sentado en una mesa y completamente sobrio (porque en esa
época no bebía ni una gota de alcohol), observaba fascinado todo lo que sucedía
y, de paso, cuidaba la botella grande de Cristal
más reciente que mi amigo había comprado. Para entonces ya nos habíamos reído bastante
con el desfile de disfraces en donde predominaron las pelucas de colores
chillones y las armaduras hechas con pedazos de cartulina forrados con papeles
brillantes; y, de igual forma, con el concurso de karaoke cuyos participantes
hicieron más incomprensible aun el idioma japonés; en tanto disfrutábamos de
algunas bolas de arroz típicas del Japón. Definitivamente todo marchaba muy
bien en esa casona antigua que supuse era normalmente un recinto para los
seguidores del punk, porque en el momento que una persona entraba y salía de una
habitación, pude ver en el interior de la misma ropas, pulseras, correas y
otras prendas, todas negras, muchas de las cuales tenían incrustaciones de
metal, colgadas como si se tratara de una tienda de moda especializada en esa
cultura.
Entonces alguien tocó mi hombro, volteé
y vi a un chico de veintitantos años como yo, de pie e inclinado hacia mí,
delgado y de mediana estatura, vestido con un traje de sastre muy pegado a su
cuerpo y con un polo en vez de la tradicional combinación de camisa y corbata;
todo el conjunto completamente de negro.
-¿Qué es esto?- me preguntó señalando a
los que bailaban.
Entre gritos, obviamente por la bulla
de la fiesta, empezamos a dialogar:
-¿Qué?- le dije confundido al no
entender el significado de su pregunta; además trataba de adivinar mentalmente
de quién estaba disfrazado.
-¿Qué es esta fiesta?- me preguntó de
nuevo.
Me di cuenta de que no era un otaku y que su ropa no era un disfraz.
-Es una fiesta de anime- le respondí.
-¿Anime?...
Ah, esas cosas japonesas- me dijo.
-Sí, esas cosas- le dije.
-¿Me puedo sentar?- me preguntó
señalando el desocupado asiento de Eduardo.
-Claro- le respondí, y en un extraño arranque
de cordialidad (y de conchudez) de mi parte, mientras le acercaba la botella y el
vaso de Eduardo, le dije: -sírvete cerveza si quieres.
Agradecido y visiblemente complacido
por mi amabilidad cogió la botella y llenó el vaso.
-Pensé que eras otro…- casi le dije otaku pero supuse que no sabría el
significado de esa palabra -… aficionado a estas cosas.
-No, no- dijo -la verdad no me llama la
atención, pero respeto el gusto de los demás, así como yo espero que respeten
los míos.
Sus palabras me parecieron enigmáticas
y por eso le pregunté:
-¿A ti que te gusta?
Y me respondió:
-La oscuridad y la muerte.
Recordé entonces las prendas que había
visto en esa habitación que parecía una tienda de ropa, y teniendo en cuenta
eso de “oscuridad y muerte”, entendí que esa casona no era un centro de reunión
para punk’s sino para otro tipo de personas que también gustan vestir de negro,
que la presencia de mi interlocutor en ese lugar no era casualidad, que él ya
había estado ahí antes…
-¡Ah… eres gótico!- le dije emocionado por mi brillante deducción.
Él no recibió con alegría mis palabras:
-Me gusta la oscuridad y la muerte,
punto.- me dijo seriamente -Eso de gótico
no es más que una etiqueta inventada por la sociedad.
Su repentina seriedad me causo gracia,
la que supe ocultar.
-¿Y cómo así llegaste acá?- le pregunté
queriendo confirmar mis deducciones.
-Acá nos reunimos los sábados en la noche… no sabía que hoy lo habían alquilado
para otra cosa.
En ese momento nos presentamos. Le dije
que era un estudiante de Ingeniería de Sistemas, soltero y sin trabajo; él me
dijo que tenía una esposa y una hija pequeña, y que trabajaba. Le pregunté en
qué y me respondió “un trabajo de mierda como cualquier otro impuesto por la
sociedad”. Era la segunda vez que mencionaba esa última palabra despectivamente,
lo que me pareció un mal presagio. En efecto, tuve razón, porque empezó con un tedioso
discursillo acusando a la sociedad de corrupta y de marginar a toda persona que
no cumpliera con sus estándares; una sociedad que quería eliminar a los
individuos y reemplazarlos por “seres humanos producidos en masa y con el mismo
molde”. Tuviera o no razón, su forma de hablar, con el tono típico de quien se
cree dueño de la verdad absoluta, me desagradó, y peor aun cuando empezó a
juzgar mi estilo vida que supongo él consideraba demasiado burgués. Dejé de
prestarle atención y empecé a hablarle secamente. Él notó mi cambio de actitud:
“disculpa, amigo, a veces me pongo pesado. Tú… se nota que eres un buen pata[amigo]” me dijo mostrándose
arrepentido. Y, cambiando de tema de una forma alucinante, me contó lo
siguiente:
-Sabes… a mi esposa y a mí nos gusta ir
a los cementerios en las noches y hacer el amor cerca de las tumbas.
-¿En serio?- dije sorprendido, y eso
que aún no había recibido la mayor sorpresa:
-Sí, sí, es una experiencia increíble,
deberías probarlo alguna vez, ¿no te gustaría hacerlo un día con nosotros?
Viendo su rostro supe que hablaba en serio. Me reí sintiéndome incómodo y halagado
a la vez.
-No, gracias, amigo. No le voy a esas
cosas- le dije, pero fue una verdad a medias. Era (y soy) un pervertido: si me
hubiera dicho para hacerlo en un hotel en vez de un cementerio probablemente
hubiera aceptado.
Él sólo asintió con la cabeza. Le
pregunté:
-¿No les da miedo a ti y a tu mujer?
-No, para nada.- dijo con una sonrisa
presuntuosa -A los muertos no hay que tenerles miedo, sino a los vivos… ¿sabes
cómo me protejo de los vivos?
Y abriendo un poco su sacó me mostró un
cuchillo enfundado de regular tamaño que colgaba de su cinturón. Hizo ese gesto
con total naturalidad, como quien muestra un objeto ordinario, sin ningún ánimo
de parecer amenazador; por ello no me alarmé.
-Tienes razón: los vivos son el
verdadero peligro- le dije tranquilamente siguiéndole la corriente porque la verdad
ya no se me ocurría qué más decir.
Luego de unos minutos de silencio habló
él:
-¿Por qué no tomas?
-No bebo alcohol- le respondí.
-¿No tomas alcohol?- dijo con la típica
incredulidad y desaprobación de quien ve con malos ojos a los abstemios.
-No- respondí seguro de mí mismo -no
bebo, no fumo… ni bailo- dije lo último riendo para tampoco sonar muy serio. Y agregué
anticipando su posible siguiente pregunte: -Sólo vine por curiosidad y
acompañando a un pata.
Pasaron otros minutos sin decirnos
nada.
-No me gusta mucho esta música pero
igual tengo ganas de bailar- me dijo entonces. Se paró y, como finalizando
nuestra interacción, continuó: -Gracias por la cerveza, amigo.
Pensé que buscaría a alguna chica para
que fuera su pareja de baile pero lo que hizo fue ponerse a bailar solo.
Bailaba a un ritmo que no correspondía al de la música de la fiesta, como si estuviera
escuchando canciones distintas a las que los demás escuchaban. Se movía como si
llevara abanicos en sus manos, lo que me hizo recordar los bailes del grupo LocoMía. Vi mi reloj y eran las 3 de la mañana.
Tres horas más tarde ya estaba
amaneciendo, y Eduardo y yo abandonábamos la casona rumbo a la avenida más
cercana para tomar un taxi. Eduardo, quien había tomado 5 botellas grandes de
cerveza, caminaba tambaleándose hasta que cayó de rodillas. Lo ayudé a
levantarse y sólo apoyado en mí pudo caminar.
-¿Para eso chupas?- le dije burlándome -¿para
terminar en el suelo?
No se quedó callado:
-¿Qué esperas pues, huevón? Si no has
tomado nada: yo me he tenido que tomar todas las chelas.
Me cagué de la risa.
Cuando tomamos el taxi le dijo al taxista
para ir a la avenida La Marina (avenida donde, yo no lo sabía entonces, abundan
discotecas y restaurantes de comida rápida), a un local de pollos a la brasa
porque (Eduardo) tenía mucho hambre.
-¿Hay algún pollería abierta un domingo
a estas horas?- le pregunté ingenuamente.
-Puta madre, Josué, no sabes ni un
carajo: tienes que salir más- fue su respuesta.
No le hice caso en ese momento. Cuatro años
después lamentaría no haberlo hecho.
Antes de tomarnos un examen, el
profesor Morales reacomodaba nuestros lugares en el aula asegurándose de que
los alumnos más propensos a hacer trampa se sentaran al alcance de su vista.
Antes de aquella prueba de historia, en
4to de secundaria, no fue la excepción.
Yo terminé sentado junto a la pared de
al fondo, y ahí nomás, delante de mí, Rojas Aguilar. Fue lo mejor que le pudo
haber pasado a Rojas en ese momento. Él medía 1.85m y era corpulento, más por
grasa que por músculos, mientras que yo era un escuálido adolescente de 1.70m.
Así que, desde mi posición y con toda su humanidad tapándome, yo era prácticamente
invisible a los ojos del profesor. Supongo que el profesor confiaba en mí por
ser uno de los primeros puestos, y que consideraba a Rojas no lo
suficientemente tramposo como para ponerlo más adelante. Como sea, hizo mal.
Apenas empezó la prueba Rojas me dijo: “Ya, Souza: saca tu cuaderno”, lo que
hice sintiéndome seguro bajo su sombra. Y así trabajamos en equipo.
Yo había estudiado como para un 15 [las
notas en Perú van de 0 a 20]; Rojas, conociéndolo supongo que ni siquiera lo
había hecho. Al final nuestras notas fueron 19 y 18, siendo suya la mayor. Mi calificación
pasó desapercibida pero la de Rojas todo lo contrario: al comienzo todos se
sorprendieron pero pronto, cuando se enteraron de nuestros lugares en el
examen, intuyeron lo que había pasado.
Y cuando digo todos, me refiero a mis
compañeros y, también por supuesto, al profesor Morales, quien otro día en el recreo
me pasó la voz para conversar “un ratito”. De inmediato supe de qué quería
hablar conmigo. Pensé que me haría acusaciones, pero no; todas fueron
indirectas: “¿no te sientes mal, Souza, porque Rojas te ganó en el examen?”, “¿no
te parece raro que Rojas haya sacado 19?”, ”¿no tienes nada qué contarme, Souza?”,
y más cosas así, siempre en un tono irónico, que evidenciaban que no tenía
pruebas contundentes. Y aunque las hubiera tenido a mí la verdad no me hubiese
importado: era un adolescente displicente que si sobresalía en el colegio era
por la mediocridad del mismo. Yo me hice el loco y le respondía tranquilo y
sonriente; pero secretamente me sentía satisfecho por mi obra.
En el examen, de haberlo querido, le
hubiera pasado a Rojas buenas respuestas como para que sacara un 11 (o sea lo
mínimo para aprobar) y nadie sospechara después, y era eso lo que iba a hacer
inicialmente, pero luego pensé: “¿no sería divertido que Rojas y yo sacáramos 20?”,
y siguiendo con mis pensamientos: “¿no sería aun más divertido que él sacara
más nota que yo?”. Si al final Rojas no sacó 20 fue porque decidí darle un
toque de credibilidad al asunto: ni cagando Rojas iba a sacar la máxima nota en
algún examen.
Al final de nuestra conversación quise
devolverle la cortesía al profesor Morales por su forma de hablarme: “muy fácil
el examen, pues, profe”, le dije irónicamente. Y ahí quedo zanjado el tema.
Rendirse es generalmente un acto
deshonroso, pero en el ajedrez es la única forma de salvar el honor ante una
derrota inminente: no hay nada más humillante para un ajedrecista que perder
por jaque mate. Por eso yo no podía entender por qué mi oponente en aquella
partida no se rendía si estaba siendo aniquilado. Era como si no se diera
cuenta de su desastrosa situación, y a mí eso me intrigaba: ¿cómo alguien podía
ser tan inepto y no darse cuenta de ello?, me preguntaba a mí mismo, y pensé
que, tal vez, se debía a su condición de… mujer. Yo tenía 12 años, era mi
primer torneo de ajedrez y era también la primera vez que enfrentaba a una
chica (púber como yo); y por cómo iban las cosas no pude evitar sentirme
superior en todo aspecto. Llegó un momento en que pude darle fin a toda esa
masacre con un misericordioso jaque mate, pero, queriendo abusar de mi poder,
no lo hice y decidí prolongarla capturando (“comiendo”) todas sus piezas. Fue
una tarea que emprendí en modo automático,
o sea, ella hacia un movimiento y yo simplemente capturaba alguna de sus piezas
sin pensar, sin ver el tablero en toda su dimensión. Mientras, me imaginaba a
mí mismo contándole luego a mis amigos cómo había destrozado a esa chica,
diciéndoles que las mujeres no sirven para el ajedrez, que los hombres somos más
inteligentes, que esto y que lo otro y más sinsentidos… hasta que escuché “jaque
mate”.
Casi se me cae la mandíbula al suelo.
En efecto, con una de sus torres, aprovechando
que mi rey estaba encerrado y olvidado en una esquina, ella me hizo jaque mate.
Y fue así como el ajedrez me enseñó a
nunca subestimar a las mujeres.
*
El príncipedel tenis es una serie animada japonesa (anime) en donde se juega el tenis
más sobrehumano y absurdo posible, y que a mis amigos de facultad y a mí nos
encantaba. Gracias a él se despertó mi afición por el tenis (que tenía dormida
desde hacía años) y mis amigos se interesaron por ese deporte; lo que a mediano
plazo tuvo como consecuencia la reserva de una cancha en el Campo de Marte.
Fuimos sin ninguna experiencia tenística previa, pensando ¿qué tan difícil
puede ser darle a una pelota con una raqueta? Pues, fácil; ahora, hacer que esa
pelota cruzara la red, todo lo contrario. Y cuando lo conseguíamos, la pelota
terminaba fuera de las instalaciones de ese complejo deportivo. El culpable
tenía que ir a recogerla y como jugábamos dobles (éramos cuatro), teníamos que
detener por unos minutos el partido, el que, con tantos errores era casi
imposible iniciar de por sí. Pronto las personas que jugaban en las canchas aledañas
dejaron de hacerlo, rodearon la nuestra y empezaron a celebrar nuestras
torpezas. A nosotros nos daba igual; habíamos pagado por una hora (además del
alquiler de las raquetas y la compra de un par de pelotas) y no nos íbamos a ir
antes. Cuando empezamos a marcharnos de la chancha, algunos de nuestros
espectadores aplaudieron entre risas.
Nos prometimos luego tomar clases juntos
y volver a jugar. Hace 5 años de esa promesa, y aún nada.
*
Me gusta el ajedrez, me gusta el tenis,
pero mi deporte favorito es el fútbol, para el cual naci negado. Igual no perdía
la oportunidad de jugarlo cada vez que podía, especialmente en mi niñez y
adolescencia; sólo me aseguraba de hacerlo con personas que me putearan lo
menos posible por mi mal juego. Mis mayores “triunfos” en ese deporte
sucedieron las veces que, previo a algún partido y al momento de armar los
equipos (cosa que hacían los capitanes, o sea, los dos mejores jugadores de un
grupo de chicos), yo no era elegido al final, sino penúltimo, lo que
significaba que había alguien que jugaba peor que yo. Armados los equipos, mi
capitán me mandaba prácticamente al lado del arquero, como último defensa, y siempre
con la misma y única instrucción: “de ahí no te muevas”, la que yo cumplía a
rajatabla. Pero un día, cuando recibo la pelota, no sé qué bicho me picó y me
fui para adelante, yo solo, ignorando los pedidos de pase de mis compañeros de
equipo. Seguí y seguí, dejando rivales en el camino, sobreviviendo empujes y
esquivando patadas, y así hasta que llegué a una posición ideal para rematar al
arco rival. Por supuesto, sin pensarlo dos veces y con la punta de mi pie (los
buenos futbolista usan la parte interna), pateé con todas mis fuerzas, y lo que
parecía iba a ser un golazo clavado en uno de los ángulos del arco, no lo fue,
pero casi. La pelota rebotó en el palo derecho y con tal fuerza que regresó a
la media cancha (era un campo de fulbito, de cemento), directamente a los pies
de jugadores rivales, quienes, aprovechando el “hueco” en la defensa de mi
equipo, debido a mi ausencia en esa posición, contragolpearon y finalmente nos
metieron un gol. La puteada que recibí. Y pensar que muchos creen que por tener
un apellido de origen brasileño, Souza, soy un as del futbol (y que hablo portugués,
cosa que tampoco es cierta).
Por todo aquello, al momento de escoger
una actividad extracurricular en mi colegio, algo que era obligatorio, y porque
siendo una institución parroquial ni cagando iba a tener canchas de tenis, me enlisté
en el equipo de ajedrez, deporte que, aparte de darme medallas (a pesar de que
fui un jugador más o menos nomás), me enseñó a respetar a las mujeres y, al
menos entre amigos y familiares, me hizo “famoso”:
Foto del diario El Comercio, hace un millón de años