“…y les prometo que no se olvidarán de mí. Podrán odiarme y hablar mal a mis espaldas, y eso no me va a molestar. ¿Saben por qué? Porque me harán famoso. Hoy, cuando cada uno de ustedes llegue a su casa y su mamá pregunte qué tal estuvo el primer día en Pitágoras, lo primero que van a decir es: “mamá, hoy conocí a Quimicholo: el más estricto de los profesores”; y luego, cuando hablen con algún vecino o amigo le dirán: “no sabes: en la Pitágoras, hay un profesor desgraciado llamado Quimicholo”. Y así me harán conocido, más de lo que soy”.
Con esas palabras Quimicholo terminó de presentarse, y yo, instantáneamente, prometí no caer en su juego: “yo no te haré famoso” pensé. Pero no tomé esa decisión sólo por cómo me había tratado minutos antes, cuando me gritó: “!Oiga, yo no soy su perro; diga presente¡”, por haberle silbado al momento de tomarme asistencia. Acepto que mi silbido no estuvo bien, pero tampoco es forma de tratar a un alumno. Eso, más su aptitud arrogante y amenazadora (ayudado en gran parte por su voluminoso metro noventa), fueron mis razones para no querer hablar de Quimicholo más allá de las aulas de aquel local de Pitágoras, en la avenida Wilson. Han transcurrido diez años en los que cumplí con mi palabra a cabalidad, pero hoy y ahora, heme aquí, escribiendo sobre él y rompiendo mi promesa.
Y es que gracias a él, hace un par de horas nomás, Karen se despidió diciéndome: “tenemos que continuar esta conversación otro día, Sebas”, con una sonrisa de oreja a oreja.
Pudo haber dicho “Sebastián” y yo seguiría contento, pero el hecho de sentirse en confianza como para llamarme “Sebas” es, definitivamente, señal de que las cosas salieron bien esta noche; algo impensable por lo pésimo que había empezado la velada, cuando no me quedó otra más que serle honesto y decirle que, por una confusión de billetes, no contaba con el dinero suficiente como para invitarla al cine y luego al McDonald’s, como habíamos pactado originalmente. No tuvimos más alternativa que ir a una hamburguesería más económica, de las muchas que hay por el cruce de las avenidas Arequipa y Risso, donde nos habíamos encontrado. A ella no le molestó ese repentino cambio de planes, pero mi aptitud, poco a poco, sí le llegaría a incomodar; y es que yo no podía dejar de sentirme nervioso y enojado a la vez por mi descuido, lo que se fue reflejando paulatinamente en el detrimento de mi locuacidad. Incluso llegué a querer que todo se terminara, y empecé a soltarle preguntas sin ton ni son y con el más completo y total desgano, sin prestarle mucha atención a sus respuestas. Fue así que, cuando la acompañaba a tomar su bus, caminando por las cuadras de la avenida Arequipa donde empiezan a aparecer las academias preuniversitarias, le pregunté en cual había estudiado. "En la Pitágoras" me respondió, y sentí un chispazo de emoción; sin pensarlo, reaccionando de una forma inconciente (como quien se cubre con un brazo ante una posible agresión), le pregunté: “¿No habrás tenido un profesor apodado Quimicholo?”.
Recordamos su profecía de que lo haríamos famoso, su severidad casi militar, cómo se le inflaba el pecho de orgullo cuando contaba haber visto alguno de los múltiples paneles publicitarios con la foto de alumnos de la Pitágoras; primeros puestos en el examen de admisión de tal o cual universidad. Nos contamos las veces que sufrimos sus arrebatos de cólera; yo le conté sobre aquella vez que me tomó asistencia, y ella me contó como un día fue reprendida duramente al ser descubierta repasando temas anteriores: “¡Alumna, esos temas ya los hicimos, concéntrese en el actual!”, le recriminó Quimicholo en esa oportunidad.
Y claro, estuvimos los dos de acuerdo, lo peor en él era su mirada, la que sufrí en carne propia un día en su clase, cuando no pude mantener abiertos los ojos por más tiempo y mi cuerpo cedió; la voz de Quimicholo ya no fue más su voz sino un murmullo lejano, las olas del mar, la estática de un televisor sin señal, autos pasando en una carretera; el mundo girando y yo en paz, sintiéndome en cualquier parte menos en esa aula. Hasta que, de pronto, ese mundo dejó de girar y todo se hizo negro. Me despertó el silencio, y en el brevísimo instante antes de abrir los ojos, supe qué estaba pasando y con qué se toparía mi mirada. Así fue. Abrí los ojos y ahí, fijamente sobre mí, estaba la tan temida mirada asesina de Quimicholo: loca, penetrante, furiosa. Me mandó a pedir mis notas, se burló de ellas tratándome de mediocre, y cuando pensé que me botaría de su clase, me perdonó porque, me dijo, le daba lástima alguien como yo.
Karen y yo no nos dimos cuenta del paso de las horas, ni de cómo habíamos llegado al sitio por excelencia cuando no se tiene dinero para ir a otro: la banca de un parque. Se me ocurrió agregar que Quimicholo tenía razón en que nunca lo olvidaríamos. Ella no estuvo del todo de acuerdo conmigo: “¿acaso te acuerdas de su nombres y de su apellido?”, me preguntó.
Ni ella ni yo lo sabemos, y estoy seguro que la gran mayoría de sus exalumnos no lo saben tampoco o no lo recuerdan. Supongo que ese detalle, y apuesto que es algo que a Quimicholo complacería mucho, realza la leyenda del cholo que enseñaba Química en la academia preuniversitaria Pitágoras.
En todas partes encontramos ese tipo de personas, maestros, amigos, amigos de amigos, chicas, etc. que no puedes olvidar, buenos o malos, siempre tienen algo en sus actitudes que los hacen resaltar y que terminan marcándote de algún modo.
ResponderEliminarUn relato muy bueno, me gusta como la historia fluye y se hace disfrutable mientras se lee además de ser muy muy cotidiano. :)
Un saludo, y gracias por pasar por mi blog.
Gracias por tus palabras Rafael y por ser el primero en comentar en mi blog.
ResponderEliminarEs mas que un relato, buena ortografía, me gusta como te expresas y como te influyes en este pequeño relato.
ResponderEliminarSigue así llegaras muy lejos.
a por cierto gracias por comentar en mi blog, ahora te sigo....
gracias por el comentario zeus y por el seguimiento. te prometo devolverte la cortesia apenas entienda mejor el funcionamiento de los blogs (soy nuevo en esto)
ResponderEliminarLos tiempos de estudiantes...siempre quedan grabados en la memoria de alguien las acciones de algún profesor, que de una manera u otra se hacía notar para habitar por años en los recuerdos de sus alumnos. Muy buen escrito, me gusta tu forma de narrar. Saludos. Claudia Alhelí Castillo
ResponderEliminaroh si, para bien o para mal, cuantos profesores han marcado nuestras vidas. gracias claudia. saludos
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