Ella no estaba desnuda, o, mejor dicho, no estaba completamente desnuda. Tenía los senos al aire, sí; el resto de su vestimenta, pues: una tanga con una especie de cola de ardilla gigante hecha con plumas blancas; un sombrero que visto de lejos daría la impresión de tener una cacatúa sobre la cabeza; cadenas hechas con esferas plateadas que rodeaban partes de su cuerpo, como el cuello y la cintura. ¿Has visto a las mujeres que desfilan en el carnaval de Río? Más o menos así estaba vestida. Por supuesto, con tan poca ropa lo más fácil sería decir que estaba desnuda, lo sé, sólo quería aclarar que aquella mujer de la portada llevaba algunas prendas encima, y que aquel libro no era uno de “esos”, dicho con un tono y sonrisa pícara como lo hizo Lucrecia al encontrarme leyéndolo: “!Ajá! Leyendo uno de “esos” libros, ¿no?”. No tengo nada en contra de “esa” literatura, la disfruto también, pero en la privacidad de mi habitación y no en la biblioteca de la facultad que es donde Lucrecia me “pescó”. “¿Esos?”, le pregunté sabiendo muy bien a qué se refería, pero tenía la esperanza de escucharla decir algo más explícito. “Cochinadas pues”, me respondió. Lo negué y ella de inmediato: “¿entonces qué lees?”.
Detesto esa pregunta cuando me la hace alguien que no tiene el hábito de la lectura. No quiero sonar arrogante y dármelas de culto, pero de que leo algo lo hago, más de los que estaban ahí: estudiantes de ingeniería preparándose para un examen o entrega de algún trabajo; estoy casi seguro que yo era el único leyendo una novela. Pero, otra vez, no pienses que soy un arrogante; de los casi cien libros que tengo en mi biblioteca personal, a lo mucho me habré leído la mitad. Puedes preguntarle a mi madre cómo la decepciono cada vez que está llenando un crucigrama y necesita ayuda con las interrogantes literarias; yo nunca sé las respuestas, y después me increpa: “¿pero no se supone que te gusta leer?”.
Cuando me preguntan qué estoy leyendo y sospecho que quien lo hace nunca ha oído el nombre del autor ni el título de la obra que tengo en las manos, le presto el libro si es que existe en alguna parte de la tapa del tomo una breve reseña. Si no es así, trato de ironizar con el titulo, por ejemplo: si estuviera leyendo “Música para camaleones” de Truman Capote, yo respondería: “trata sobre unos camaleones que se visten de frac y que van a conciertos de música clásica", y sonrío como dándole a entender a esa persona que estoy bromeando (y que le estoy tomando el pelo para que me deje leer en paz). A Lucrecia le entregué el libro para que leyera la descripción que había en la contraportada, pero ella ni caso le hizo; de frente se puso a hojear las primeras páginas. Se detuvo en una de ellas y empezó a leer. En menos de dos minutos, ella que es bien blanca, se puso roja como un tomate. “No sé cómo puedes leer estas cosas” me dijo entre molesta y avergonzada, y luego de prácticamente tirarme el libro, se fue quién sabe a dónde; a clases lo más seguro.
Quise morirme de la risa pero el letrerito ese de “silencio por favor” me lo impidió. Rápidamente busqué en las primeras páginas del libro las líneas que casi provocan que chorros de sangre manaran de su rostro. Podría apostar que fue la página once la culpable. Ahí, el protagonista, Henry (el mismo nombre del autor, ¿coincidencia?), se pregunta dónde estará el coño de su amada Tania, al que le alisaría las arrugas con su pene de quince centímetros llenos de semen; y luego de más reflexiones igual de explícitas, finaliza el párrafo diciendo: “Te morderé el clítoris y escupiré dos monedas de un franco...”.
Ahora me dirás que “Trópico de Cáncer”, por más que ahora se le considere una de las obras maestras de la literatura, fue acusada en su momento de obscena y pornográfica; más o menos acorde con la opinión de Lucrecia. Bueno, qué es obsceno, qué es pornográfico, qué es erótico, qué es cochinada... ya es harina de otro costal. Yo sólo quería contarte mi versión de los hechos.
Detesto esa pregunta cuando me la hace alguien que no tiene el hábito de la lectura. No quiero sonar arrogante y dármelas de culto, pero de que leo algo lo hago, más de los que estaban ahí: estudiantes de ingeniería preparándose para un examen o entrega de algún trabajo; estoy casi seguro que yo era el único leyendo una novela. Pero, otra vez, no pienses que soy un arrogante; de los casi cien libros que tengo en mi biblioteca personal, a lo mucho me habré leído la mitad. Puedes preguntarle a mi madre cómo la decepciono cada vez que está llenando un crucigrama y necesita ayuda con las interrogantes literarias; yo nunca sé las respuestas, y después me increpa: “¿pero no se supone que te gusta leer?”.
Cuando me preguntan qué estoy leyendo y sospecho que quien lo hace nunca ha oído el nombre del autor ni el título de la obra que tengo en las manos, le presto el libro si es que existe en alguna parte de la tapa del tomo una breve reseña. Si no es así, trato de ironizar con el titulo, por ejemplo: si estuviera leyendo “Música para camaleones” de Truman Capote, yo respondería: “trata sobre unos camaleones que se visten de frac y que van a conciertos de música clásica", y sonrío como dándole a entender a esa persona que estoy bromeando (y que le estoy tomando el pelo para que me deje leer en paz). A Lucrecia le entregué el libro para que leyera la descripción que había en la contraportada, pero ella ni caso le hizo; de frente se puso a hojear las primeras páginas. Se detuvo en una de ellas y empezó a leer. En menos de dos minutos, ella que es bien blanca, se puso roja como un tomate. “No sé cómo puedes leer estas cosas” me dijo entre molesta y avergonzada, y luego de prácticamente tirarme el libro, se fue quién sabe a dónde; a clases lo más seguro.
Quise morirme de la risa pero el letrerito ese de “silencio por favor” me lo impidió. Rápidamente busqué en las primeras páginas del libro las líneas que casi provocan que chorros de sangre manaran de su rostro. Podría apostar que fue la página once la culpable. Ahí, el protagonista, Henry (el mismo nombre del autor, ¿coincidencia?), se pregunta dónde estará el coño de su amada Tania, al que le alisaría las arrugas con su pene de quince centímetros llenos de semen; y luego de más reflexiones igual de explícitas, finaliza el párrafo diciendo: “Te morderé el clítoris y escupiré dos monedas de un franco...”.
Ahora me dirás que “Trópico de Cáncer”, por más que ahora se le considere una de las obras maestras de la literatura, fue acusada en su momento de obscena y pornográfica; más o menos acorde con la opinión de Lucrecia. Bueno, qué es obsceno, qué es pornográfico, qué es erótico, qué es cochinada... ya es harina de otro costal. Yo sólo quería contarte mi versión de los hechos.